Será que por estar en tierra de King uno tiende a las historias macabras, pero... |
(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)
Alrededores de Bucksport y Bangor (Maine): Unos 200 kilómetros.
Mañana de domingo en el Maine interior. |
Una canción: 'Everyday', de Buddy Holly. Se lo debía al bueno de Buddy desde que comencé la ruta en aquel trigal donde murió. Esta canción, presente en la banda sonora de 'Cuenta Conmigo' es lo que me imagino que suena entre granjas, lagos y vías de tren solitarias del Maine profundo.
No es difícil imaginar a los críos de la película haciendo apuestas sobre ir a la vieja cantera. |
Una película: 'Cuenta conmigo'. Como pasó con 'Los Goonies', tuve la suerte de verla con una edad similar a los protagonistas, en ese momento en el que dejas de ser un niño (o empiezas a dejar de serlo, si es que lo haces del todo) y te das cuenta de que la magia de la vida adulta no es magia precisamente.
Un libro: 'Los ojos del dragón', de Stephen King. Por tercer año consecutivo me hago foto delante de su casa en Bangor, pero por no perder ya la costumbre. Elijo este libro porque es el que más me marcó en su momento.
Un comida/bebida: El 'Dysarts' es una parada de camioneros emblema de Bangor (King la recomienda y la considera como casa de su conductor de camión asesino). Este es su Dave's Special, y lo especial es la carne de ternera deshilachada. Un pequeño lujo en medio de un desayuno clásico.
Un error: Es más una elegía. El 'Bacon Tree', un restaurante diminuto en Winterport, se había convertido en mi rincón gastronómico de Maine. Comida casera, con productos locales, pero sin renunciar a hacer cosas distintas. Un ambiente desenfadado, algo canalla, de esos por los que se pirran los guays de Seattle o de Nueva York. Pero estaba en mitad de la nada del Maine más a desmano. Lo visité en 2016 y 2017 y cerró a principios de este año. Cuando he visto que lo ha sustituido algo llamado "The wooden spoon' he pensado que quizá alguno de sus anteriores responsables podría haber recogido el guante. Pero no: es una pastelería que sirve también desayunos; no es que tenga mala pinta lo que hace, pero es un anodino local más, familiar y para gente de aquí. Le pregunto a la camarera, una cría con una gorra enorme naranja, que me recomiende una cerveza local y dice que ella no bebe.
Un descubrimiento: Bangor me había parecido una ciudad gris en los dos años anteriores. No es que ahora sea Nueva Orleans, pero le voy cogiendo cariño a esta ciudad industrial, alejada del turismo y del resto del mundo, en la que solo recala gente para hacerse fotos delante de la casa de King. Sigue arrastrando cierto aspecto desolado y puede que eso, siendo como soy, sea lo que me guste, al fin y al cabo.
Una imagen: No puede haber más tópicos reunidos en un escaparate. Pero el mensaje es el mensaje.
Un dato/hecho: El Bucksport Motor Inn es el hotel donde he pernoctado más noches en los USA, con once en tres años distintos. Sí, he dormido más noches en Nueva Orleans, pero en cuatro lugares diferentes. Los once días que he pasado en Maine (doce, porque estuve uno más en Portland en 2017) he vuelto a este motel y lo seguiré haciendo cada vez que venga aquí.
Una historia: La vieja cantera del Monte Waldo da escalofríos como para pensar en niños muertos, adolescentes suicidas y asesinos en serie que escondieron los cuerpos nunca encontrados de sus víctimas en los alrededores.
A la vieja cantera del monte Waldo parece que van los chavales del condado a demostrar su valentía y pintar su nombre o un mensaje cínico, a beberse su primera cerveza o darse el lote en las rocas que circundan una charca de agua estancada en la que puede que una vez al año vaya a rodar un nuevo peñasco de granito desprendida de la ladera que sirve de anfiteatro. O quizá no: quizá lleve así décadas.
En la vieja cantera del monte Waldo se sabe que una vez hubo actividad industrial porque hay viejas ruecas oxidadas, pernos, tornillos del tamaño de un bate de béisbol, cuerdas de acero del mismo grosor que ese bate que hacían funcionar la maquinaria y transportaban las piedras de granito desde la cumbre al valle y que hoy bailan estáticas en lazos improbables; serpientes petrificadas a falta de serpientes de verdad. El color marrón anaranjado de la maquinaria contrasta con el gris perla del granito de las rocas desparramadas, el verde desganado de los árboles enanos que se atreven a crecer y el cobalto del pantano sucio.
No se oyen pájaros.
No se oye nada.
Supongo que eso de percibir a los fantasmas es cosa de gatos y perros.
Dicen también que el Monte Waldo recibe el nombre de Monte Miseria porque dos críos salieron a hacer una excursión a finales del siglo XVIII y murieron en una tormenta de nieve.
Las guías dicen poco más, excepto que se trata de un monte del montón, de apenas 320 metros de altura y que no da para más. No lo dicen por educación, aunque uno puede imaginar que llamar monte a lo que es una colina ya es temeridad.
Hay muchas cosas que se podrían añadir de la vieja cantera del Monte Waldo. Para llegar a ella, hay que caminar durante media hora, en cuesta arriba, resbalando entre guijarros y sin tierra compacta donde descansar las plantas. La carretera de asfalto termina abruptamente, con un cartel que advierte, muy dantesco él (dantesco en su verdadera acepción, no en la que usan y usan los informativos para hablar de accidentes) con lo que de entras por tu cuenta y riesgo. Luego, empieza un sendero de tierra donde podrían haber accedido los camiones de la cantera y gira a la izquierda, donde a unos pocos metros la montaña se ha derrumbado sobre la ladera y hay que volver a la curva, de la que salía un sendero de un metro y medio de ancho, más escarpado, más peligroso en las piedras que se resbalan.
La naturaleza te avisa con árboles que se han derrumbado de lado a lado, cortando el paso, con mosquitos del tamaño de murciélagos a punto de convertirse en vampiros, con el aire que se adensa y la brisa que se niega a correr. Entre la vegetación, en las rocas más grandes, hay pintadas que animan a seguir, a no morir, hay un pene gigante en un tramo de suelo rocoso señalando la cumbre, hay llamadas a la libertad, de odio a la gente, de odio al amor, están Ashley y Keith. 1981 y 2018.
Ya he contado lo que había arriba.
La vuelta es mas peligrosa porque las piedras sueltas tienden a traicionarte con más saña en los descensos. Resbalo y pongo el brazo, ruedan las piedras ladera abajo. No pasa nada. Llego al coche, sin haberme encontrado nada vivo (bueno, los mosquitos y supongo que los árboles si es que no están muertos ya y solo esperan el invierno para caerse sobre la trocha), miro atrás y, en efecto, la de historias que se me han ocurrido en torno a la cantera, los adolescentes y los fantasmas de esos adolescentes.
Siempre he pensado que en un lugar es tan especial como por el número de historias que sea capaz de suscitarme.
Pues eso.
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