domingo, 20 de septiembre de 2020

La asimetría de (todos) los poetas muertos


(Nota previa: esta crónica ha sido posible gracias a un viaje de trabajo organizado por la OMT a Tiflis, capital de Georgia, desde el 14 al 18 de septiembre para asistir al 112 Consejo Ejecutivo como periodista. De ahí algunas situaciones difícilmente imaginables en un viaje privado).


El poeta Paolo Iashvili se pegó un tiro, pero hacía meses que la traición le había reventado la cabeza. Abajo, en el bonito jardín comunal, el Sindicato de Escritores de Georgia hablaría de la lucha de clases porque corría el verano de 1937 y el compatriota Joseph Stalin ordenaba desde su poltrona en Moscú su particular Purga por las repúblicas periféricas y solo se podía discutir (o elogiar, mejor dicho) la batalla dialéctica contra el capitalismo incipiente que andaba engordando el continente directo a la Segunda Guerra Mundial. Escucharon la detonación y siguieron a lo suyo, que los disparos eran moneda común

-¿Otro lingotazo de chacha, camarada? 

-Vamos a ello, camarada.



De aquellas persecuciones stalinistas, y en apenas dos años, morirían entre 200 y 300 escritores solo en Georgia y entre 700.000 y 1,2 millones de personas en toda la Unión Soviética. 

Sinceramente, lo más terrorífico de una estimación de víctimas es que se abra a horquillas tan enormes. 

Tanto muerto sin contar, tanta tragedia olvidada.

A Paolo, que dicen en su país que hubiera sido uno de los mejores poetas del siglo XX de seguir vivo (o de escribir libremente), simbolista tardío de cuando ya ni los franceses eran simbolistas, delator de tantos compañeros de letras, le organizaron un funeral al que acudió un solo amigo que luego pasaría a ser uno de esos muertos enterrados por la propaganda. Ahora, que hace casi 30 años que Georgia logró desvincularse del dominio ruso (fuera imperial o comunista), la directora de la Casa de los Escritores de Tiflis (convertido en un museo, restaurante de lujo y, en su planta superior, hotel boutique) lo pone de gran ejemplo de sacrificio y de orgullo nacional. 


Ahora, en Georgia se pueden mascullar maldiciones contra los rusos mientras se busca la sombra de alguna estatua de formas geométricas y brutalistas. Hay estaturas de Stalin también. Y souvenirs de un tipo del que los oriundos lamentan que cayera en esa vieja manía tan vieja de ser más intransigente con los tuyos. Pocos lugares de la vieja URSS lo pasó tan mal como Georgia. Y en la vieja URSS se pasó bastante penuria. 


No muy alto ni demasiado claro, pero sí evidente para quien desee escuchar entre líneas resuena la queja. Las heridas supuran desde hace siglos, pero a día de hoy la presión rusa se nota al otro lado del Caúcaso, que hace de frontera natural entre ambas repúblicas. Chechenia, Osetia del Sur, Abjasia... la lista de territorios colindantes por los que se han pegado tiros georgianos y rusos desde hace décadas jalona toda la geografía al norte. La última, Abjasia, es para Tiflis oficialmente georgiana pero cualquier nativo sabe que si entra en ella con un pasaporte propio seguro que ya no sale vivo.

Es la maldición de Georgia. También su orgullo: la asimetría entre lo que es y lo que parece, entre donde está y lo que sueña por ser. Desde hace años, la Unión Europea la tiene en lugar preferente en sus acuerdos, el Banco Mundial la destaca en sus informes de progresos económicos, Estados Unidos paga programas millonarios para revitalizar viejos monasterios en las recónditas montañas... Como ha ocurrido desde hace milenios, a Georgia se le quiere porque divide Europa y Asia en el extremo más oriental de la primera u occidental de la segunda, en una confluencia clave de la Ruta de la Seda, ese protoejemplo de globalización. Por ella se han peleado griegos, persas, mongoles, otomanos... y rusos. 

Panorámica de Mtsjeta, antigua capital y Patrimonio de la Unesco

De toda esta presión ha quedado un alfabeto propio, una ristra de reyes menores exiliados o aniquilados por los invasores y una fe religiosa ortodoxa aunque con sus propios mitos: dicen albergar en Mtsjeta, capital del Reino por el siglo III, la túnica de Jesucristo. Por todo su paisaje se alzan precarias (y casi abandonadas hasta que llegue el dólar americano a restaurarlas) iglesias y fortalezas con un milenio de antigüedad. 



Ah, claro: Georgia dice ser la cuna del vino. Lo dice y lo prueba, según un estudio de la Universidad de Pensilvania que estimó en 8.000 años la antigüedad de una cepa encontrada en su tierra. No hay otro país que haya probado una uva tan antigua ni que presente tantas variedades autóctonas: más de 500. Con ese potencial agrícola, el vino es su principal exportación, si bien habría que aclarar que su sabor es peculiar debido a su forma de fermentarlo: en tinajas de cerámica bajo tierra en vez de barricas de madera y sin prensar el producto. El resultado más peculiar es el que ellos llaman vino ámbar (naranja es una palabra muy común), un híbrido entre el blanco universal y el andaluz amontillado o de Jerez (que no se me enfaden los vecinos). 




Una vez más, sale a la palestra la asimetría. En Tiflis se conjugan construcciones medievales con calles repletas de terrazas que parecen sacadas de Holanda; hay puentes modernos junto a baños públicos con azufre de la Edad Media. Los edificios públicos e históricos suelen jugar con líneas quebradas y laterales descuadrados desde hace siglos. Si la pared norte tiene tres ventanas, la este tiene dos y la oeste cuatro. ¿Por qué? Por qué no, contestan. 



Hay perros. Muchos perros. Sueltos. Abandonados. Sobre los escaparates de las tiendas de Amancio o en un puente en la parte antigua de Tiflis. En lo alto del monasterio del siglo XIII o en mitad del Cáucaso bajo. No ladran ni molestan. Acaso acompañan un rato cuando se huelen que pueden sacar algún bocado. Tienen la mirada triste y el paso cansino. No parecen malnutridos y la mayoría llevan clavados en una oreja una placa. Duermen a la sombra porque aún hace calor en Tiflis. Lo que no hay es mierda en las aceras como cabría pensarse con tanto animal suelto. Tampoco suelen ser pequeños. 

Teoría y práctica de la Ley del más fuerte. 


Gio Togonodze produce en la región del interior (cerca de Iberia, de la que no dicen que les emparente con nosotros, sino apelan a la raíz barbárica si acaso) alrededor de 10.000 botellas al año que vende a Estados Unidos o el Reino Unido. Son los mejores vinos del viaje (y nos habrán servido decenas y decenas). Cada vez que sirve una copa (y servirá unas quince en toda la noche) pronuncia un pequeño discurso. Por los invitados, por las mujeres, por la amistad, por el futuro, por más vino. Por el hogar. No está acostumbrado a los turistas, pese a que habla alemán y ruso. Vino del oeste, una región que la mitología griega situaba como el final del viaje de Jason y sus argonautas, el lugar donde debían ganar el imposible Vellocinio de Oro. Curiosamente, a los georgianos esa historia no les importa demasiado. Es una leyenda, un mito. 

Ellos, que han luchado por hacerse su propia historia contra mil imperios, no están para cuentos.