martes, 27 de septiembre de 2016

Epílogo (muy) nutritivo



Cierto: no hay ruta pop propiamente dicha sin un repaso al menú que me acompañó entre kilómetros a pie (no pocos, para bajar todo lo que ingerí) y al volante (unos 3.000 al final). Es un clásico y os lo debía. 

Así que allá voy, aclarando a los que se preocupan por mis venas obturadas o páncreas que las patatas de acompañamiento ni las tocaba o que, por lo general, dejaba a un lado una de las dos caras del pan de los bocadillos... Ya: es un atenuante casi ridículo cuando veáis las imágenes... aun así, salí indemne en cuanto a peso y otros factores. 

(Suspiro).

(Suspiro).

Ya voy. 



Empiezo por una obligación. Se llama The Bacon Tree y te sorprende en Winterport, a los pies de la carretera 1A que parte de Bangor y la une con su ruta original, la 1, que siluetea la costa de Maine más al sur. 

Sólo por este coqueto restaurante de carretera (aunque con hechuras y cocina de bistró modernete de Chueca) volvería a un pueblo que dormita entre el trasiego del tráfico lento y alejado del bullicio turístico y el río Penobscot, otrora una de las principales rutas fluviales desde el Atlántico hacia el interior (y escenario de cruentas batallas entre ingleses y colonos cuando a los americanos les dio por exigir su independencia). 

Volvería todas las mañanas y noches. 



Allí, en torno a las seis de la tarde (hora local) del 8 de septiembre recibí la medianoche de mi cumpleaños (hora española) con la mejor comida del viaje (y de muchos viajes). Y no: a diferencia de tantos garitos modernetes de Chueca, aquí la cocina es excelente, al nivel de los mejores lugares de la mismísima Nueva Orleans. 

De primero, probé unos champiñones rellenos (pero no de carne), con un intenso sabor vegetal y la justa dosis de salsa suave (también de verduras) y queso gratinado.



En el Bacon Tree se jactan de elaborar los platos desde cero, es decir, que si tienen que hacerte un muffin para el desayuno o unos profiteroles para el postre, realizan la masa y la hornean justo en el momento. 

O sea, tranquilidad y buenos alimentos. 

Como el segundo, unas vieiras a la plancha sobre arroz integral al limón y con coles de bruselas braseadas. Todo, al aroma de vainilla. 

Todo, tan lejos de poder ser descrito. 



Impactado, a la mañana siguiente, que era la de mi cumpleaños real (hora de comer ya para España), regresé (estaba a media hora de donde dormía) y probé uno de esos desayunos que tardan como una media hora en prepararte (amablemente, la señora mayor sentada en la mesa de al lado me ofreció la mitad de su periódico para entretenerme, amonestándome por no dejar de revisar mi móvil; callé y me puse a leer la prensa local). 



Luego, llegaron los huevos bedectine de la casa, aderezados por bacon... por supuesto, con ese nombre que tiene el local... aunque aclaremos el nombre: The Bacon Tree no se llama así por ser un paraíso del bacon, sino en honor a un pino noruego que tuvo un papel fundamental en 1814, cuando los británicos quisieron conquistar lo que habían perdido unas décadas antes (los que me conocéis sabéis que soy muy pesado con esta segunda -y desconocida- Guerra de la Independencia en los USA). Tras este árbol, se escondió un comerciante de la zona con sus kilos y kilos de carne de cerdo (para que no se las requisaran) y con su familia (para que no los mataran) y las hojas le mantuvieron a salvo a comida y personas de los mosquetes ingleses.

Como veis, una anécdota un poco boba, algo tan común en un país que ensalza cualquier cosa porque no es tan fácil ensalzar hitos históricos cuando apenas tienes dos años de historia. 

A broma, sin embargo, nunca hay que tomarse su comida. A la mañana siguiente, regresé al Bacon Tree (y aún lo haría una última vez, en la cena del domingo, para despedirme... pero estaba cerrado)... esta vez fue el turno de un desayuno habitual con sus huevos, salchichas, carne, tostadas y sí, una estupenda tortita recién hecha. 



Si alguna vez pasáis a menos de 200 (o 300 o 500) kilómetros de Bangor, el desvío a Winterport os recompensará como pocas cosas en este mundo. 

No muy lejos de Winterport, de hecho, en el término municipal de Hermon (y en los suburbios de Bangor), aparcamos en la estación de servicio para camioneros más famosa de Maine. 24 horas abierta, su fama la alimenta el restaurante Dysart's, un recomendado por el mismísimo Stephen King, quien ilustró las diversas paradas de carretera de más de una de sus obras basándose en este local.

Como con el Bacon Tree, reposté mi estómago en más de una ocasión. Y eso que el primer contacto fue un poco decepcionante. 



Se trata del sándwich especial de la casa. Pues muy bien, pero si recurro al vocabulario gaditano para definirlo sería con saborío. Lo que lo cubre no es queso, sino una bechamel sosa. Dentro, hay pavo asado y un relleno que los americanos suelen denominar como "stuff" a secas y que suele consistir en un mazacote de pan y algo de carne que, como la bechamel en este caso, tampoco tiene condimento que lo alegre.

Quizá lo que me hizo volver luego al Dysart's fue el postre, una tarta de arándanos (especialidad de Maine, los arándanos) cuyo sabor valía por el sándwich en cuestión y por los de todos los camioneros que dicen que lo piden al año. 



O quizá es que al Dysart's hay que ir a desayunar, y no a comer. El sábado probé sus famosos y recién hechos 'buns' de canela (en la esquina izquierda de la imagen), una especie de donut pero sin agujero y sí con espirales infinitas (el tamaño que se aprecia en la imagen confunde: era enorme). Pudiéndolo llamar boom, no sé por qué se quedan en bun.


En efecto, hubo hueco para la fruta... aunque me la tuve que comer de almuerzo, porque ya no pude más a la hora del desayuno (en primer plano, a la derecha, había un muffin de calabaza y chocolate, también caliente del horno).

Le daría otra oportunidad al Dysart's más allá del desayuno (volveré, de nuevo, a este local al final del post, con la última comida del viaje). Fue casi por obligación, ya que había pretendido probar el omnipresente Lobster Roll (un bocadillo de langosta, a modo de perrito) en la Maine costera en su meca de Wiscasset, el Red Eat's, un quiosco a pie de carretera que genera más atascos que cualquier acceso a una playa cualquiera un domingo de agosto. No obstante, había una cola de más de 40 personas y, tras veinte minutos de espera a pleno sol, no me había movido un centímetro. 

Por lo que me fui y decidí posponer el lobster roll para mejor ocasión. La oportunidad llegó en el Dysart's, como decía (eso de estar abierto las 24 horas da mucho juego).



Tiene su gracia. Además de tener mucha langosta fresca encima. Poco más. 

Hablando de platos típicos. Abandono de una vez el Dysart's y me zambullo en otras especialidades de Nueva Inglaterra. Si hay un plato omnipresente en cualquiera de los estados que componen esta región (desde Massachusetts a la frontera con Canadá) es la Clam Chowder (o sopa de almejas). Como su nombre indica, lleva almejas y, con suerte, algún trazo de marisco más, amén de patatas y otras verduras. Es blanco porque se hace con leche y, aun agradeciendo a los americanos que se dignen a hacer un guiso, no sabe a nada. Ni a leche, ni a almeja, ni a... bueno sí, la patata se adivina... pero si lo único que se nota en un guiso es una sombra de sabor a patata... en fin: nos ponen algo así como sopa de marisco en un güichi de Cádiz y le vamos dando guantás al cocinero/a todo el Atlántico de vuelta hasta la costa americana.



Le di varias oportunidades en varias comidas y la de la imagen es la mejor. Corresponde al Fanizzi's de Provincetown y en él había algún rastro más de pescado. Aun así, en este bonito local marinero (a pie de mar) lo mejor fue la cerveza de la zona, de la mismísima Nantucket (puerto de donde partía el capitán Ahab en pos de la ballena).



Y de la sopa de entrante al postre. En Boston profesan amor incondicional a la Boston Cream Pie, inventada por el restaurante del Omni Parker Hotel (donde me alojé y donde antes pasó tantas noches JFK, Dickens, Twain...). 



Está completamente justificada. Parece sencillo (un bizcocho de crema con cobertura de chocolate, al fin y al cabo) pero es sublime. Dos muy buenos desayunos me ofrecieron en una mesa que supongo que no estaría muy alejada de donde JFK le pidió matrimonio a Jackie y mientras ojeaba el Boston Globe de la mañana, uno de esos periódicos que aún cree (y lo paga y lo mantiene) en el periodismo de investigación (enredados estaban esos días en la polémica decisión de que los policías de Boston, que ostentan el sindicato policial más antiguo de USA, utilizasen una cámara personal para auditar sus actuaciones; el sindicato, claro, recela). 



Hubo mucho más a norte y sur, en la costa y en el interior, aunque creo que ya va siendo hora de levantarnos de la mesa. Doy constancia de que hubo ensaladas (qué fotos más tristes resultan de esos platos) y otras comidas supuestamente típicas aunque definitivamente insulsas.

Sin embargo, el balance queda más que compensado por el Bacon Tree y el Dysart's.

Como decía, en este reducto de carretera me despedí de las mesas americanas, a las cinco y poco de la mañana, completamente solo en el amplio comedor (sí había trasiego de camioneros echando combustible) y tomándome unas tortitas (el 'ita' es un sarcasmo, dado que su tamaño es de pizza mediana) de calabaza (la temporada arrancaba ya y por eso las hacían: antes nunca la ofrecen) y chocolate, acompañado de un muffin del tamaño de una Copa de Europa y rebosante de arándanos. 

Nos vemos pronto.



 


domingo, 11 de septiembre de 2016

Día 8: Final en azul y blanco




De acuerdo: ninguno gana. Ni el blanco ni el azul. Ni tú ni yo.

Ni nadie. 

Ya es otoño en Maine. Lo es desde hace unos días, aunque broten días de 40 grados en mitad de la niebla, las tormentas eléctricas o los chaparrones. 

Es otoño en Maine porque se ve en las muecas de sus gentes, en sus miradas desconfiadas y de reojo al cielo; 




se anticipa como un presentimiento, una profecía o un augurio perverso en los árboles, a punto de rendirse y empezar a mudar sus hojas verdes en marrones para llorarlas a continuación; 




se respira en el viento que eriza las superficies de los lagos, en la tristeza de los atardeceres de tumbona al pie del patio;





se huele en los caminos de acceso, donde se vende leña de chimenea en el mismo hueco donde hasta hace unos días se vendían arándanos a esos mismos turistas que ya no están, que dejan huérfanas a las tiendas de souvenirs, vacías las calles históricas, mudas las paredes, de roca o madera, de los faros.




Es otoño en Maine porque se le pueden hacer fotos al sol directamente. 

Y aquí se va apurando la Ruta Pop 4, con menos kilómetros y días de lo habitual (unos 3.000 en seis días, finalmente) y con un empeño de esquinas y perspectivas sobre blanco o azul o absolutos que ruego me perdonen pero voy a compartir en versión metralleta:








Quizá hoy debiera hablar de la frontera con Canadá. De Calais y de Lubec. Concretamente, de Lubec, el pueblo continental más oriental de los Estados Unidos o de su faro (última foto), terreno continental más oriental de los Estados Unidos (unos seis kilómetros más al este del pueblo). Sí: debiera recordar las diferencias entre la frontera norte y la sur (visitada el año pasado). Cómo en las carreteras aledañas a México te cruzabas con un patrullero de la frontera cada dos minutos, o se organizaban puestos de control, con una treintena de patrulleros metralleta en ristre, en el mismo territorio americano. O las alambradas, las vallas triples que atrincheran El Paso y Ciudad Juarez. La defensiva y los brazos abiertos. Los imperturbables agentes de aduana del sur o la única agente de Lubec, una mujer de 150 kilos de piso que está como para perseguir a alguien. ¿Patrulleros en la frontera norte? Tendrían el domingo libre porque no he visto ni uno.

Podría hablar de todo eso, pero me recuerda demasiado a lo que he visto en Irún y en Melilla.

Y yo estoy en Maine, donde el penúltimo pueblo antes de Canadá (aunque para Teléfonica ya esté en otro país y me diera la bienvenida por SMS al país vecino justo en ese momento) lleva mi nombre y disculpen (segunda disculpa) el egocentrismo:  




Allí estaba, a punto de morirse la carretera 9 a medias entre la niebla que la ahoga y el país que se le acaba. 




Luego, quedó el faro oriental y el último regreso a Bucksport, el cansancio de los kilómetros y de las carreteras donde no se puede pasar de 80. Quedó el vapor de la niebla que se disuelve a suspiros, la lluvia a torrentes, a sacudidas, las curvas que degüellan lagos, el algodón arriba rompiéndose perezoso, el viento soplando y el azul. 

Hoy hubo blanco y azul.

Queda volver. Allí, aquí.

Por ahora es todo. 

Al final de otras carreteras como la 9 habrá más historias; siempre hay alguna historia al otro lado de un último horizonte de verano. 


Muchas gracias.


(Nota: No tengo ninguna intención fotográfica. De hecho, por problemas iniciales en la cámara compacta, todas las fotos han sido tomadas desde el móvil (y no es un iPhone ni uno caro). Como se dice de los animales en las películas, ninguna imagen ha sufrido ningún daño o manipulación; es decir, ni antes ni después (no sé hacer ni una cosa ni otra, sólo manejar el zoom) ninguna foto ha sido retocada, filtrada, recortada, sombreada, iluminada, etcétera...). 

sábado, 10 de septiembre de 2016

Día 7: No a la 3




Tranquilidad: no estoy hablando de la tercera investidura o de terceras elecciones, pero sí de política.  

La 3 es una pregunta que se incluirá para los votantes de Maine junto a las papeletas de las próximas elecciones presidenciales de noviembre. En resumen, preguntan a los ciudadanos del Estado si apoyan que se requiera una comprobación de antecedentes en cualquier transacción de compra y venta de armas. 

Ignoro qué dirán las encuestas al respecto, pero si de algo sirven los casi 2.000 kilómetros que llevo conducidos arriba y abajo de Maine, me da a mí que van ganando los del 'no'.

Me explico. A falta de calles tal y como las conocemos en Europa, con sus aceras, sus farolas y sus manzanas delineadas, en la América rural (y Maine es muy rural, en cuanto te alejas dos kilómetros tierra adentro del festival turístico-costero), aquí los vecinos pueblan sus jardines y los arcenes de las carreteras con carteles de sus candidatos preferidos o sus consignas políticas del momento. No tengo muchas fotos de este fenómeno. Aunque no haya vallas ni setos en la mayoría de las viviendas que impidan el paso, no es plan de ponerse a hacer fotos a jardines privados, sobre todo, si son partidarios de Trump (o de uno de éstos del 'No a la 3') que crean que estoy violando sus derechos constitucionales y ejerza sus derechos no menos constitucionales de dispararme a quemarropa. 

No exagero: son ellos los que tienen escopetas debajo del asiento de sus pick-ups; no yo. 




Esta foto fue casualidad. Paré por otra cosa y vi que había un cartel justo delante. Pero, tal y como son las carreteras del interior, tampoco es para dedicarse a hacer álbumes improvisados.

Un ejemplo es la carretera 5, que corre en paralelo junto a la frontera entre Maine y New Hampsire (al oeste).



O algunos caminos similares, donde hasta los árboles se tocan por encima del asfalto:




Precisamente, en algún lugar de la carretera 5 fue donde casi murió atropellado Stephen King mientras paseaba por uno de esos inexistentes arcenes. Y aquí parece que me voy a desviar, pero no: paciencia.

La Maine de King es la Maine que clama por defender el derecho inalienable de pegarle un tiro al intruso. Pese a que esta tierra vive del turismo de alto copete, ya sea en su versión veraniega o invernal, King siempre ha escogido una Maine interior, rural, de la denominada basura blanca. Al fin y al cabo, él era de esa clase, hijo pequeño de dos hermanos de una madre soltera que trabajaba en empleos que sólo se los daban a la gente de color en los años duros de la segregación y que tuvo dando tumbos a sus hijos por media América antes de volver a Maine, a una de esas ciudades industriales y anodinas cercanas a Portland donde el pequeño Stephen empezaría a escribir.

Un poco más adentro de ese cinturón industrial, sí se abría la Maine de su mente.





Por lo tanto, las Derry, Castle Rock, Salem's Lot o Chester Mill no tienen nada que ver con Bar Harbor, Rockland, la misma Portland o Kittery. Todas ellas le deben mucho más a dispersas poblaciones como Bridgton, Lovell, Barney Pond, Fallmouth y un largo etcétera...

Todas ellas son esto:










De algunas, se pueden intuir ciertos coletazos de inspiración trasladados al papel. La Castle Rock de El cuerpo (más conocida por su versión cinematográfica, Cuenta Conmigo) podría parecerse a Woodstock y su vía de tren que atraviesa las colinas vecinas a New Hampshire.




La Bridgton que el propio King dice que podría ser la Chester Mill de La Cúpula no tiene nada que ver, en la vida real, ni en forma ni en espíritu (aunque proliferan los hogares suministrados por propano). La escogió porque está próxima a su casa de verano, aquella junto a la que le atropellaron y, en cierto modo, le cambiaron la carrera. Porque hasta 1999, año del accidente, la obra de King había entrado en decadencia. Fue después, tras el rito de paso que supuso 'Mientras escribo' (una estupenda lección del proceso creador), cuando recuperó las historias de sus mejores tardes. 

Otra de las características de la Maine de King son los lagos, de verano poblados de sangüijuelas o helados hasta que se rompe una placa debajo de un pobre niño. De ésos hay miles en Maine. No hay población que no enrosque algún tipo de pantano, estanque o simple laguna. En la mayoría, hay hasta pequeñas orillas.




Es el único respiro que subyace en una economía de subsistencia. Decía que el litoral vive (y vive muy bien) del turismo. Los que no lo hacen tienen la pesca, en particular, la de la langosta, una especie que es el último ejemplo de lo que ocurre cuando hay que contentar al visitante. Hasta no hace muchas décadas, los de Maine utilizaban la langosta para alimentar a sus animales de granja o a los presos de las cárceles. 

Ahora, no sé si ha cambiado mucho la visión autóctona. Los de aquí dividen al ser humano en tres categorías: los nativos, los visitantes y los malditos turistas. 

Históricamente, Maine es un Estado que vota demócrata por un margen muy estrecho sobre los republicanos. Sólo otorga cuatro asientos, pero casi siempre apoya a los Obama, Clinton y compañía para la Casa Blanca. Quizá es el efecto de la costa (hay más densidad de población en el litoral), y de tanto artista que emigró aquí a pintar o inspirarse. Porque luego, como ocurre con la campaña contra el control de las armas, el gobernador es republicano y no se contenta con criticar el referéndum sino que dice que es inconstitucional.

Dos caras. 




Perspectiva (sí, soy un pesado).


PD: Como pequeño experimento a las posibilidades de un día de niebla y un día despejado, dio la casualidad que fotografié el mismo puente (el Hancock, que está junto al pueblo donde me hospedo, y que por apariencia es un hermanito pequeño del nuevo puente de Cádiz) en dos momentos diferentes. Uno, supongo que serviría de portada para un libro de King; el otro, para un folleto turístico.

Yo sé cuál me gusta más.





PD2 (escrita como una hora después de todo lo anterior, después de irme a dar un paseo en el atardecer lluvioso de Maine -para qué va a haber sol más de 24 horas seguidas- y casi no volver): Señoras y señores, la NSA (los espías de aquí) me leen y han dado el chivatazo a sus amigos de la Asociación Nacional del Rifle (bueno, esto es una exageración, pero lean y luego juzguen). Resulta que me voy a pasear, como he dicho, y llueve, y ya vengo de vuelta por un paseo que hay en el pueblo justo a la vera del río. Durante la mayor parte del recorrido hay amplitud (parques, praditos, incluso aparcamientos), pero en algunas partes el camino se estrecha y queda apenas un metro entre una pared y las rocas desperdigadas que sin barandilla ni nada dan directas al río. En éstas que llego a uno de esos recodos sin escapatoria, y veo, a través de unas vallas blancas de madera, que viene una chica en ropa de deporte (va de rosa fucsia y amarillo la muy hortera). Al perro no lo veo hasta que lo tengo ladrando y babeando a medio metro de mi brazo, dando botes y amagando el salto definitivo, cortándome el paso tanto por delante como por donde yo venía, dejándome sólo el río para huir. Es un rottweiller negro (no sé ni me importa si los hay de otro color). Doy un paso atrás, pero atrás sólo hay rocas, con lo que sólo me queda el factor suerte de que el chucho sólo estuviera asustando. Que supongo que sería eso o que la dueña llegó a tiempo (aunque no creo que la tipa pudiera haberlo sujetado realmente). Dice un par de sorrys que me suenan más a qué hago yo paseando solo sin cuerda por ahí en lugar de su perro (tampoco sé ni me importa si son de ésos que se consideran peligrosos; feo era de cojones) y se marcha... Yo me he quedado mudo (y blanco, supongo) y miro a las rocas. Entonces veo que están muy mojadas (está lloviendo desde hace dos horas) y pienso que más suerte he tenido aún en no resbalar que en otra cosa. 

Así que cuidadito con lo que decís del derecho constitucional a tener una puta escopeta.

Ah, no tengo nada contra los perros. 

Contra la gente que combina el fucsia y el amarillo, sí.

   

viernes, 9 de septiembre de 2016

Día 6: Una puta mierda (perspectiva)



Habían pasado las pocas horas que van de la mañana, cuando había terminado su última obra y la euforia le emborrachaba, a la tarde, en la antesala de la cena, momento en que la colgó en el salón y, después de un largo silencio, le musitó a su mujer: "Es una puta mierda".

Era 'Christine's World', el cuadro más emblemático de Andrew Wyeth y uno de los estandartes, si la proliferación de imanes y toda índole de souvenirs es un termómetro para estas cosas, del MoMa de Nueva York (asimismo, y desde mi ignorancia general en el mundo del arte, uno de mis autores predilectos, hasta el punto de que este cuadro en concreto podría ser mi pintura preferida).




La imprecación de Wyeth a su mujer la he exagerado (como buen gaditano). O la he dramatizado, porque la guía del museo (una profesora retirada a la que no hubiera querido tener en clase) dice que Wyeth masculló "It's a flat tire" (una rueda pinchada). Sinceramente, uno se imagina a un artista soltando una expresión más dura cuando la frustración le vence. 

Sea como sea, la inseguridad de Wyeth, ya bastante conocido en aquel final de verano de 1948, venía dada por el silencio de Cristina, la modelo del cuadro. Habitante de la casa que aparece al fondo de la pintura, la había conocido a ella y a su familia el mismo día en que vio por vez primera a la que sería su mujer, Betsy. Corría el año 1939 y Betsy le sirvió de guía improvisada por las granjas de Cushing, Maine. Cuando llegaron a la casa de los Olson, Wyeth lo vio claro: era el sitio ideal para pintar. Tanto por el paisaje como por sus residentes.  

Lo fue durante 30 años. Y que fue más que un lugar de trabajo lo demuestra que, a unos escasos 100 metros de la casa, en un pequeño cementerio de no más de 20 tumbas, está enterrado el mismo Wyeth:



Prácticamente, si se rota desde donde se toma la foto del cementerio y se apunta a la casa, se obtiene una foto así:




Como veis, Wyeth quitó los árboles de la composición para darle mayor desolación.  

Porque el mundo de Cristina era un mundo quebradizo, árido, difícil. Padecía una enfermedad degenerativa muy rara que le hizo cojear desde la pubertad y que le fue agarrotando las manos hasta convertirla en garras. Con el paso de los años, la condenó a la silla de ruedas. 

Sin embargo, Cristina era mucho más que una mujer débil. Durante los 30 años que Wyeth vino a pintar a la casa de los Olson (residía en otra cercana, pero aquí es donde trabajaba), Cristina le daba conversación mientras pintaba. 

Hasta ese día de 1948 que terminó su obra más reconocible. Cristina miró el cuadro y se calló. Enmudeció durante horas y de ese silencio brotó la rabia del artista. A la cena, cuando Wyteh le preguntó directamente, ella dijo que no podía expresar mejor su mundo. Que no tenía nada más que decir.

Nada menos.




Y esta es la historia de la puta mierda. O de cómo la perspectiva siempre lo es todo y una obra maestra pasa a ser basura en unas horas y viceversa.  

Por ejemplo: decía ayer que la niebla otorga una pátina misteriosa a las imágenes. No obstante, con el cielo azul de hoy no puedo sino preguntarme cómo hubiera lucido Acadia con un día así (de pronto, Maine se ha ido a los 40 grados y se ha quedado tan pancho).  

Para empezar, la mañana se ha abierto paulatinamente en mi primera parada del día, en Rockland, cuyo faro domina el centro de la Bahía y se puede acceder tras caminar dos kilómetros por un sendero de roca de dos metros de ancho.





Ah, el faro de cerca:



Y el azul. Para cuando volví a tierra firme ya el día se abría:




Se abría también en aspectos más intelectuales, dado que en el museo de Rockland (donde atesoran una treintena de obras -en su mayoría- menores de Wyeth), me encontré con una sorpresa y una confirmación muy deseada. Son, por este orden, 'Her room' (que retrata una mañana en la que hubo un eclipse de sol parcial en Maine) y 'Turkey Pond' (también ambientada en Maine, muy similar en su composición a Cristina pero tan distinta al mismo tiempo: aquí hay fuerza -la de un amigo pescador del artista- donde en el otro hay desolación):





Ni que decir tiene que no es lo mismo una fotito aquí que verlo en persona. 

De nuevo, la perspectiva. 

Como la perspectiva que inocula el azul silueteando otro faro famoso de Maine, el de Portland (aunque esté en Cape Elizabeth), el principal puerto de todo el Estado. 






Azul o blanco. Es lo que hay.

Da igual, porque la campana del faro sonaba también hoy en pleno día despejado. Los faros, esos gigantes pétreos que nos advierten sobre los peligros de la tierra, ésa que nos empeñamos en pisar, ya sea arrastrándonos como Cristina, pisando fuerte como el amigo pescador de Wyeth o, como el mismo Wyteh, descansando bajo la yerba amarillenta que tanto pintó.  

Cuando hay perspectiva no hay callejones sin salida para ninguna historia.