miércoles, 7 de septiembre de 2016

Día 4: Dormir con las botas puestas




Amanece en Provincetown, cuando ya el sol brilla por todo el Atlántico.

Pero vayamos por partes: 



1) A las seis menos cinco de la mañana quedan ocho minutos para la salida oficial del sol este 7 de septiembre. Las nubes han remoloneado por la noche y oprimen la mañana en la última playa de Cape Cod, aquí donde los peregrinos pisaron tierra prometida. Un rompeolas de roca separa mar abierto de marismas. Sobre los bloques, una gaviota y yo. 



2) A las seis en punto, la noche aprieta antes de marcharse; las gaviotas, tan de alaridos desesperados de natural, graznan como brujas en la hoguera. También lo hace la que está a mi lado, que no se inmuta ante mi presencia a dos metros.

3) A las seis y dos minutos, sobre el chapaleo de las olas calmas contra las rocas, en medio de la nada, reina la sensación de habitación cerrada, de noche testaruda, de naturaleza obcecada, de peligro latente. De miedo irracional.



4) A las seis y tres minutos, los elementos se rinden. El sol le ha dado al interruptor de la vida. Desde Oriente, vuelve la luz. Las gaviotas echan a volar.



Incluso las nubes se diluyen y, unos diez minutos después, desde una posición más entrada en el pueblo, ya se puede tomar la imagen de apertura de este post. 

Mejor tomárselo con sol, porque luego uno se mete un atracón de ocho horas de coche (en realidad, hay seis y poco desde Provincetown a Bucksport, donde dormiré estas cinco noches restantes y me iré moviendo por todo Maine, pero atravesar Boston fue atravesar dos horas de regalo en atascos) y Maine te recibe así:



Normal: esta es la tierra de Stephen King (todo aquel que me podía decir algo de Maine me decía esto primero) y tiene que dar miedo por decreto adentrarse en sus bosques, sus mil lagos, su gente de carácter arrinconado y extremo, huraña a primera vista, sus verdes y sus marrones en otoño, sus langostas y sus cien faros.

Sus fantasmas. 

No me duele reconocerlo, por mucho que me lleve todo el día hablando de Faulkner y de Foster Wallace. Me gusta Stephen King. Mucho (y no sólo me parece siete veces infinitos mejor escritor que cualquier superventas de moda ahora) Es más: fue Stephen King quien me inoculó definitivamente el amor por la lectura que habían prologado los cómics. En esa edad terrible (como muy bien sabe el rey del terror haciendo protagonistas a tanto crío) que conforma el tramo de los diez a los trece años, uno descubre la cruda realidad, toda la mierda que la vida nos va a echar encima tarde o temprano. Quizá no lo aprendamos en ese momento, seguramente tardaremos muchos años más en asumirlo y, con suerte, apañarnos para pelear, pero hay una sensación ominosa que se nos clava en el ama. 

Y hay que buscar escapatorias. A mí me vino a rescatar primero La Patrulla X y luego Stephen King. En mi casa nunca hubo demasiados libros de cultura general y no tuve la suerte de conocer a Stevenson o Twain a los doce años; en todo caso, algo de Dumas, Salgari y Sherlock. Estaba condenado a King, toda vez que la única lectora real de mi larga familia de seis hermanos era mi hermana mayor (gracias infinita, Lola), asidua a las novelas de terror y románticas (nunca han dejado de estar de moda).

Por eliminación, tuvo que ser Stpehen King. Empezando con el de las novelas con protagonista preadolescente. Véase El Talismán (ésta con Peter Straub), El misterio de Salem's Lot, Los ojos del dragón, Apocalipsis (o La danza de la muerte, primero y la versión extendida después), El cuerpo o It... Así, hasta leer todo lo que tuviera publicado en español para cuando yo tenía unos 15 años.

Si los mutantes me salvaron, la Maine de King me regaló el perfecto mundo imaginario al que escaparme.

Por lo tanto, debía obligada visita al 47 de West Broadway de Bangor, vivienda más habitual de King:




Cuentan que suele pasar la mayor parte de su tiempo en esta casa, que se la compró con los millones que ya ganó desde su primera novela publicada, Carrie. Hoy, la cancela de vehículos estaba abierta y había un Mercedes coupé (por ende, queda eliminada la opción de que sea alguien del servicio) aparcado de través en un lateral (confirmado: no era el servicio).

No vi a nadie. De hecho, ni dentro ni fuera. En el barrio residencial donde está la vivienda, no pasaba ni el aire.

Mucho menos vampiros, con la solana que hacía. 

Por lo que he tenido que hacerme la foto yo mismo. 

Y luego pasear hasta donde dicen que podría situarse la alcantarilla donde todos flotan allí abajo y los payasos tienen dientes de tiburón.



Salem's Lot, Derry, Castle Rock, Chester Mill... los pueblos más famosos y comunes en la bibliografía de King son ficticios. Hay algunos, como la propia Bangor, que son el trasunto más aproximado posible que existe de Derry (donde transcurre It, sobre todo); y luego hay novelas (como la misma Salem's Lot) donde aparecen múltiples referencias de pueblos reales que hacen posible una triangulación geofráfica donde debería ubicarse la ciudad. Luego, en la vida real, no está. Entre Cumberland, Falmouth y Portland (todas reales) deberían quedar las casas fantasmas de Salem's Lot.

Lo que hay es una autopista parecida a ésta (no ésta, para ser sincero).


Sin embargo, en la propia Bangor hay suficiente para sentirse como en el interior de una novela de King.




Hay casas de madera en amplias avenidas en cuestas, iglesias protestantes, autobuses escolares ocupados por un par de críos y ¿os acordáis de esa sensación de miedo irracional que se sufre en el momento antes de amanecer?

Pues en Bangor, ciudad fea e insulsa donde las haya, se desparrama por las calles. En su gente también: en la principal librería del pueblo, la vendedora es una sesentona (muy) pasada de peso, que respira como un trailer derrapando, el pelo blancuzco de tinte amarillo sucio, la dentadura tan enmohecida que los dientes frontales conforman un solo muro sin intersticios.

Se hace la simpática. 

Sólo se lo hace. 

O será que para mí Maine esconderá siempre sombras tras las últimas luces de verano, monstruos tras cada rincón. 

Mi caja de pandora de los trece años. Allá donde aprendí que siempre es recomendable dormir con las botas puestas.

Anochece en Bucksport, en el corazón de Maine. 




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