domingo, 20 de septiembre de 2020

La asimetría de (todos) los poetas muertos


(Nota previa: esta crónica ha sido posible gracias a un viaje de trabajo organizado por la OMT a Tiflis, capital de Georgia, desde el 14 al 18 de septiembre para asistir al 112 Consejo Ejecutivo como periodista. De ahí algunas situaciones difícilmente imaginables en un viaje privado).


El poeta Paolo Iashvili se pegó un tiro, pero hacía meses que la traición le había reventado la cabeza. Abajo, en el bonito jardín comunal, el Sindicato de Escritores de Georgia hablaría de la lucha de clases porque corría el verano de 1937 y el compatriota Joseph Stalin ordenaba desde su poltrona en Moscú su particular Purga por las repúblicas periféricas y solo se podía discutir (o elogiar, mejor dicho) la batalla dialéctica contra el capitalismo incipiente que andaba engordando el continente directo a la Segunda Guerra Mundial. Escucharon la detonación y siguieron a lo suyo, que los disparos eran moneda común

-¿Otro lingotazo de chacha, camarada? 

-Vamos a ello, camarada.



De aquellas persecuciones stalinistas, y en apenas dos años, morirían entre 200 y 300 escritores solo en Georgia y entre 700.000 y 1,2 millones de personas en toda la Unión Soviética. 

Sinceramente, lo más terrorífico de una estimación de víctimas es que se abra a horquillas tan enormes. 

Tanto muerto sin contar, tanta tragedia olvidada.

A Paolo, que dicen en su país que hubiera sido uno de los mejores poetas del siglo XX de seguir vivo (o de escribir libremente), simbolista tardío de cuando ya ni los franceses eran simbolistas, delator de tantos compañeros de letras, le organizaron un funeral al que acudió un solo amigo que luego pasaría a ser uno de esos muertos enterrados por la propaganda. Ahora, que hace casi 30 años que Georgia logró desvincularse del dominio ruso (fuera imperial o comunista), la directora de la Casa de los Escritores de Tiflis (convertido en un museo, restaurante de lujo y, en su planta superior, hotel boutique) lo pone de gran ejemplo de sacrificio y de orgullo nacional. 


Ahora, en Georgia se pueden mascullar maldiciones contra los rusos mientras se busca la sombra de alguna estatua de formas geométricas y brutalistas. Hay estaturas de Stalin también. Y souvenirs de un tipo del que los oriundos lamentan que cayera en esa vieja manía tan vieja de ser más intransigente con los tuyos. Pocos lugares de la vieja URSS lo pasó tan mal como Georgia. Y en la vieja URSS se pasó bastante penuria. 


No muy alto ni demasiado claro, pero sí evidente para quien desee escuchar entre líneas resuena la queja. Las heridas supuran desde hace siglos, pero a día de hoy la presión rusa se nota al otro lado del Caúcaso, que hace de frontera natural entre ambas repúblicas. Chechenia, Osetia del Sur, Abjasia... la lista de territorios colindantes por los que se han pegado tiros georgianos y rusos desde hace décadas jalona toda la geografía al norte. La última, Abjasia, es para Tiflis oficialmente georgiana pero cualquier nativo sabe que si entra en ella con un pasaporte propio seguro que ya no sale vivo.

Es la maldición de Georgia. También su orgullo: la asimetría entre lo que es y lo que parece, entre donde está y lo que sueña por ser. Desde hace años, la Unión Europea la tiene en lugar preferente en sus acuerdos, el Banco Mundial la destaca en sus informes de progresos económicos, Estados Unidos paga programas millonarios para revitalizar viejos monasterios en las recónditas montañas... Como ha ocurrido desde hace milenios, a Georgia se le quiere porque divide Europa y Asia en el extremo más oriental de la primera u occidental de la segunda, en una confluencia clave de la Ruta de la Seda, ese protoejemplo de globalización. Por ella se han peleado griegos, persas, mongoles, otomanos... y rusos. 

Panorámica de Mtsjeta, antigua capital y Patrimonio de la Unesco

De toda esta presión ha quedado un alfabeto propio, una ristra de reyes menores exiliados o aniquilados por los invasores y una fe religiosa ortodoxa aunque con sus propios mitos: dicen albergar en Mtsjeta, capital del Reino por el siglo III, la túnica de Jesucristo. Por todo su paisaje se alzan precarias (y casi abandonadas hasta que llegue el dólar americano a restaurarlas) iglesias y fortalezas con un milenio de antigüedad. 



Ah, claro: Georgia dice ser la cuna del vino. Lo dice y lo prueba, según un estudio de la Universidad de Pensilvania que estimó en 8.000 años la antigüedad de una cepa encontrada en su tierra. No hay otro país que haya probado una uva tan antigua ni que presente tantas variedades autóctonas: más de 500. Con ese potencial agrícola, el vino es su principal exportación, si bien habría que aclarar que su sabor es peculiar debido a su forma de fermentarlo: en tinajas de cerámica bajo tierra en vez de barricas de madera y sin prensar el producto. El resultado más peculiar es el que ellos llaman vino ámbar (naranja es una palabra muy común), un híbrido entre el blanco universal y el andaluz amontillado o de Jerez (que no se me enfaden los vecinos). 




Una vez más, sale a la palestra la asimetría. En Tiflis se conjugan construcciones medievales con calles repletas de terrazas que parecen sacadas de Holanda; hay puentes modernos junto a baños públicos con azufre de la Edad Media. Los edificios públicos e históricos suelen jugar con líneas quebradas y laterales descuadrados desde hace siglos. Si la pared norte tiene tres ventanas, la este tiene dos y la oeste cuatro. ¿Por qué? Por qué no, contestan. 



Hay perros. Muchos perros. Sueltos. Abandonados. Sobre los escaparates de las tiendas de Amancio o en un puente en la parte antigua de Tiflis. En lo alto del monasterio del siglo XIII o en mitad del Cáucaso bajo. No ladran ni molestan. Acaso acompañan un rato cuando se huelen que pueden sacar algún bocado. Tienen la mirada triste y el paso cansino. No parecen malnutridos y la mayoría llevan clavados en una oreja una placa. Duermen a la sombra porque aún hace calor en Tiflis. Lo que no hay es mierda en las aceras como cabría pensarse con tanto animal suelto. Tampoco suelen ser pequeños. 

Teoría y práctica de la Ley del más fuerte. 


Gio Togonodze produce en la región del interior (cerca de Iberia, de la que no dicen que les emparente con nosotros, sino apelan a la raíz barbárica si acaso) alrededor de 10.000 botellas al año que vende a Estados Unidos o el Reino Unido. Son los mejores vinos del viaje (y nos habrán servido decenas y decenas). Cada vez que sirve una copa (y servirá unas quince en toda la noche) pronuncia un pequeño discurso. Por los invitados, por las mujeres, por la amistad, por el futuro, por más vino. Por el hogar. No está acostumbrado a los turistas, pese a que habla alemán y ruso. Vino del oeste, una región que la mitología griega situaba como el final del viaje de Jason y sus argonautas, el lugar donde debían ganar el imposible Vellocinio de Oro. Curiosamente, a los georgianos esa historia no les importa demasiado. Es una leyenda, un mito. 

Ellos, que han luchado por hacerse su propia historia contra mil imperios, no están para cuentos. 


  


sábado, 14 de septiembre de 2019

Resumen de comilonas en cuatro zonas



Nota previa: seré muy breve antes de ir a las comidas.

Llegamos al final. Escribo ya desde Springfield, capital del Estado de Illinois y una ciudad totalmente volcada con su vecino (que no natural) más ilustre, Abraham Lincoln (que no los Simpsons). Aquí vivió la mayor parte de su carrera profesional antes de la presidencia, aquí compró su única casa y aquí está enterrado junto a su mujer y varios de sus hijos en un monumento tan alto como un edificio de cuatro plantas (no es exageración, son metros). 




Creo (y aquí quizá sí exagere un pelín) que si juntamos todas las estatuas, imágenes, fotos, nombres de calles o de locales y menciones en general a Lincoln que hay en esta ciudad de algo más de 100.000 habitantes hay más que billetes de cinco dólares (que son los van con la cara de Lincoln) existen en todo Estados Unidos. 

Al grano. A solo tres horas de coche de Chicago, de donde despegaré ya mañana, quedan atrás algo más de 4.000 millas (unos 6.500 kilómetros) en diez días de ruta, muchas sorpresas agradables, poco malo que contar (y se me olvidará el lunes) y un par de amaneceres para enmarcar. Aunque también, en resumen, ha sido menos intensa que otras (sobre todo, que la de 2018). 

Como siempre, estas rutas no me defraudan. Muchas gracias por estar ahí y perdón por el exceso de fotos con el sol detrás... pero es que siempre llego a los sitios interesantes a primeras o últimas horas del día. 

Juro que la foto siguiente ha sido casual. Estaba haciéndome hace un rato el selfie delante del garito mítico de la Ruta 66 y luego he pensado que con ese 'food' detrás (aunque sea al estilo 'redrum' en el Resplandor, que hay que leerlo al revés) era la imagen perfecta para despedirse. 




Chicago

Fue quizá una pequeña decepción en cuanto a la proporción entre las expectativas y la realidad de las comidas que tomé. Eso sí, el ambiente de los locales mereció la visita por sí sola. 




Situado bajo la calle, en un túnel que atraviesa la avenida dorada de los comercios de Chicago, el Billy Goat es uno de los bares más famosos no solo de la ciudad sino de América. Empezando por sus propios vecinos, ha sido durante décadas la parada tras el cierre de los periodistas del Tribune, situado justo encima. 

Lo que habrán oído sus paredes que jamás pudo ser publicado.




Además, su nombre (y la cabra de la foto de arriba) hace referencia a la cabra de Billy, la culpable de que los Cubs, uno de los dos equipos locales de béisbol, incurriera en una maldición centenaria que le tuvo sin ganar nada pese a encontrarse a punto en numerosas ocasiones. La lista de desgracias es muy larga y los Cubs rompieron 108 años de mala suerte en 2016 cuando ganaron la MLB. 

Siete años por un espejo, 108 por no permitir entrar una cabra al estadio (que fue lo que desencadenó la furia caprina desde el más allá).




Ah, la comida. Esta vez la foto hace justicia a lo normalita que fue la hamburguesa. La carne, muy buena; como siempre lo es aquí. Aunque al Billy Goat a lo que se va de veras es a beber y a tragarse noticias que te ha echado para atrás el jefe. 

A la mañana siguiente en Chicago (la primera del viaje) volví al Wildberry Pancakes (estuve en 2018) para desayunar y cometí la estupidez de no abotonarme la especialidad de la casa como el año pasado. Sí, ponen tortitas junto al plato principal, pero no es lo mismo. La tortilla de queso y jamón... es una tortilla de queso y jamón. Como las que me hacía de cena mi hermana cuando yo tenía ocho años (y ella once). 



De allí (horas después, se entiende... de hecho, ese miércoles en Chicago anduve nueve horas según la aplicación del móvil), recalé donde dicen que ponen las mejores costillas de Chicago y del Medio Oeste. Lo primero, no lo sé, aunque si es así no querría probar las peores. Lo segundo es mentira. Recordad la barbacoa de Kansas City.  

El garito, el Twin Anchors, está en la zona llamada Old Town y reconozco que ver un partido de los Cubs aquí puede tener su gracia por el ambiente de barrio, la camarera sesentona y escuchimizada con una camiseta XL de los Cubs... Variada oferta de cerveza. La comida, buena, pero sin exagerar. Las costillas se desprendían del hueso y el sabor era destacable. Diría que lo mejor del plato fueron las espinacas a la crema de pimienta (también pedí unas alitas pasables).

Lo malo de la perspectiva es que pone a cada cual en su sitio y, al lado de la ternera suprema de Kansas City, ya no habrá nunca otra cosa que se le acerque.





La ronda de decepciones culinarias por Chicago concluyó donde arranca la Ruta 66, en el Lou Mitchell. Su especialidad son los huevos, así que los pedí revueltos con esa ingente cantidad de cosas que le ponen a los desayunos. Estaba muy bien, de acuerdo... y aquí viene el 'pero': en muchos diner de pueblos perdidos los he probado mejores (véase el de un par de párrafos más abajo, por ejemplo).  



Las grandes llanuras

También he comido pescado. Poco y frito, no nos hagamos los saludables ahora. En Hannibal las opciones culinarias no eran para lanzar indios al espacio (¿han fracasado, los pobres, ¿no?). Me metí en un pub y no sé si por el espíritu británico, el cocinero que andaba cubriendo la barra porque la camarera se había ido al baño me recomendó un catfish muy bueno. 

¿Frito? Pregunté. 

Me puso cara rara y asumí que sí. 

¿En bocadillo? Insistí.

Se fue para dentro a ponerme el pescado frito en pan de hamburguesa. Pasé del pan por cabezonería más que otra cosa (y porque sobraba, la verdad).

Ya de la cerveza aguada con sabor a mango no hablo. 

Me niego, como el cocinero. 




La redención gastronómica del hogar de Twain vino en el Becky Thatcher's, donde su desayuno es el claro ejemplo de un buen desayuno americano en cada uno de sus elementos. La salchicha, que es esa cosa redonda que parece (y sabe) a mini hamburguesa de cerdo, es la mejor que he tomado aunque tenga un aspecto enfermizo en la foto.




La siguiente parada del día fue el paraíso. 




Ya babeé en esta entrada sobre la costilla de ternera suprema. Pero permitidme poner una foto de cómo se quedaba el hueso al tocar suavemente con el tenedor la carne. Sin resistencia, como untar mantequilla derretida en una mañana que vuelves de juerga y desayunas antes de irte a la cama en un bar de carretera.




Ya no comí más ese día por incapacidad física y mental. 

A la mañana siguiente quería ver amanecer desde el centro de los USA y allí no hay ningún servicio (no hay nada salvo belleza, como ya conté). Así que en la gasolinera donde paré a las cuatro y media de la mañana me compré un café gigante y dos donuts recién hechos (el que emulaba a una tarta de zanahoria una pequeña joya calórica) y me senté en el merendero (porque 'desayundero' no existe) a ver cómo el sol escalaba remolón. 




Con el sol en el retrovisor, tomé la carretera hacia el oeste, hacia Colorado. Allí dormiría en Burlington, donde hay un local, el Dish Room, con solo tres años a sus espaldas, y, como me dijo el amable recepcionista del motel, "un sitio demasiado grande para un pueblo tan pequeño". 

Él se refería al tamaño, cuando le preguntaba por si habría problemas de mesa al ser sábado por la noche. Yo lo extiendo a lo demás. Burlington, en efecto, es un polvoriento villorrio a pie de interestatal con poco que ver o hacer y, aun así, en el Dish Room se empeñan en darle otro toque a la comida. Te ponen la hamburguesa y el filetón si los quieres. Yo, como andaban de tercer aniversario, me pedí el menú degustación que ofrecían (por 33 dólares). Y no me arrepentí:





El primer plato era una especie de chile, con cerdo de calidad aunque mezclado con pico de gallo y queso de cabra. Más parecido a lo que le ponen encima a los nachos por lo general. El pan de la derecha, masa dura como de pizza. 

El segundo era costilla de ternera (ellos decían que de waygu) con mole, para enrollar en tortillas, con arroz violeta que no sabía a nada. La ternera era espectacular, si bien no entiendo que la estropeen con el mole. Hubiera preferido un corte más al uso. Las intenciones excelentes con un resultado normalillo. 

Todo lo contrario que el postre. De nuevo, reminiscencias mexicanas, con un molde de gofre en forma de taco con nata, mango y fresas naturales y, de sorpresa, una crema de chocolate en el interior que catapultaba el resultado. 

Un hallazgo por lo inesperado y lo ofrecido. Un local con tan buenas intenciones que se le perdonan las pretensiones. 

Por lo tanto, ya se sabe lo que viene ahora según la ley del péndulo. Algo malo donde me esperaba algo bueno. 

Decían todas las recomendaciones en internet que el Garret Wrangler era el mejor dinner de Ponca City. Aceptemos que Ponca City no es París en cuanto a oferta de restaurantes se refiere, pero miren los platos (por desgracia, tuve que desayunar en el mismo sitio porque era lo único abierto y que no fuera una cadena tipo Wendy):





Este post no se merece perder el tiempo con su descripción.
Memphis y Nueva Orleans

Traspasado el Mississippi, tocaba de nuevo un momento costilla. De cerdo, como manda en Memphis. Fue en el Central BBQ, también a la cabeza de todas las listas y... so riesgo de ser pesado, es que ya ninguna expectativa me iba a saciar si hablamos de costillas. 


Tuve suerte con el timing: justo entró a los 30 segundos de llegar yo un grupo de 40 turistas (aquí son muy lentos porque tienes que pedir en la barra, como en las ferias y verbenas) y, claro, te quedas media hora eligiendo en la caja.




Más carne que se deshilacha sin dejar rastro en el hueso y con la peculiaridad en este garito de que no solo la asan a la barbacoa, sino que la dejan macerar un tiempo, con lo que permanece un sabor a horno muy reconocible (y excelente). 

Aun así, de lo mejor de Memphis fue la cerveza IPA de Ghost River, que tomé en el local del mítico BB King en Beale Street.

Ha sido el viaje de las IPA, por otra parte. Allá donde iba, requería la cerveza local que tuvieran de esta variedad. 




De Memphis, y de mi cumpleaños de 31 horas, me despedí a la mañana siguiente en el Arcade Café, allá donde iba a terminar sus largas noches Elvis y, a la sazón, el diner más antiguo de la ciudad. 

Buenas french toast, cuya elaboración varía según el local (ya no solo el Estado). Hay quien así llama a pan de molde tostado, otros lo mojan en leche, otros los fríen... en este caso, se parecía al pan frito que hacía mi madre. Así que punto más que extra de nostalgia para el Arcade. 






Siguiendo el curso del Mississippi, Interestatal 55 hacia el sur, llego a Nueva Orleans y al que sin duda sigue siendo el mejor bocadillo de mi vida. Se llama Muffaletta y su versión del Cochon Butcher un clásico en mis post veraniegos. 

No digo más porque no hay palabras que le hagan justicia. 



Desde ahí... mi peregrinaje de Nueva Orleans...


La versión tostada de la cerveza 'local' más popular, la Abita, en el Chart Room.

Un Aviation en el Tonique (siempre tomo un Aviation aquí).

Un Sazerac, un cóctel oriundo de Nueva Orleans, que nunca había pedido (su base es el whisky).

Una pinta de una IPA local que no entendí el nombre. En el R Bar, el garito cuya fachada sirve de escenario para el bar del protagonista de NCIS New Orleans (el interior del de la serie es decorado).

La versión más común de la Abita, la amber, en otro de mis fijos, el Spotted Cat.

La versión IPA de la Abita, en el Buffa.

Y había que metabolizar tanto alcohol con grasa. La cheesebacon del Clover Grill, un antro que abre 24 horas muy convenientemente en la parte civilizada de Bourbon Street.


Tras todo eso, aún quedaba un último homenaje. Volvía a alojarme en el Hotel Pelham, que es más bien barato, céntrico, le tengo cariño porque dormí en 2014 y 2015 allí y, como descubrí en la primera mañana que pasé en Nueva Orleans, uno de los locales del Ruby Slipper está en su mismo bajo. Teniendo como tiene de los mejores desayunos de la ciudad, había que ir. 

Fui y pedí lo que aquella primera mañana de julio de 2014, las tostadas francesas (en este caso, se parecen más a las torrijas) con plátano y beicon. 




Como todo en Nueva Orleans, sin objeciones que valga.

El Sur

Última zona geográfica de la ruta. Aunque suene raro viniendo desde Nueva Orleans (la ciudad importante más al sur excepto Miami), remontamos el Mississippi hacia el norte y nos adentramos en el sur profundo. 



Dos noches en Oxford permiten variar. Para la primera velada, un gastropub para jovenzuelos y comida americana desenfadada, el Bouré (en la misma plaza principal del pueblo). De entrante, unos tomates verdes fritos (que nunca había probado aquí). Eran verdes (o sea: no eran rojos sin madurar, que es la trampa común) y el rebozado era bueno y crujiente. 




De segundo, una versión sureña del clásico de Filadelfia, el Philly Steak Sandwich. La distinción, en una ternera de calidad y en un queso fundido suizo a juego. Todo, en un pan al estilo poboy de Luisiana (que era su única aportación al estándar de Filadelfia). 




A la mañana siguiente, desayuno tardío (lo excelente se hace esperar) en la Mom's House of Pancakes de Clarksdale. Todo muy básico, todo superior (lo simple es lo más complicado). Las patatas de acompañamiento, insuperables. El local, lo que se espera en la tercera localidad más pobre del Estado y la primera ciudad mundial en genio musical por metro cuadrado. 


La expresión en inglés 'joint' se puede traducir como garito en español, pero se inventó para sitios como este que, además, es sala de fiestas y bar para ver los deportes en su local anexo. La Mom sí que sabe. 

Pasamos de un plumazo del desayuno proletario a la cena del adinerado. 




Es el Ravine, se encuentra en una colina a cinco kilómetros del centro de Oxford, tiene un par de cabañas por si quieres dormir también y es uno de esos sitios que, de estar en el French Quarter de Nueva Orleans o en la Old Town de Chicago te cobraría 200 dólares por cena. 




A mí me costó 60. 

Me supo a los de 200. 

Empecé con su minihamburguesa, que parece modesta a la vista de foto pero la carne era sublime (con un toque de queso de cabra y pepinillo). Por solo tres dólares, no es que se tirase a la piscina de cobrarte ocho por estar donde está. 




Después vino la ensalada de brotes tiernos recolectados en el huerto de al lado y salpicados de nueces pecanas recolectadas de los árboles de al lado y recolectado todo en un plato de una cerámica que no sé si se horneó aquí cerca. Para ser brotes con nueces (y costar seis euros... por lo que veis, no se suben a la parra por ser quienes son), me parece más que digno.




Y la estrella de la carta, el pato braseado con verduras y pudin de arroz de pecana. Al punto, sabroso, crujiente la grasa exterior... Perfecto en todos sus complicados detalles. Sin alardes en lo que para mí es un plus. No hace falta con esa materia prima. Solo no joderlo. 




Aunque mi estrella de la velada fue esta tarta de queso. Por fin una tarta de queso sin frambuesas ni chocolate. Solo un poco de naranja a un lado, por si uno quiere mojar (si bien al escuchar la palabra 'orange' fue cuando me decidí por ella). Un postre salado, porque la tarta estaba salada gracias al queso. Es habitual que la tarta de queso tenga un toque salado en la galleta de fondo. Aquí era por el queso. Como tiene que ser. 




Por lo tanto, Oxford se ha portado en sus menús (el único inconveniente del Ravine fue que la cerveza no la ponían muy fría... no entiendo ese toque británico, por mucho que estemos en Oxford, ya que en el Oxford de Mississippi rozamos los 50 grados de sensación térmica a las tres de la tarde). 

Como despedida, desayuno del viernes en el Big Bad Breakfast, donde me lancé a por el pollo frito sobre un gofre. 




En teoría, debía llevar miel, pero se olvidaron o pusieron muy poca. Sea como sea, un pollo frito y un gofre son más secos que yo cuando me pongo seco, por lo que opté por tirar del sirope de arce que tenía a mano. 

De pronto, la cosa se multiplicó por mil. 

No le dije nada al cocinero. Esta receta me la guardo. 

No muy lejos de Oxford, en la Tupelo que vio a Elvis nacer, seguí con el periplo (en principio, iba a dormir en Oxford tres días, pero los precios de hotel del viernes eran astronómicos, por eso de que jugaba el equipo local en casa el sábado). Me fui al Blue Canoe, que se autoproclama el primer local de música en directo de la ciudad (iba a quedarme al concierto, pero empezaba a las diez de la noche y yo suelo despertarme a las tres para empezar rutas). 

El lugar merecía el esfuerzo, con todo. La comida ya dicen las guías que es buena, muy buena. 

Sin embargo, yo destaco su parte sorprendente. 

Miren:




Acumula en un solo plato clichés de la comida sureña más básica, como son la cantidad desmesurada sin pretensión de presentaciones, el cerdo asado en tiras, las gachas de base o el pan de maíz. Sumen algo tan inocuo (y raro aquí) como una especie de grelos. Pongan un poco de picante y tienen un plato espectacular que desde ya considero que va a crecer en mi memoria. 

Al final, un postre en una jarra de café:




Lo admito: visto así, parece que Alien, el Octavo Pasajero, ha vomitado desde dentro de la taza. 

Es, en teoría, un pudin de donut. No sé si me ha gustado. Estaba caliente (es decir, recién hecho, como demuestra que tardaron un cuarto de hora en traerlo) y es algo excesivo. Al final no tiene demasiado sabor excepto el del relleno de los donuts una y otra vez. En este caso, la desmesura sureña jugó en contra.




Y hasta aquí hemos llegado. Paro el blog en tierras presidenciales y en otro local emblema de la Ruta 66 en su primer estado, el de Illinois. Si el Lou Mitchell es para desayunar, el Cozy Dog podría servir de segunda parada culinaria para comer (ya que está a tres horas de Chicago, a poco que pares un rato a echar gasolina y a hacer foto, se te viene encima la hora del almuerzo). Su gracia está en que dicen ser los inventores del perrito caliente rebozado. 

A ver: si una salchicha ya es una bomba de colesterol, ¿hay necesidad de embadurnarla de harina de maíz y huevo y freírlo todo?




Esto es América y a este blog venimos a ver (y yo disfrutar) comidas absurdamente sabrosas que jamás recomendará tu médico. 

Nos vemos y salud.