sábado, 7 de septiembre de 2024

¿Es esto América?


"El círculo se cierra", proclama entre orgulloso y nostálgico un sesentón en la cola de acceso al concierto que retoma, tras un parón veraniego, el Festival Outlaw que este año reúne sobre un escenario a dos leyendas de la música americana de casi el último siglo: Willie Nelson y Bob Dylan. Orgulloso porque aquí está, en Somerset, un adormecido pueblo en la orilla oriental del Mississippi, la que baña Wisconsin. No muy lejos (las distancias son tan eufemísticas por aquí) de donde nace el río madre que saja en dos (en tantos aspectos) el país, en la vecina Minnesota, con la Duluth dylaniana a unos 200 kilómetros también río arriba. Nostálgico, porque le comenta a otro sesentón que va con bastón y el pie escayolado que casi no recuerda el concierto de John Mellencamp (el tercer grande de hoy) del que luce camiseta (gira de 2005) de lo borracho que iba; que hoy ni eso, que tendrá que conducir. Orgulloso porque aquí está, en efecto, junto a miles de personas que forman un público que, si hay que ponerse a hacer una media de edad, difícilmente baja de 50 años (y soy generoso, que por debajo de 25 he visto a un par, entre miles y miles de gorras, algún sombrero vaquero, mucha bota vaquera, un solo joven de color, ningún asiático y a saber si algún hispano no muy oscura la piel). 

Nostálgicos casi todos, porque, como Nelson (91 años) o Dylan (83) la edad aprieta. El orgullo es llegar hasta aquí sabiendo que el fin se acerca.

Eso será cuando tenga que ser. Que se lo diga a la pareja (en efecto, por encima de 60) que, pocos minutos antes de arrancar el festival, baila en un pasillo junto al control de sonido el 'On the road again'. Y la sonrisa que lucen constata que tanto que siguen. 

Antes de empezar



Al poco, incluso unos minutos antes de hora fijada (las viejas -dicho lo de viejas como adjetivo descriptivo ineludible- glorias tampoco están para terminar esto a medianoche), toma el escenario Southern Avenue, un grupo formado en su mayoría por lo que podrían ser nietos. Blues, pop, gospel, toques sureños por todos los costados (el nombre no engaña) con una solista potente al estilo de las antiguas estrellas de color de... claro está, el sur. Suenan demasiado bien para el caso que le hace la concurrencia de la que se ganan su respeto poco a poco, con cierta displicencia de quien ha visto tanto. Pero se lo ganan. Incluso aplauden algo. 

La energía, que nunca se destruye. 'No te rindas', cantan en su última canción y pretenden (sin mucho éxito, como cada vez que la solista toca palmas para que le sigan) que el público los coree. Que viene John, maja. Ya tendrás tu oportunidad. 

A ser posible sin el sol en la cara. Para cuando arranca, el atardecer se recuesta sobre el Mississippi y sobre la loma donde los que compraron las entradas más baratas asisten al concierto como en un día de playa caletera, de Cádiz Cádiz: sillita plegable (alquilada a la entrada, que de casa no se podía traer) y manta en vez de toalla, que esto es casi Canadá en altitud; luego, al caer la noche, los termómetros se hunden por debajo de los diez grados.

Con la humedad que adereza el Mississippi aquí cerca. 

No manta, aquí faltan fogatas.

De calentar al respetable se encarga John Mellencamp. No es un crío tampoco, con los 72 años que le contemplan. Y es salir en tromba la banda arañando guitarras y machacando la batería y más de media audiencia se levanta brazos en alto. Habrá mucha camiseta de Nelson, algunas de Dylan, pero aquí se baila cuando Mellencamp lo dice. ¿Lo que decíamos de la energía? Como si las 10.000 personas del prado se la hubieran transmitido. Canta todos sus clásicos (digo yo que lo son por las reproducciones de YouTube de las que reconozco) y, hacia el final, antes del bis de regalo, se pone a versionar su propio clásico, 'Pink houses', en la que repite si esto no es América, hablando de gente humilde que lo pasa mal, de los suburbios de color y él añade a mexicanos e hispanos. 



Dos metros a mi espalda, un hombre entre la generación de Nelson y Dylan (digamos que 88 años), mira con cara de circunstancias la olla en ebullición en la que se ha convertido el recinto. Lleva una gorra de Trump y, cuando acaba Mellencamp, aplaude educadamente en pie. 



Lo bueno es bueno y hasta el concierto llegan los vientos electorales. Junto al anciano republicano, y mientras me comía el atasco camino al aparcamiento, un tipo en el arcén sostiene una bandera americana y un cartel que, en la distancia, creía yo que era de la organización señalando el camino. No. O sí, señalaba otro camino, que es el del voto para Kamala Harris. Nadie le pita, nadie le hace un mal gesto. Ni bueno. 

La política baña los jardines y los sembrados por todo Wisconsin (en 2020 ganó Biden, pero en 2016 Trump rompió una racha demócrata que venía desde Reagan, a principios de los ochenta). Cuanto más se va a las ciudades, más azul (aclaremos que el azul es demócrata y el rojo republicano); cuanto más se adentra en la campiña, rojo. 

En una ciudad industrial a a la vera del río en Minnesota creció Dylan. El Premio Nobel de Literatura es como es y no es casualidad que tarde casi tres cuartos de hora en montar su piano tras el huracán Mellencamp. Hay que templar los ánimos en el intermedio. Vaya si lo hace. Cuando lleva dos canciones, medio auditorio aprovecha para irse al baño, rellenar las cervezas y los infames cócteles con fresa o melón, o pillar algo de comer en el centenar de tenderetes que rodean el recinto. 

Al principio, le falla la voz, hasta que logra calentar más adelante. No le resulta sencillo, inaugurando su puesta en escena con una rareza como 'Silvio', una canción de los 80 muy rápida y que exige vocalmente. A continuación, da las buenas noches como canta, rota la voz y entre murmullos desde su piano del que no se levantará. Tras el despliegue blusero, toca frenar y elige 'Shooting star', más reconocible por algún asistente, pero que avisa de que será un concierto calmado y a lo suyo. La banda, como siempre, embellece y eleva lo que masculla el jefe y hay quien baila las baladas amargas de Dylan (iría con unos pocos de esos vodka con sandía encima). Casi nada de clásicos indiscutibles, excepto un par en la recta final (el primero, el mejor momento de la noche y el segundo, para cerrar repertorio): 'A hard rain's a-gonna fall' y 'Ballad of a thin man'.

Con la última, característica por su insistente 'Do you, Mister Jones?', Dylan debe de recordar que está muy cerca de casita y se recrea al estilo vocal de Minnesota pronunciando 'Duya' ostensiblemente.  

Es el momento que casi parece humano. 

Es Dylan. 

Aquí no hemos venido a pasarlo bien, sino una noche con Dylan. Si te gusta, tienes (tengo) mucha suerte. 

Si no, pues aprovecha para comprarte unas alitas de pollo. 

La euforia es cosa de la familia Nelson. Willie supera los noventa años y también le cuesta cantar. Casi recita, como el bisabuelo (o tatarabuelo, no sé) que es, su clásica versión del 'Whiskey river', durante la que tarda dos minutos en quitarse el sombrero vaquero y lucir su inconfundible badana roja en la frente. A las tres canciones y media, deja los trastos en la familia y descansa para reponer fuerzas y regalar a la audiencia con su 'On the road again'.




Ah... de esto iba este blog. De carretera. 

De eso hablaré mañana, que arrancó la ruta en mi mañana de viernes (tarde noche en España), pero con eso de ir pillado para llegar al festival tuve que escribir crónica desde los interludios de los conciertos y este sábado. 

Prometo fotos de comidas para compensar.   

Bueno, vale. Os dejo el bocadillo y la cerveza que me tomé en el aparcamiento del festival, donde había decenas de coches abiertos con asistentes haciendo botellón antes de entrar. 



PS: No exagero tampoco si digo que la media de personas que sacaron su móvil para hacer foto o grabar un vídeo era de una por cada 500 asistentes. Y un par de segundos, nada de estar todo el concierto grabando. Yo fui de los que grabó algo, lo admito. Pero dos momentos de 30 segundos. 

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