lunes, 18 de septiembre de 2017

Epílogo: Empezar o acabar

Faro de Pemaquid Point, Maine.


A veces, solo hay que mover la cámara para que el balance cuadre...

En la Montaña Cadillac, la cumbra más alta del Parque Nacional de Acadia, se vence hasta a la niebla.

Amanece y te crees que el mundo es para ti, que todo es posible porque hay un largo día por delante, que lamentarse de los errores es perder el tiempo, que todo puede empezar de nuevo.

En el embarcadero de Bucksport, Maine.


Anochece y lamentas el mundo que te sabe ajeno, rumias los imposibles que te han hecho tropezar, repasas inútilmente esa equivocación estúpida, la vida, de pronto, se te escapa de control. 

O no:

La Montaña Cadillac.


Amanece y te maldices por todo lo que no has hecho hasta ahora. 

Bucksport.


Anochece y te rebelas. 

Te hundes de nuevo. Empiezas de nuevo.

Sombras.

La Sand Beach de Mount Desert Island, Maine.


Suspiros.


En las laderas del monte Katahdin, en el interior de Maine.



¿Realidad o reflejo?

Otra vez la Cadillac no tan solitaria (no había gente para ser las seis de la mañana de un lunes en el fin del mundo).


Amanece.

El último árbol al que llegaron los confederados en 1863. Gettysburg, Pensilvania.

Anochece. 

¿Empiezas o acabas?  

sábado, 16 de septiembre de 2017

Todos los días: notas y BSO



Esto va a ser disperso. Imaginad un viaje largo, en medio de ninguna parte (pongamos que Extremadura, Ciudad Real o Jaén) y no dejáis de darle al botón de la radio para encontrar una emisora decente. Que no sea Radio María o Clásica (se las apañan para estar donde no hay nadie más). 

Esto va a ser una lista de canciones y un puñado de fotos y reflexiones a modo de resumen, notas al margen de grandes hechos o comentarios intempestivos. 

Esto comienza entonces con la canción descubrimiento de la ruta. Escuchada al vuelo, en una emisora perdida del este (os la recomiendo en su versión web: wumb.org) y con ese toque entre melancólico, del terruño (ese banjo) e incluso marcial:




Porque ha sido un viaje muy de América, de sus raíces, sus inicios, sus enfrentamientos fratricidas, su complicada situación actual. Ya lo dijo aquel guía de Gettysburg: al final, siempre volvemos a la misma guerra para intentar explicarnos. Europeos que somos, nos creemos superiores en esto de la democracia y no dejamos de repetir sornas con Trump. 

Ay.




Cuanto más me adentro en los Estados Unidos que no son los de los medios, el Nueva York o el DC, Los Angeles o el Chicago; el Estados Unidos del Kentucky y sus minas cerradas, de Ohio y sus industrias en decadencia, de Pennsylvania y su desconexión con el mundo globalizado, más me convenzo que Trump iba a ganar sí o sí. No porque los americanos sean unos locos peligrosos. No: quien dice eso es el perdedor a toro pasado. Precisamente, quien perdió las elecciones de manera estrepitosa porque se dedicó a ridiculizar lo que ellos consideraban un fantasma (su superioridad intelectual les impedía ponerse en el lugar de tantos otros). Hay una América de las carreteras de un solo carril, de las camionetas como cordón umbilical al terreno, de las gorras con motivos de camuflaje caladas y los pantalones manchados de barro y mugre, de las pistolas al cinto en la cadera derecha y el crío en la cadera izquierda, de rivalizar por quién se siente más orgulloso de su bandera, de sentirse más americano que el vecino, de dar los buenos días a quien sea que se cruce en tu camino. No digo que esto sea bueno o malo. Digo que estaba ahí y hay quien se empeñó en no verlo. 

Hay quien incluso se empeñó en reírse de ello.

Qué mala es la superioridad moral de ponerse en un bando porque te puedes permitir el lujo de elegir de qué bando estás y te olvidas de quien no tiene tiempo ni dinero ni fuerzas para ponerse a pensar en bandos. 




Hay quien incluso, cuando todo se reducía a elegir un bando, se negó a escoger uno. En plena guerra de la Secesión, cierto sector de los demócratas propugnó firmar la paz con el Sur, acabar la guerra antes de que corriera más sangre. Vaya locos: si los otros no se atenían a razones. Decían unos y otros. Los llamaron, a los que apelaban al sentido común, copperheads, en honor a un tipo de serpiente traicionera. 




Pero más vale un buen rollito aparente que una verdad incómoda. 



Filadelfia sigue viviendo de su imagen naif, de su marchamo de ciudad que dio origen a la perfecta Declaración de la Independencia. Allí, las paredes ociosas de los aparcamientos regalan murales. 









Lo que es muy bonito y muy loable, pero no he visto más vagabundo que en sus calles.




Siempre, absolutamente siempre, hay algo más que purpurinas y palomitas. Por cada Conil o El Palmar y sus mojitos a ocho euros hay un Puerto Serrano o un Algar donde realmente se explica por qué Cádiz, con lo bonito que es, también carga con ser la provincia con más paro.

Que la niebla no te impida rellenar los espacios en blanco.



Con lo que me he dado cuenta que me he puesto demasiado intenso para un domingo. 

Voy a aligerar la cosa. 

Que en mi caso es acelerar con una de esas canciones cuyo buen rollo (de forma simultánea a cierta tristeza) te animan la mañana:




Amanece en Maine:




Arriba, al norte del norte, donde son tan del norte que casi tienen una actitud sureña de la vida con aquello de pasarse de frenada y tocar el extremo contrario, la niebla es una amiga fiel. 




La niebla, por antonomasia, es misterio. Maine, también por costumbre popular, es Stephen King. Bangor es su patria chica y escenario desvirtuado de la Derry novelesca de sus obras. Con el estreno de una nueva película de una de sus novelas más emblemáticas, en Bangor están de enhorabuena... y de niebla.





Los homenajes no se limitan a los fanáticos. Atentos a la ventana de la planta baja a la izquierda del hogar de King en la misma Bangor:


Es un globo rojo, como el de Pennywise.


Si es como un niño.

Si es como todos. Soñando con pesadillas porque así uno tiene la esperanza de que podrá despertar a un mundo mejor.

Aunque flotemos, flotemos aquí abajo y donde sea con tal de no ahogarnos...



jueves, 14 de septiembre de 2017

Día 8: Leer después de comer


El título avisa. Insisto: leer (o simplemente mirar) este post puede ocasionar un asalto indiscriminado a la nevera o a la máquina de guarrerías del trabajo. O al chino. O al Burger King. O yo qué sé. 

Así que, por favor, no sigáis si vuestra última comida fue hace más de una hora. 

Una ruta pop sin un repaso gastronómico tampoco es una ruta y me debo a más de uno de vosotros que esperaba esta entrega ya. 

En fin: me dejo de aperitivos verbales y vamos al lío más o menos con un orden cronológico (dejo para el final los dos mejores platos). 

La foto que encabeza  el post es a las pocas horas de llegar a Filadelfia, el pasado jueves 7. Ya me comí un bocadillo de carne con queso propio de allí (estaba en el primer post) y luego me puse a andar y a andar (cuatro horas para empezar ese primer día... y no me estoy escudando en nada par justificar las comilonas) hasta que, al caer el día, entré en el Franklin Fountain, la mejor heladería de Fildadelfia y una de la que mejor fama atesora en toda la costa este (y eso incluye a Nueva York, nada menos). 

He aquí un helado de chocolate con mantequilla de cacahuete... que estando magnífico casi me sorprendió más lo bueno que estaba el cono, dulzón y consistente, casi un gofre en sí mismo y con más sabor que un bollo recién hecho en una pastelería de barrio. Entre una cosa y otra, derretido empecé la ruta gastronómica. 



Filadelfia tiene algo especial con los donuts. Que la imagen no engañe: pasa a menudo en las fotos de comidas, que parecen más pequeñas de lo que son; en este caso, el vaso que aparece es del tamaño grande en un restaurante de comida rápida... es decir, que eran buenas rosquillas de tamaño. El lugar, el Federal Donuts, y los sabores, de chocolate, de mantequilla de cacahuete y... luego en otra visita cayó uno especial y especiado en algo picante y con regusto a naranja. Para colmo de las bondades, estaba caliente que casi quemaba.

Como para no que no quieran en Filadelfia a sus donuts. 

Pues los hay mejores que los anteriores. 




La primera foto son las fuentes de las que recogen paletadas con las que untan los donuts recién hechos antes de entregártelos. En primer plano, el cubo de mantequilla de cacahuete y los demás... pues no lo sé, se me cegó la vista con el subidón de azúcar. Probé entonces uno con crema de manzana y bacon (el de la izquierda) y otro frito y relleno con manzana. 

Este paraíso de los donuts se llama Beiler's y creo que tienen alguna relación con los amish (en Lancaster tienen otra tienda). Al menos, las recetas siguen el libreto dulce de los anabaptistas (con algo tienen que pecar las criaturas). El de Filadelfia es un puesto situado en una esquina de un mercado, el Reader Terminal Market, un lugar que te deja con la boca abierta, antes de pedir cualquier cosa que puedas comprar en alguno de su centenar de puestos de comida recién hecha y después, porque no puedes dejar de comer. 

Al Reading Terminal Market (donde hay música y un ambiente de jolgorio de Fin de Año en la puerta del sol a cualquier hora del día con lo mejor de lo mejor de la gastronomía local), volveremos al final, cuando os presente el mejor bocadillo de los Estados Unidos. 




Antes, nos ponemos exquisitos (aunque la composición de la primera foto es para matarme a mordiscos). A las seis en punto de la tarde (hora local) del 8 de septiembre (es decir, a medianoche en punto de mi cumpleaños en España) entré en el restaurante Amada, el único local que tiene en Filadelfia el chef español José Andrés. La valoración, antes de seguir, es muy alta (y no es excesivamente caro). La carta presenta los platos en español directamente: tortilla de patatas, bravas, croquetas de jamón... pero la explicación es en inglés, claro. No me he ido a los USA a comer tortilla de patatas (y menos en el primer día y en un restaurante de un chef que sabe lo que se hace), así que opté por platos de productos locales con toque español. A la izquierda en la primera imagen, espárragos de Pensilvania en salsa de trufas, huevo pochado y con crujiente de queso de Mahón: el mejor plato sin duda de la noche. Al lado, una trucha de Idaho (o de Ohio, no recuerdo más que había haches) a la plancha con costra de nueces y ajo. De postre, helado de chocolate y de aceite de oliva. 

Buena cena de cumpleaños, sí. 



Del glamour seudoibérico al desayuno yanqui por antonomasia: a la mañana siguiente, antes de recoger el coche entré en un garito regentado por chinos y con desayunos locales: huevos revueltos, tostadas, jamón, bacon y salchicha (están ocultos bajo la manta del jamón). 

Lo que se puede esperar por cinco dólares... o no: muy digno para ese precio. 

También antes de recoger el coche me di otro capricho: me compré una caja de seis donuts en Beiler's para ir comiéndolos en los dos días restantes (el amanecer en Gettysburg lo celebré sentado en el coche con un par de ellos). Compré el normal, el bañado de chocolate, el frito de manzana de nuevo, otro frito de arándanos, uno que se llamaba el capricho de Elvis (parecido al de la crema de cacahuete, pero con crema de plátano y bacon) y el de sirope de arce. 

Si tengo que elegir uno a cambio de cortarme la mano elijo cualquiera de las variaciones de los fritos. O el de Elvis. O ¿puedes cortarme la otra mano? 



Sí, ensalada y cocacola light a estas alturas. 

Pues sí. Hay que variar un poco (no habrá fotos de todas las comidas porque ha habido más de una de guerrilla, como una ensalada de gasolinera y tomates cherrys y fruta y tal... también los horarios a veces draconianos de las rutas me impiden sentarme a la mesa en comida y cena todos los días como en las primeras jornadas). La imagen de arriba pertenece al mercado de Lancaster, adonde van a vender sus productos los amish. La comida, de hecho, la compré en uno de sus puestos, y consistió en ensalada de brócoli (con una salsa dulzona estupenda) y cerdo a la barbacoa a lo Lancaster (lo dejé casi todo porque con la ensalada fui servido)...

Y porque había que dejar sitio para el postre:



Se trata de otro donut comprado a una señora con cofia y sin microondas (esto no es un comentario machista, es que los amish no usan la electricidad). De manzana holandesa, se llamaba. 

Qué lejos queda Pensilvania para bajarse a por unos donuts un domingo por la mañana, leñe. 



Tocaba (en la ruta, no en un domingo madrileño) viajar al sur. Hasta Richmond (Virginia) y el Millie's Dinner. Es uno de esos garitos que les ciega a los de la Lonely Planet, es decir, muy de alternativos y de comidas eclécticas, con camareros modernos con más tatuajes que un jugador del Madrid y aire desenfadado. A veces, incluso son vegetarianos. A veces, también, patinan estrepitosamente. En líneas generales, con estos locales ocurre como con Malasaña o Chueca en Madrid. Que los hay geniales pero hay mucho postureo. 

Tanto rollo es porque no tengo claro si me gustó el Devil's Mess (así se denominaba este revuelo con huevos, patatas, cebolla, pimiento, jalapeños (creo), salchica y un pegotón de aguacate para dárselas de sano). Estaba bastante rico, pero creo que se pasan con el picante y no en el buen sentido (como sí lo hacen los buenos mexicanos o tailandeses) porque tapan los sabores. Además, me sentaron en la barra, junto a la plancha (cocinan con vistas a la ventana exterior, como si en América la gente paseara por las aceras y no aparcara el coche y entrase del tirón en los sitios) y salí con tal olor a fritanga que se me iban apartando hasta los vagabundos de la Main Street. 



Otra característica de las guías (lógico porque tienen que abarcar lo importante) es que son muy urbanitas. Recomiendan garitos de grandes ciudades y alguno suelto en mitad del campo. Pero es que mis rutas son muy extrañas y termino en pueblos límites, como el Morristown de Tennesee. Entonces es momento de recurrir a la tripadvisor y seleccionar entre las primeras las que no atufen a autopromocionales. El Redbud al que pertenece el pastel de carne con patatas caseras y cebollas moradas fue una opción apañada. Nada memorable, pero era eso o el Macdonald's (que de esos no falta en pueblo alguno por muy pequeño que sea). Ah... los pequeños envases al fondo son una ensalada y fruta... pero creo que no habéis venido a este post a leer sobre melones cantalupos. 



Bueno, en Harlan, ciudad castigada por la crisis y antes por la minería indiscriminada, creo que no hay Macdonald's. Así que recurrí al desayuno arquetípico en un diminuto establecimiento al que me condujo la guía del centro de visitantes (era lo único abierto, por otra parte).




Pasamos de los desayunos proteicos a las tortitas. Las primeras, en el Dizzy Dinner's de Kittaning (Pensilvania), son rellanas de melocotón; las segundas son simples (aunque les salieron orejas en forma de salchichas) y me las sirvieron en Milford (justo en el otro extremo, en el oriental, de Pensilvania). Pese a que parezcan más secas, las normales eran infinitamente mejores. Sabrosas y con cierto sabor al huevo que ha debido de usarse para cocinarlas. 

Lamentablemente, mi paso por Kentucky no coincidió con una hora decente para comer pollo frito, aunque esa misma tarde me resarcí en Ohio y en Cádiz con un plato al que denominaré como curioso (no exactamente bueno):




Más platos típicos de los USA: del pollo frito a las elaboraciones con marisco y pescado de la costa norte del Atlántico.




Antes de hablar de la comida, un apunte: el Union Oyster House de Boston es el restaurante más antiguo de Estados Unidos. Por lo general, soy condescendiente con estos títulos rimbombantes cuando se los atribuyen los americanos porque los europeos somos unos pedantes y nos creemos la cuna de una civilización que arrancó también muy lejos de Europa. Aun así, el Union Oyster House tiene mérito porque abrió en 1826 y no ha cerrado desde entonces (ni cuando Kennedy dejó de acudir a cenar a su mesa siempre reservada porque le volaron la cabeza). No creo que haya muchos restaurantes en ningún sitio del mundo con dos siglos continuados de apertura al público. 

Dicho esto, han aprovechado el tiempo para elaborar hoy día una sabrosa sopa de almejas (en efecto, lo blanco de arriba, porque lo hacen con leche) y no tanto para pelar patatas porque desmerecen un poco su lustre sirviendo patatas congeladas. El bacalao estaba bueno porque era fresco y de calidad. Aunque sin gran alborozo. 

Como no mejora a su original (que probé el año pasado en el lugar de su creación el Hotel Omni Royal... otro lugar preferido por Kennedy) la Boston Cream Pie. 

La original estaba mejor terminada, más fina, más concentrada (su tamaño era el de apenas un donette).



Pero me estoy poniendo demasiado pejiguera.   

Vayamos con lo mejor que he comido en el viaje.

El mejor postre (porque los donuts de Beiller's son imbatibles) es para la tarta (o mejor dicho empanada, porque esa era su consistencia) de The Mine, en Cadiz (Ohio):


El culmen de una tarta casera en la que solo hay hojaldre y manzana. No hay cremas ni bizcochos añadidos, solo sabor y el envoltorio exacto para contenerlo. 


Finalmente, la mejor comida del viaje coincide con la fama que le precedía. ¿Sabéis ese programa llamado Crónicas carnívoras? Además de los retos engollipantes e imposibles, también recomienda los mejores sitios típicos para comer bien en los USA y, llegado un momento, hicieron una temporada especial para elegir el mejor sandwich del país. Ganó el roast pork de Tommy Dinic's:




Que está en el Reading Terminal Market de Filadelfia (con lo que entre los donuts y esto le otorga el galardón de ser el sitio idóneo para quedarse atrapado en un fin del mundo). Lleva cerdo asado en su jugo durante muchas horas, virutas de queso parmesano y una cosa que ellos llaman broccoli pero no es nuestro brócoli, sino una variedad de grelos con un toque picante. Es eso, la incursión de la verdura lo que eleva el nivel del bocadillo a niveles excelsos. 

Joder. Ya me ha entrado hambre de nuevo. 

Me voy a la cama corriendo.

Buen finde (a partir de hoy, el blog entra en estado de indecisión, ya que acabó mi ruta como tal y he recalado en Maine a descansar... ya os iré informando según tenga algo de lo que informar).  


miércoles, 13 de septiembre de 2017

Día 7: Let's Pop!


Esta ruta, este blog, la primera novela que me publicaron, tienen como denominador común una palabra pequeñita: pop. 

Pop es muchas cosas. 

Pop es el alivio que se siente cuando se sale de alguno de los múltiples atascos que me he comido hoy. 

Pop es el ruido que no hacen los tarros de ketchup de Heinz porque ya los botes vienen con sistema antigoteo. 

Pop es el ruido con el que chascan los árboles salvajes cuando le han ganado el terreno a la civilización. 

Pop es la versión diabética de la música y odio a los Beatles así que no vayamos por ahí.

Si titulé aquella novela como Una aventura pop fue en homenaje a la corriente artística que elevó a los altares del consumismo de masas Andy Warhol; el de las latas de sopa de tomate, las estrellas de la farándula en mil colorines o su misma jeta producidos en series y con infinitas variables tonales. El que, más allá de convertirse en icono (que es lo que siempre quiso ser, desde que coleccionara de muy pequeño recortes y carteles del Hollywood dorado), reivindicó un arte construido desde los iconos de nuestra vida cotidiana, ya fueran de la publicidad o de la cultura popular. 

Poco antes de morir, Warhol volvió a la Campbel y a la Coca-Cola, aunque actualizando su modo de presentarla; de botella a lata la bebida y de lata a sobre las sopas. De esta serie apenas hay muestras.

Pop es, en definitiva, el diminutivo de popular. 

Así que popeemos un poco, que es lo que siempre ha hecho esta ruta, viajando hasta las mismísimas entrañas de los mitos de quince minutos que vemos en el cine, en la televisión, en nuestras tabletas (ay, qué pena) o en los móviles (qué horror).  



Aunque ya han aparecido imágenes del Museo de Andy Warhol en Pittsburgh (su ciudad natal y el centro con mayor número de obras -en su mayoría menores, dado que las conocidas se las rifan las grandes pinacotecas del mundo a golpe de talonario-), vayamos cronológicamente. 

Y empecemos en Cádiz. 



Cádiz, Ohio, he de aclarar. Fundada a principios del siglo XIX en honor a la Cádiz fetén, que en aquellos años previos a la Guerra de la Independencia era uno de los nexos comerciales más importantes del mundo. 

En este pequeño y coqueto pueblecito (ubicado en la esquina suroriental de Ohio) hay muy poquito que ver pero, como dice el cartel de arriba están muy orgullosos de sí mismos. Más que nadie, llegan a proclamar (el amor a su ciudad lo han heredado de Cadi, Cadi).

Por tener, cuentan hasta con un Óscar y una de las estrellas más rutilantes de la historia clásica del cine. Porque el señor Clark Gable es gaditano (¿el gentilicio será gaditanian?).


Un famoso del cine, un rincón perdido de América y una pechá de kilómetros para contarlo. Eso es esta ruta en esencia. 

Como también lo es la parada obligada al mundillo de las series. Ya hablé ayer largo y tendido de la Harlan real y muy poquito de la serie que propició mi viaje a la esquina más deteriorada de Kentucky: Justified. Como si ya no fuera bastante desviarse cientos de kilómetros hasta el condado minero, esta mañana me he tragado el atasco mañanero en las circunvalaciones de Pittsburgh (después de sufrir otro previo a causa de un accidente) para poder llegar a Kittaning, la localidad de Pennsylvania cuya calle principal servía de imagen para la serie (en lugar de la Harlan original, demasiado sobria y pobretona para quedar bien en los títulos de crédito). 



Y desde Kittaning, de vuelta a Pittsburgh (a las diez, los atascos se habían limpiado), donde el chaval Andrew ya se pintaba a sí mismo en el instituto:



Pero aquí habéis venido a ver chicha y famoseo:






¿El resumen? Pues el museo merece la pena si te intriga el personaje. Luego, las siete plantas están muy bien montadas (a lo grande, como gusta a este lado del océano) y se permiten el lujo de detenerse en etapas no tan explotadas como esas imágenes omnipresentes en cualquier tienda de fotos de barrio con tu propio careto en azul, rojo, amarillo y verde.

Sin embargo, salgo de Pittsburgh preguntándome si en esta ciudad encallada entre colinas, acuchillada por tres ríos y de nubosidad constante (y no hablo de lluvia, sino de la contaminación de sus mil industrias, incluyendo la Heinz), los patos sueñan con cosas de patos o con patos eléctricos a la naranja exprimida.



La tontería que acabo de soltar es para quitarme un poco el mal rollo de encima. Ya sabéis: el gracioso (negro hasta hace muy poco; últimamente gordo y, si puede ser, gordo y oriental) de la peli de miedo que va soltando chistes hasta que le sueltan la cabeza del resto del cuerpo. 

Pennsylvania es enorme: da para Filadeldia, Gettysburg, los amish, Pittsburgh y su universo industrial y aún le queda un enorme vacío en el medio donde se apiñan montañas de mayor o menor tamaño, donde las nubes se deshinchan al caer la tarde en forma de niebla, en forma de lluvia finalmente.



En el centro de ese vacío, se encuentra lo que fue el pueblo de Centralia. Un genuino pueblo fantasma donde no queda casi nada (y esto es literal) de lo que hubo hasta principios de los ochenta. Pueblo minero durante toda su historia (desde mediados el XIX), a finales de los años 60 del siglo XX se descubrió que había comenzado a arder el subsuelo bajo el término municipal y que, así a vuela pluma, podría estar cociendo la zona otros 250 años más. El pueblo, habitado por un millar de habitantes se desalojó, el Estado expropió todas las viviendas y derribó absolutamente todo recuerdo de la localidad. 

Bueno, no todo. 

Pero a eso voy ahora. 

Hasta llegar a Centralia, solo he visto un cartel que la señalice (uno que indicaba su distancia a 14 millas) y el GPS te lleva pero, de pronto, al alcanzar su término municipal se pierde la señal y ni siquiera se pone a recalcular. 

Los fantasmas no existen ni para el GPS.

Sabes que estás en Centralia porque el asfalto pasa del gris oscuro a un rojo sanguinolento. El bosque es el mismo antes y después de la carretera colorada: exuberante e indiferente. 



En la segunda foto, el cemento entre el rojo y los hierbajos es la típica acera americana. 

La vegetación se ha comido los solares donde estuvieron los hogares y quedan vestigios inquietantes. Los carteles de stop o señalizaciones viarias están pintarrajeados con motivos obscenos (en los USA no ves una sola señal manchada o pintada) y los mosquitos son del tamaño de helicópteros de rescate marítimo. De lo silencioso que está todo, las chicharras parecen salvas de cañonazos y los coches que pasan por la carretera resuenan como aviones aterrizando. 

Yo no noté que hiciera más calor.

Pero es que tenía el cuerpo cortado. 



En Centralia queda algún resto de la civilización. Para ser exactos, los dos cementerios y hasta tres casas que parecen habitadas. Según la wikipedia, hay siete habitantes que permanecieron en Centralia y lograron pactar con el Gobierno estatal. 

Allá ellos, debieron de pensar en la capital. 



Me hubiera gustado sacar una foto más artística, aunque os invito a mirar de cerca la imagen que hice a toda velocidad desde el coche y veréis que las rancheras están coloreadas con motivos militares. No sé: llamadme prejuicioso, pero cuando vives en un pueblo fantasma de un país en el que proliferan las armas y pintas tu coche de camuflaje no creo que seas del tipo de gente que le gusta que anden sacando fotos a tu casa. 

Porque pop también es el ruido que hacen las pistolas con silenciador.

Y pop, para terminar con una nota alegre, son los post dedicados a las comidas...

Mañana, con eso de que es viernes y la ruta entra en terreno conocido (vuelvo a Nueva Inglaterra, donde ya di cuenta el año pasado), vendrá la entrada de comidas... 

Id haciendo hueco.