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martes, 24 de julio de 2018

Hoja 19: Un prejuicio como una rubia

Iglesias, estatuas y musgo. Lo interesante de Savannah está arriba. Abajo, mucho indigente.

(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)

Saint Augustine (Florida)-Savannah (Georgia)-Charleston (Carolina del Sur): 460 kilómetros.

Florida, Georgia y Carolina del Sur se erigen sobre pantanos, ríos, brazos de mar, marismas...

Un error: Inconveniente, en esta ocasión. Del día de más kilómetros al que menos (en carretera, se entiende, porque ha habido jornadas que no me he movido). Sin embargo, esas cinco horas de hoy en el coche se me han hecho eternas y han sido en las que más me ha costado vencer al sueño.

En esta casa de Savannah montó su cuartel general el unionista Sherman tras su marcha de 250 millas desde Atlanta,


Un libro: 'La gran marcha'. de E.L. Doctorow. Para mí, el mejor autor americano de su generación y eterno candidato al Nobel (que ya no ganará porque murió en 2015). Aquí, cuenta la campaña que el general yanqui Sherman emprendió después de quemar Atlanta hasta, precisamente, Savannah. Lo quemó todo a su paso, incluyendo la comida que no usaran sus soldados para que no se rearmasen los confederados.

En la línea de playa que se adivina al otro lado del agua es donde se libró la batalla suicida del final de la película... y de la vida real, vamos.

Una pelicula/serie: 'Tiempos de gloria', de Edward Zwick. Porque estoy en Charleston, punto culminante, y porque esa escena final (en una película en general blandita y no muy allá) es espléndida. Además, como en otras rutas me ha unido mi destino al 54 de Massachussetts...

En este mar gris bajo cielo azul empezó la guerra civil americana.

Una canción: Unir a la anterior, la pieza de James Horner. Una de las grandes obras de un compositor algo pirata y ladrón de tonos pero que cuando se pone, lo hace como los mejores.




La foto es por la cerveza, no por la ensalada.

Una comida/bebida: He desayunado un donut de gasolinera y aún no cené (mis almuerzos son frutos secos o fruta para no dormirme al volante). Así que retomo la cerveza de anoche, una lager de Yuengling, la cerveza más antigua de los USA, de 1829. Es de Pensilvania, pero con esa manía de San Agustín de reivindicar lo viejuno que son, la tomé allí. 




Una imagen: La última luz del faro frente a la primera luz del día. En San Agustín, uno de los cinco más altos de los USA, con 50 metros.



Un dato/hecho: No hay casi morenas en Charleston. Son rubias. Da igual si locales o turistas.



Un descubrimiento: Savannah merece un regreso. Está algo mohosa (y no por el omnipresente musgo español que cuelga de los robles centenarios) y anclada en su pasado. Aunque lo hace con la barbilla alta. Le di muchas vueltas a dónde dormir entre San Agustín, Savannah y Charleston y la operatividad de la ruta hizo que eligiese saltarme la ciudad de Georgia. 

En algún lugar de mi espalda está Fort Sumter, donde empezó la Guerra Civil.

Esto intenta señalarlo, pero no sé si sirve de algo.

Las calles de colores de Charleston.


Una historia: ¿Saben de una pareja enamorada que se va a casar y busca un sitio elegante pero con encanto, bonito pero sobrio, llamativo pero sin estridencias? Sí, todos hemos estado en cortijos, haciendas, masías, etcétera para asistir a una boda. Sea andaluza, toledana, valenciana o madrileña, tienen un denominador común: se esfuerzan en su empeño de ser distintos aunque con una clara identidad propia que siempre nos recuerda a algo. 

Eso es Charleston. El escenario de un álbum fotográfico de bodas. Además de ser mi conclusión, es que Charleston es destino preferido para celebrar bodas y hacerse fotos delante de iglesias, balconadas, flores y bahías. Sobre todo, si eres una chica rubia del sur (ver apartado de dato/hecho) que siempre ha soñado con vivir tu gran día en la gran ciudad de un Sur que no pudo ser. 

Al entorno de Charleston le llaman el lowcountry y se vende como la esencia de lo sureño. Hay cosas más abajo, o sea, más al sur. Quitando a Florida, que es verdad que tiene su propia idiosincrasia, los Alabama, Georgia o Mississippi, están al más al sur, son más pobres y han estado más castigados por los prejuicios del norte (porque ellos mismos castigaron más que nadie a los negros, que conste). Y también es cierto que la capital de los estados confederados era Richmond. No obstante, Virginia y Carolina del Norte (si tiene la palabra Norte en el nombre algo va mal aquí) no son sur de verdad. Las virginianas se casan en Richmond. Las de Senoia, Biloxi o Tupelo se quieren casar en Charleston. 

Charleston, a todo esto, se lo curra. Tiene ese toque esnob y diferencial. Su calle de tiendas parece sacada de Santa Bárbara o Beverly Hills, con locales exclusivos de artistas locales. Solo he visto dos franquicias internacionales en todo el recorrido: Victoria's Secret y Louis Vuitton. Nada menos. Tiene un barrio francés que parece uno colonial inglés, tiene una treintena de iglesias (sobre todo, protestantes) a cada cual mas ostentosa, tiene su puerto enorme, donde descansa un portaaviones de la Armada y surcan la Bahía veleros y mercantes del tamaño de media provincia de Badajoz. 

No estoy seguro de si me gusta o no. Tanto empeño en pulirse me termina rascando un poco. Dicen que se quiere parecer a Nueva Orleans en arquitectura y me entra la risa. Tampoco puede aspirar a ser como Boston o Filadelfia en su proyección cosmopolita. Si eres el culmen de las aspiraciones de una chica del sur no puedes anhelar a parecerte a una ciudad moderna del norte. Sobre todo, porque digan lo que digan y maticen lo que maticen ahora los carteles por todos lados (incluso elogiando ejemplos de superación de esclavos frente a la opresión), aquí se dieron los primeros tiros (o cañonazos) que empezaron la Guerra Civil.  

Los prejuicios, como dicen de las rubias, son así de cortos. 

sábado, 16 de septiembre de 2017

Todos los días: notas y BSO



Esto va a ser disperso. Imaginad un viaje largo, en medio de ninguna parte (pongamos que Extremadura, Ciudad Real o Jaén) y no dejáis de darle al botón de la radio para encontrar una emisora decente. Que no sea Radio María o Clásica (se las apañan para estar donde no hay nadie más). 

Esto va a ser una lista de canciones y un puñado de fotos y reflexiones a modo de resumen, notas al margen de grandes hechos o comentarios intempestivos. 

Esto comienza entonces con la canción descubrimiento de la ruta. Escuchada al vuelo, en una emisora perdida del este (os la recomiendo en su versión web: wumb.org) y con ese toque entre melancólico, del terruño (ese banjo) e incluso marcial:




Porque ha sido un viaje muy de América, de sus raíces, sus inicios, sus enfrentamientos fratricidas, su complicada situación actual. Ya lo dijo aquel guía de Gettysburg: al final, siempre volvemos a la misma guerra para intentar explicarnos. Europeos que somos, nos creemos superiores en esto de la democracia y no dejamos de repetir sornas con Trump. 

Ay.




Cuanto más me adentro en los Estados Unidos que no son los de los medios, el Nueva York o el DC, Los Angeles o el Chicago; el Estados Unidos del Kentucky y sus minas cerradas, de Ohio y sus industrias en decadencia, de Pennsylvania y su desconexión con el mundo globalizado, más me convenzo que Trump iba a ganar sí o sí. No porque los americanos sean unos locos peligrosos. No: quien dice eso es el perdedor a toro pasado. Precisamente, quien perdió las elecciones de manera estrepitosa porque se dedicó a ridiculizar lo que ellos consideraban un fantasma (su superioridad intelectual les impedía ponerse en el lugar de tantos otros). Hay una América de las carreteras de un solo carril, de las camionetas como cordón umbilical al terreno, de las gorras con motivos de camuflaje caladas y los pantalones manchados de barro y mugre, de las pistolas al cinto en la cadera derecha y el crío en la cadera izquierda, de rivalizar por quién se siente más orgulloso de su bandera, de sentirse más americano que el vecino, de dar los buenos días a quien sea que se cruce en tu camino. No digo que esto sea bueno o malo. Digo que estaba ahí y hay quien se empeñó en no verlo. 

Hay quien incluso se empeñó en reírse de ello.

Qué mala es la superioridad moral de ponerse en un bando porque te puedes permitir el lujo de elegir de qué bando estás y te olvidas de quien no tiene tiempo ni dinero ni fuerzas para ponerse a pensar en bandos. 




Hay quien incluso, cuando todo se reducía a elegir un bando, se negó a escoger uno. En plena guerra de la Secesión, cierto sector de los demócratas propugnó firmar la paz con el Sur, acabar la guerra antes de que corriera más sangre. Vaya locos: si los otros no se atenían a razones. Decían unos y otros. Los llamaron, a los que apelaban al sentido común, copperheads, en honor a un tipo de serpiente traicionera. 




Pero más vale un buen rollito aparente que una verdad incómoda. 



Filadelfia sigue viviendo de su imagen naif, de su marchamo de ciudad que dio origen a la perfecta Declaración de la Independencia. Allí, las paredes ociosas de los aparcamientos regalan murales. 









Lo que es muy bonito y muy loable, pero no he visto más vagabundo que en sus calles.




Siempre, absolutamente siempre, hay algo más que purpurinas y palomitas. Por cada Conil o El Palmar y sus mojitos a ocho euros hay un Puerto Serrano o un Algar donde realmente se explica por qué Cádiz, con lo bonito que es, también carga con ser la provincia con más paro.

Que la niebla no te impida rellenar los espacios en blanco.



Con lo que me he dado cuenta que me he puesto demasiado intenso para un domingo. 

Voy a aligerar la cosa. 

Que en mi caso es acelerar con una de esas canciones cuyo buen rollo (de forma simultánea a cierta tristeza) te animan la mañana:




Amanece en Maine:




Arriba, al norte del norte, donde son tan del norte que casi tienen una actitud sureña de la vida con aquello de pasarse de frenada y tocar el extremo contrario, la niebla es una amiga fiel. 




La niebla, por antonomasia, es misterio. Maine, también por costumbre popular, es Stephen King. Bangor es su patria chica y escenario desvirtuado de la Derry novelesca de sus obras. Con el estreno de una nueva película de una de sus novelas más emblemáticas, en Bangor están de enhorabuena... y de niebla.





Los homenajes no se limitan a los fanáticos. Atentos a la ventana de la planta baja a la izquierda del hogar de King en la misma Bangor:


Es un globo rojo, como el de Pennywise.


Si es como un niño.

Si es como todos. Soñando con pesadillas porque así uno tiene la esperanza de que podrá despertar a un mundo mejor.

Aunque flotemos, flotemos aquí abajo y donde sea con tal de no ahogarnos...



miércoles, 13 de septiembre de 2017

Día 7: Let's Pop!


Esta ruta, este blog, la primera novela que me publicaron, tienen como denominador común una palabra pequeñita: pop. 

Pop es muchas cosas. 

Pop es el alivio que se siente cuando se sale de alguno de los múltiples atascos que me he comido hoy. 

Pop es el ruido que no hacen los tarros de ketchup de Heinz porque ya los botes vienen con sistema antigoteo. 

Pop es el ruido con el que chascan los árboles salvajes cuando le han ganado el terreno a la civilización. 

Pop es la versión diabética de la música y odio a los Beatles así que no vayamos por ahí.

Si titulé aquella novela como Una aventura pop fue en homenaje a la corriente artística que elevó a los altares del consumismo de masas Andy Warhol; el de las latas de sopa de tomate, las estrellas de la farándula en mil colorines o su misma jeta producidos en series y con infinitas variables tonales. El que, más allá de convertirse en icono (que es lo que siempre quiso ser, desde que coleccionara de muy pequeño recortes y carteles del Hollywood dorado), reivindicó un arte construido desde los iconos de nuestra vida cotidiana, ya fueran de la publicidad o de la cultura popular. 

Poco antes de morir, Warhol volvió a la Campbel y a la Coca-Cola, aunque actualizando su modo de presentarla; de botella a lata la bebida y de lata a sobre las sopas. De esta serie apenas hay muestras.

Pop es, en definitiva, el diminutivo de popular. 

Así que popeemos un poco, que es lo que siempre ha hecho esta ruta, viajando hasta las mismísimas entrañas de los mitos de quince minutos que vemos en el cine, en la televisión, en nuestras tabletas (ay, qué pena) o en los móviles (qué horror).  



Aunque ya han aparecido imágenes del Museo de Andy Warhol en Pittsburgh (su ciudad natal y el centro con mayor número de obras -en su mayoría menores, dado que las conocidas se las rifan las grandes pinacotecas del mundo a golpe de talonario-), vayamos cronológicamente. 

Y empecemos en Cádiz. 



Cádiz, Ohio, he de aclarar. Fundada a principios del siglo XIX en honor a la Cádiz fetén, que en aquellos años previos a la Guerra de la Independencia era uno de los nexos comerciales más importantes del mundo. 

En este pequeño y coqueto pueblecito (ubicado en la esquina suroriental de Ohio) hay muy poquito que ver pero, como dice el cartel de arriba están muy orgullosos de sí mismos. Más que nadie, llegan a proclamar (el amor a su ciudad lo han heredado de Cadi, Cadi).

Por tener, cuentan hasta con un Óscar y una de las estrellas más rutilantes de la historia clásica del cine. Porque el señor Clark Gable es gaditano (¿el gentilicio será gaditanian?).


Un famoso del cine, un rincón perdido de América y una pechá de kilómetros para contarlo. Eso es esta ruta en esencia. 

Como también lo es la parada obligada al mundillo de las series. Ya hablé ayer largo y tendido de la Harlan real y muy poquito de la serie que propició mi viaje a la esquina más deteriorada de Kentucky: Justified. Como si ya no fuera bastante desviarse cientos de kilómetros hasta el condado minero, esta mañana me he tragado el atasco mañanero en las circunvalaciones de Pittsburgh (después de sufrir otro previo a causa de un accidente) para poder llegar a Kittaning, la localidad de Pennsylvania cuya calle principal servía de imagen para la serie (en lugar de la Harlan original, demasiado sobria y pobretona para quedar bien en los títulos de crédito). 



Y desde Kittaning, de vuelta a Pittsburgh (a las diez, los atascos se habían limpiado), donde el chaval Andrew ya se pintaba a sí mismo en el instituto:



Pero aquí habéis venido a ver chicha y famoseo:






¿El resumen? Pues el museo merece la pena si te intriga el personaje. Luego, las siete plantas están muy bien montadas (a lo grande, como gusta a este lado del océano) y se permiten el lujo de detenerse en etapas no tan explotadas como esas imágenes omnipresentes en cualquier tienda de fotos de barrio con tu propio careto en azul, rojo, amarillo y verde.

Sin embargo, salgo de Pittsburgh preguntándome si en esta ciudad encallada entre colinas, acuchillada por tres ríos y de nubosidad constante (y no hablo de lluvia, sino de la contaminación de sus mil industrias, incluyendo la Heinz), los patos sueñan con cosas de patos o con patos eléctricos a la naranja exprimida.



La tontería que acabo de soltar es para quitarme un poco el mal rollo de encima. Ya sabéis: el gracioso (negro hasta hace muy poco; últimamente gordo y, si puede ser, gordo y oriental) de la peli de miedo que va soltando chistes hasta que le sueltan la cabeza del resto del cuerpo. 

Pennsylvania es enorme: da para Filadeldia, Gettysburg, los amish, Pittsburgh y su universo industrial y aún le queda un enorme vacío en el medio donde se apiñan montañas de mayor o menor tamaño, donde las nubes se deshinchan al caer la tarde en forma de niebla, en forma de lluvia finalmente.



En el centro de ese vacío, se encuentra lo que fue el pueblo de Centralia. Un genuino pueblo fantasma donde no queda casi nada (y esto es literal) de lo que hubo hasta principios de los ochenta. Pueblo minero durante toda su historia (desde mediados el XIX), a finales de los años 60 del siglo XX se descubrió que había comenzado a arder el subsuelo bajo el término municipal y que, así a vuela pluma, podría estar cociendo la zona otros 250 años más. El pueblo, habitado por un millar de habitantes se desalojó, el Estado expropió todas las viviendas y derribó absolutamente todo recuerdo de la localidad. 

Bueno, no todo. 

Pero a eso voy ahora. 

Hasta llegar a Centralia, solo he visto un cartel que la señalice (uno que indicaba su distancia a 14 millas) y el GPS te lleva pero, de pronto, al alcanzar su término municipal se pierde la señal y ni siquiera se pone a recalcular. 

Los fantasmas no existen ni para el GPS.

Sabes que estás en Centralia porque el asfalto pasa del gris oscuro a un rojo sanguinolento. El bosque es el mismo antes y después de la carretera colorada: exuberante e indiferente. 



En la segunda foto, el cemento entre el rojo y los hierbajos es la típica acera americana. 

La vegetación se ha comido los solares donde estuvieron los hogares y quedan vestigios inquietantes. Los carteles de stop o señalizaciones viarias están pintarrajeados con motivos obscenos (en los USA no ves una sola señal manchada o pintada) y los mosquitos son del tamaño de helicópteros de rescate marítimo. De lo silencioso que está todo, las chicharras parecen salvas de cañonazos y los coches que pasan por la carretera resuenan como aviones aterrizando. 

Yo no noté que hiciera más calor.

Pero es que tenía el cuerpo cortado. 



En Centralia queda algún resto de la civilización. Para ser exactos, los dos cementerios y hasta tres casas que parecen habitadas. Según la wikipedia, hay siete habitantes que permanecieron en Centralia y lograron pactar con el Gobierno estatal. 

Allá ellos, debieron de pensar en la capital. 



Me hubiera gustado sacar una foto más artística, aunque os invito a mirar de cerca la imagen que hice a toda velocidad desde el coche y veréis que las rancheras están coloreadas con motivos militares. No sé: llamadme prejuicioso, pero cuando vives en un pueblo fantasma de un país en el que proliferan las armas y pintas tu coche de camuflaje no creo que seas del tipo de gente que le gusta que anden sacando fotos a tu casa. 

Porque pop también es el ruido que hacen las pistolas con silenciador.

Y pop, para terminar con una nota alegre, son los post dedicados a las comidas...

Mañana, con eso de que es viernes y la ruta entra en terreno conocido (vuelvo a Nueva Inglaterra, donde ya di cuenta el año pasado), vendrá la entrada de comidas... 

Id haciendo hueco.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Día 4: Variaciones sobre la épica



Primera variación: la contra épica

Érase una vez la máquina expendedora más triste del planeta. En el motel, cochambroso motel, Blue Sky, a las afueras de Gettysburg. 

Mejor no mires más de dos segundos las esquinas de las mugrientas, grasientas moquetas. 

Segunda variación: la épica hecha a sí misma. 

El detalle en la foto está arriba, a la derecha.

Érase una vez el Museo del Cuerpo de Marines, en Quantico (Virginia). "No te crees bueno, eres bueno". Es lo que dicen que inculcan a los marines cuando entran en la academia. También que, por encima de la mujer, la madre y el padre, los amigos o los partiditos de béisbol de los domingos por la mañana, un marine lucha por el compañero que tiene al lado. Así, el museo repasa su historia, que arranca en la época de la independencia y por desgracia se acaba antes de mirar el presente, ya que la sala dedicada a Irak y Afganistán se abre el año que viene.

El museo es moderno, se han gastado un dinero en montarlo (de donaciones la mayoría) y el repaso es exhaustivo. También es suyo e intransferible, por lo que abstenerse cínicos o pacifistas: son lo mejor de lo mejor (¿pasa algo?) y la primera línea de la lucha por la libertad (la libertad de USA, claro). Las escenas recreadas incorporan en algún caso toques realistas. Un ejemplo:


Como se recrea una batalla en la nieve, en alguna de sus guerras en el lejano oriente de mediados del XX, la sala está aislada y con una temperatura que no supera los cinco grados.

Y así, hay suelos que retumban por los camiones, altavoces inmersivos, aviones y helicópteros que no sabes de dónde vienen, alarmas antiáreas y un muestrario de armamento real en vitrinas que podría servir para defender un país mediano del centro de Europa.

Que yo sepa no hay un sargento que te escupe en la cara mientras te insulta (aunque quizá lo haya porque no probé todos los montajes).



Sí hay espacio por todos lados para el homenaje sentido. Hasta el 18 de mayo de 2008 (de nuevo, queda fuera el último tramo de Oriente Medio), un total de 4.267 marines murieron en acción y 23.744 resultaron heridos. 

A campo abierto, junto al aparcamiento, hay un parque donde se erigen diversos monumentos (monolitos, placas, estatuas...) a distintos regimientos o hechos. 

Hay bloques de acero de las Torres Gemelas (entre los más de 300 bomberos que murieron el 11-S -tal día como hoy- había 17 ex marines), estatuas de un perro o de un caballo, de mujeres o de marines especialmente laureados. Pero me quedo con dos muy concretas a los caídos. 

Y me callo aquí ya para que hablen las imágenes:




Tercera variación: la épica efímera. 



Es el Capitolio de los Estados Confederados de América, un remedo descarado de la Casa Blanca en una colina de Richmond, capital sudista en los cuatro años de Guerra Civil. Hoy, Virginia es un estado donde se insiste que todo es amor y armonía (el atropello en una manifestación contra supremacistas de hace un mes fue en el corazón del Estado). Hay recuerdos por todas partes de un pasado con el que no se ponen de acuerdo si simboliza el odio (abajo las estatuas) o forman parte de un legado y de una identidad ("No hate: legacy", reclaman camisetas y cartelitos múltiples con la bandera confederada en el centro). 

El Capitolio rebelde se usó muy poquito pero su misma estampa aún genera debate siglo y medio después. 

Cuarta variación: la épica de dibujos animados. 

Un cromo soy, en efecto.

Pocahontas y el capitán John Smith son personajes reales. Formaron parte (aunque a ella la forzaron) del primer asentimiento que 104 británicos establecieron en Estados Unidos el 13 de mayo de 1607. Doce años después, el millar de colones que habían pasado por Fort James y alrededores habían muerto de enfermedades o por sus enfrentamientos con los americanos que sí que estaban allí antes.  

Hay estatuas de la india y del aguerrido soldado, cuyo parecido con los dibujos animados es similar a lo que se parece el ratón que se esconde detrás de tu nevera a Mickey. Tengo fotos pero no las pongo. 

De Pocahontas y John Smith (del ratón, no).

Me quedo con el cementerio y el río James, que soy de natural alegre. 



Quinta variación: la épica de la victoria.



Muy cerquita de la orilla donde a Pocahontas la secuestraron y la convirtieron al cristianismo y la bautizaron y la casaron con un soldadido y se la llevaron como un mono de feria a Londres y... a unos 20 kilómetros, decía, de donde los británicos se atrevieron a formar la primera aldea yanqui (aunque si estamos en Virginia, debería decir sudista), los mismos británicos se vieron obligados casi dos siglos después  a rendirse ante George Washington. Fue en Yorktown, donde el varapalo que le dieron a Jorge III los revolucionarios (inciso: para USA, los valientes patriotas que plantaron cara a Londres son revolucionarios, no rebeldes. La palabra rebelde es fea porque con ella se define a los sudistas) provocó el fin de la guerra y sí, el inicio de la independencia. 

Un par de días después en aquel otoño de 1781, los constituyentes reunidos en Filadelfia decidieron erigir un monumento a la victoria (en la imagen me he puesto artístico y no se aprecia que mide 80 metros de alto). Debieron de contratar a un chapuzas a domicilio, porque tardaron más de 100 años en terminar la obra. 

Sin variaciones: épica a secas para un amanecer en Gettysburg:





Por cierto... que empezó la ruta en carretera ayer y no puse canción. Hoy pongo una que vale por dos...

Buen lunes.