Y yo que creía haber visto un cerdo.
Era un oso.
Tuve que asumirlo durante casi un día hasta convencerme (esta mañana me di cuenta de que os solté el cebo en el post de ayer y luego se me olvidó contarlo).
Vi un oso a unos cinco metros y le di la importancia de ver una ardilla en el Retiro.
Un poco de sorpresa: anda, un animal.
Era un oso.
Porque un cerdo no podía ser.
Habría sido un cerdo enorme, más grande que un San Bernardo.
Habría sido el primer cerdo que he visto en diez días en Alaska (apenas los hay en los menús de los restaurantes, diría... si exceptuamos el bacon).
Habría sido extraño, un cerdo solo en lo alto de una colina, en la carretera más septentrional de Alaska, donde pasa un coche cada cinco minutos (si contamos ambas direcciones).
Habría sido raro, incluso aunque se hubiera escapado de un camión de cerdos (una posibilidad que roza la locura porque llevo diez años conduciendo por Estados Unidos y jamás de los jamases vi un camión de cerdos (en España los he visto múltiples veces).
Habría sido imposible, dado que no había camión cerca.
Habría sido improbable, que se escapase de una granja cercana. Estábamos en una curva con el conato de población más cercana a 100 kilómetros.
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Esto es solo indicativo... imaginad la escena en lo más alto de la siguiente colina, al tomar una curva similar. |
Habría sido un desastre si me hubiera dado por girar en ese mirador, porque me lo hubiera llevado por delante.
Parado en mitad del acceso, rebufando, gordo como cerdo recién cebado que aguarda (sin saberlo, asumo que nunca saben que los van a matar, pero quizá George Orwell sabía cosas que nosotros no) a la matanza. Gordo como oso que pasa todo el verano zampando lo que pilla a zarpa para el invierno que se viene encima (aquí el otoño dura lo de los dos peces de hielo en un whisky on the rocks).
Un oso. Grizzly, por lo que vi un día después, cuando me caí del caballo de la negación absurda y, en el centro de visitantes de Fairbanks vi el oso de la foto que ilustra este post en un diorama sobre las estaciones en Alasha. Un oso cazado y disecado, no una recreación.
Un oso como el oso-cerdo que vi.
Perdonadme que no le hiciera foto, pero fue un visto y no visto.
Y las guías dicen que nunca corras si ves un oso.
Que no corras a pie.
Si llevas una Ford F-150 acelera hasta quemar goma.
¿No os había enseñado el bicho que me dieron, no? Que yo quería una pickup para no andarme con tonterías aquí (y menos mal, que aquí no hay baches, sino trincheras de la Primera Guerra Mundial).
Menos mal. Con un coche normal, rueda y dirección no habrían sobrevivido a un boquete que me comí el segundo día.
En las fotos no se ve, pero tiene el doble de tamaño que un Toyota Corolla y he aprendido escalada para montarme (no es que yo sea el más alto del mundo, pero es que mi frente llega a la altura del retrovisor).
Eso sí, consume gasolina como si hubiera que justificar el drill baby drill aunque sea para ir a por un café.
Lo bueno es que hoy ha sido un día de medio relax (se nota en la profundidad y significado del post) y no he tenido que pedirle otro préstamo al banco para llenar el depósito.
Mañana dejo Fairbanks, ciudad en medio de ninguna parte que a ellos les gusta definir como estratégica para la conexión entre el sur de Alaska y un norte donde no hay nada más excepto el petróleo que ya trae eficientemente el oleoducto que construyeron desde el Ártico. Es la capital de las auroras boreales, Si estás tres días, tienes un 90% de posibilidades de ver una.
¿Sabéis quién está por una vez en el 10% que las estadísticas guardan normalmente a los privilegiados pero aquí es lo contrario?
Mañana me quedarán apenas dos días y seguramente vaya resumiendo y contando cosas que me he guardado sobre lo que pienso de Alaska.
El otro día será para el repaso gastronómico, tranquilos.
Os dejo con un cartel entrañable, traspapelado en el día de ayer:
Era un bar normal, no una de esas whiskerías con luces de neón en color en la fachada.