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miércoles, 10 de septiembre de 2025

El increíble oso-cerdo

 


Y yo que creía haber visto un cerdo. 

Era un oso.

Tuve que asumirlo durante casi un día hasta convencerme (esta mañana me di cuenta de que os solté el cebo en el post de ayer y luego se me olvidó contarlo).

Vi un oso a unos cinco metros y le di la importancia de ver una ardilla en el Retiro.

Un poco de sorpresa: anda, un animal.  

Era un oso. 

Porque un cerdo no podía ser. 

Habría sido un cerdo enorme, más grande que un San Bernardo. 

Habría sido el primer cerdo que he visto en diez días en Alaska (apenas los hay en los menús de los restaurantes, diría... si exceptuamos el bacon).

Habría sido extraño, un cerdo solo en lo alto de una colina, en la carretera más septentrional de Alaska, donde pasa un coche cada cinco minutos (si contamos ambas direcciones). 

Habría sido raro, incluso aunque se hubiera escapado de un camión de cerdos (una posibilidad que roza la locura porque llevo diez años conduciendo por Estados Unidos y jamás de los jamases vi un camión de cerdos (en España los he visto múltiples veces).

Habría sido imposible, dado que no había camión cerca. 

Habría sido improbable, que se escapase de una granja cercana. Estábamos en una curva con el conato de población más cercana a 100 kilómetros. 

Esto es solo indicativo... imaginad la escena en lo más alto de la siguiente colina, al tomar una curva similar
Esto es solo indicativo... imaginad la escena en lo más alto de la siguiente colina, al tomar una curva similar.

Habría sido un desastre si me hubiera dado por girar en ese mirador, porque me lo hubiera llevado por delante. 

Parado en mitad del acceso, rebufando, gordo como cerdo recién cebado que aguarda (sin saberlo, asumo que nunca saben que los van a matar, pero quizá George Orwell sabía cosas que nosotros no) a la matanza. Gordo como oso que pasa todo el verano zampando lo que pilla a zarpa para el invierno que se viene encima (aquí el otoño dura lo de los dos peces de hielo en un whisky on the rocks).

Un oso. Grizzly, por lo que vi un día después, cuando me caí del caballo de la negación absurda y, en el centro de visitantes de Fairbanks vi el oso de la foto que ilustra este post en un diorama sobre las estaciones en Alasha. Un oso cazado y disecado, no una recreación. 

Un oso como el oso-cerdo que vi. 

Perdonadme que no le hiciera foto, pero fue un visto y no visto. 

Y las guías dicen que nunca corras si ves un oso. 

Que no corras a pie. 


Si llevas una Ford F-150 acelera hasta quemar goma.    

¿No os había enseñado el bicho que me dieron, no? Que yo quería una pickup para no andarme con tonterías aquí (y menos mal, que aquí no hay baches, sino trincheras de la Primera Guerra Mundial). 


Menos mal. Con un coche normal, rueda y dirección no habrían sobrevivido a un boquete que me comí el segundo día. 

En las fotos no se ve, pero tiene el doble de tamaño que un Toyota Corolla y he aprendido escalada para montarme (no es que yo sea el más alto del mundo, pero es que mi frente llega a la altura del retrovisor). 

Eso sí, consume gasolina como si hubiera que justificar el drill baby drill aunque sea para ir a por un café. 

Lo bueno es que hoy ha sido un día de medio relax (se nota en la profundidad y significado del post) y no he tenido que pedirle otro préstamo al banco para llenar el depósito. 


Mañana dejo Fairbanks, ciudad en medio de ninguna parte que a ellos les gusta definir como estratégica para la conexión entre el sur de Alaska y un norte donde no hay nada más excepto el petróleo que ya trae eficientemente el oleoducto que construyeron desde el Ártico. Es la capital de las auroras boreales, Si estás tres días, tienes un 90% de posibilidades de ver una. 

¿Sabéis quién está por una vez en el 10% que las estadísticas guardan normalmente a los privilegiados pero aquí es lo contrario?

Mañana me quedarán apenas dos días y seguramente vaya resumiendo y contando cosas que me he guardado sobre lo que pienso de Alaska. 

El otro día será para el repaso gastronómico, tranquilos. 

Os dejo con un cartel entrañable, traspapelado en el día de ayer: 


Era un bar normal, no una de esas whiskerías con luces de neón en color en la fachada. 

 

lunes, 8 de septiembre de 2025

Eres un ganador, perdedor de mierda


Cosas de la publicidad: "Todos sois ganadores en el Mecca", dice un cartel de una cerveza de Alaska adaptada al bar en cuestión. Lo proclama en uno de los bares de perdedores más extremos que he conocido... y he estado en garitos de mariscadores furtivos en Conil, en el último bar de barra de aluminio con pantalla pringosa para ver el fútbol y cacahuetes de aperitivo en el centro de Madrid, a las cinco de la mañana en un antro de piratas en Nueva Orleans...  y otros muchos más que no recuerdo bien). 

Así que el Mecca está en Fairbanks. Es el único bar abierto en el centro. Bar como tal, puesto que hay un restaurante griego y otro mexicano aquí al lado. 





El centro de Fairbabks se ve en cinco minutos y te sobran tres. 

Pero es la pauta común (en Anchorage, con diez veces más de población que Fairbanks y, por tanto, la mitad de todo Alaska -tiene 300.000 habitantes- se veía en diez y sobraban siete). Común de las ciudades que se llaman como tal. Las que están para la administración, la industria y los servicios. Funcional. Todo es funcional en Alaska, esa gran zona de descarga continua (hablamos del paisaje urbano). 

Para ser excepcional está todo lo demás. La naturaleza: el 99%. 



La civilización siempre mancha. Es sucia. El Mecca, que es adonde iba al principio: todos los clientes 
están borrachos, dos tercios hablan solos (la población de indigentes gritando al aire es más común que esos osos que sigo sin ver), cuatro quintos son nativos, una mujer no deja de gritar para llamar la atención, el camarero (blanco), cojea y se diría que sufre un retraso ligero y sobrevenido, de los que te llegan por un accidente de moto o un golpe mal dado. Es joven y simpático. Los conoce a todos. Los aguanta. 

Hay una gramola. Monopolizada por una mujer que juega al billar con un jubilado de gorra caqui, barba blanca (ex de la industria, quizá). Ella es nativa y baila en torno a su palo de billar cada vez que emboca o porque el riff es bueno en ese momento. 

Elige música de puta madre: rock clásico. 

Él es gilipollas. El único blanco, quitándome a mí, que le dice al camarero que no puede ser que haya gente berreando por ahí. Él, que juega al billar con una igual de borracha imagino que para qué. El camarero la defiende. No me importa. No hace daño a nadie. Pero que lo tengas en cuenta. Sí, sí... y el camarero se va cojeando, donde los locos y borrachos están a sus cosas y no te dicen lo que tienes que hacer. 



Alaska es así. Le da igual lo que pienses o lo que sería normal. Aquí es normal no bajar nunca de los diez grados (iba a decir llevar camiseta de manga corta, como si fueras un madrileño al primer sol de febrero), llueve, nieva, hace un viento que multiplica lo malo de todo lo anterior. Las distancias son enormes, las carreteras mínimas. Pero es que, por lo que sea (seguramente, porque está muy lejos de todo y sus condiciones aprovechables son mínimas), nadie ha sido capaz de domarla. 

Nadie ha domado la naturaleza, claro está. 



Y esos nativos que llevan toda la vida aquí lo saben. Suerte tiene Alaska que no vendrá un Titanic a desafiarla. Sale demasiado caro. Aquí vienen turistas que dicen buscar sensaciones extremas y creen que la han vivido cuando ven a un solo polar con prismáticos. Lo mismo con ballenas o leones marinos. Hay algún crucero que atraca en los puertos del sur y te venden la historia marinera y los avistamientos de grandes mamíferos marinos. 

Bien. Uno no va a Cádiz a ver a las vacas retintas a pastar.

Que no digo que cuando uno va en un barquito a 100 dólares la hora (y el viaje no baja de cuatro) para ver si puede hacerse una foto de un beluga sea algo muy legítimo. Yo me he gastado una pasta para venir hasta aquí. 



Pero es que a mí ver animales me da cosa. Porque ellos casi nunca quieren ser vistos por algo. 

Por ti. 

Si me encuentro con uno... pues vale, le haré la foto (dicen que no corras cuando ves un oso, así que le diré que pose).

Aunque quizá entonces no haya blog mañana.  

viernes, 5 de septiembre de 2025

Sin árboles


Árboles. 

Tampoco hay árboles en el fin del mundo (como en la Puerta del Sol). Al menos, vivos, porque en las orillas de la múltiple costa en torno a Utqiagvik (hay un istmo que jadea ártico arriba hasta que se termina algo que llaman carretera pero no es más que roderas marcadas sobre la arena de playa) han ido a morir troncos apenas indistinguibles de los huesos de ballenas y otros mamíferos que murieron mar adentro o se ahogaron acá en la tierra. 


No hay árboles porque el suelo está helado y no hay raíz que se adentre en él a no ser que solo seas una plantita diminuta, anaranjada, amarilla o roja y que siembra los cementerios y alguna que otra explanada. 

Esto es la tundra, una especie de desierto helado cuya etimología ya lo explicaba sin más aspavientos: planicie sin árboles, según la palabra que lo designó en la lengua sami (nativos de la vecina Rusia).  

Las orillas se adornan de troncos, despojos de barcos, palés arrojados por la borda. Maquinaria oxidada, hierros retorcidos, contenedores enteros.



El litoral de Utqiagvik parece una playa de Normandía protegida por los nazis, un parapeto ridículo ante las hordas que vengan del frío del norte, la escena final de una película apocalíptica y cínica.

Hasta la costa nadan osos polares de islas cercanas, se recuestan al sol último de verano entre decenas de gaviotas que los merodean como moscas, a la caza de alguna migaja.




Ben es de la zona. En los meses donde la temperatura se mantiene por encima de cero grados se gana la vida haciendo de guía al puñado de turistas despistados que suben hasta aquí. En invierno, otoño o primavera caza. De todo y lo que se tercie. Pesca también. De lo que se tercie. 

Ben va contando anécdotas pero va más allá del buen conductor que mira siempre muchos metros por delante. Ben mira una milla hacia delante. Su misión es avistar el peligro. No haya a ser que nos topemos con un oso polar.

Como hoy. 

Espoiler: si escribo esto es que no ha pasado nada. 

La insistencia del turista le va empujando a acercarse más y más. No lo hará a menos de unos 400 metros. El de Kentucky es especialmente incisivo y temerario. 

Un macho alfa allá por el instituto que se viene a Alaska con mujer y niña de nueve años (¿no empezó ya el colegio? sí, empezó el martes aquí), con gorra, camiseta de lo bueno que es el petróleo para Alaska (o sea, de una empresa que lo saca) y no hace caso a la niña (solo cuando le tiene que quitar los prismáticos porque lleva mucho tiempo con ellos); mucho menos a la mujer, que en los paseos se va sola por ahí porque no me extraña, viajar desde tan lejos a tan lejos y que el marido siga por ahí. Él solo quiere ver animales salvajes. 

La llamada de la selva de Kentucky a Alaska. 

No tengo ni idea si son de Kentucky.

Este soy, que de Kentucky tengo lo que haya bebido en bourbon.

Pero pinta de gran ciudad que no vote a Trump no tienen.  

El oso de hoy se echa una siesta (por eso en la foto solo se ve su culo y un lomo enorme). No saluda a los humanos que lo tienen que apreciar desde una distancia prudencial. A lo lejos, es la mancha blanco roto entre las múltiples gaviotas. 



-¿Cuál es la menor distancia a la que has estado de un oso?

-Dos metros. 

-¿A propósito?

-Claro que no. 

Ben no tiene ni 30 años ni dientes en la parte de arriba salvo un incisivo. Usa sudadera con capucha, está moteado de barro de arriba abajo y cada dos frases de explicación intercala a alguien de su familia.
Bromea con la desolación de su tierra, de los chamizos donde acampan y hacen barbacoa sus vecinos allá donde terminan las carreteras (no dice que aquí las casas se abandonan pero no se derriban porque sería delito, porque son historia de los que se asentaron antes que nadie).

Bromea cuando dejamos la carretera de tierra prensada y nos zambullimos en la arena blanda a toda velocidad: espero que nadie sea propenso a marearse.

Bromea salvo con lo de acercarse a los animales. 




Ni siquiera a los muertos. Cuando pasamos a un par de metros de una morsa pudiéndose y sobre la que picotean varias gaviotas, el de Kentucky pide que paremos. 

-Ni de coña. 

Dice Ben. 

Serio.

Ben es un iñupiat, que no lo había dicho. 

Un habitante del fin del mundo. 












jueves, 4 de septiembre de 2025

El viejo oeste en el (nor)oeste de verdad

Utqiagvik puede ser muchas cosas: el punto más al norte de Estados Unidos, la ciudad más fría de Alaska, el municipio donde más días (66, entre el 18 de noviembre y el 23 de enero) es de noche, el fin de todas las carreteras (aunque para llegar haga falta un avión porque no hay conexión por tierra al resto del Estado y aquí, más de 500 kilómetros dentro del Círculo Polar Ártico, no llegan cruceros) y, por lo tanto, el fin del mundo conocido... si es que nos creemos el cuento de que el mundo se acaba donde digan los occidentales. 

Utqiagvik recuperó en 2016 su denominación original de la tribu de los Iñupiat, los más numerosos en el extremo noroccidental del continente, desde el Barrow anglosajón... pese a que los aviones siguen volando a Barrow. Dicen que este rincón lleva habitado por los nativos desde el 1.500 de antes de Cristo.

Dos tercios de su población sigue siendo de origen nativo y solo uno de cada seis blanco. 


Decía que Utqiagvik puede, y es, muchas cosas. Pero también es una mezcla inverosímil de poblado de pioneros del viejo oeste y vertedero de la civilización. La línea de costa, donde el Ártico ruge y bate en su primer contacto con la tierra firme, es de arena oscura, apelmazada, sucia, y en ella se apilan neumáticos de camiones gigantescos, estructuras de metal oxidado, árboles muertos y lo que el mar haya vomitado. 



Aquí no se pasea románticamente al atardecer.

Uno, que tiene sus costumbres, se va a pasear a media tarde. 

Y se pone a nevar, con una sensación térmica en el aire de cinco grados bajo cero.




 Dicen las estadísticas que la primera nevada suele venir a principios de octubre. 

Ya ven. Aunque más que nieve con granos de hielo, como supongo que los recién casados se sienten cuando les arrojan arroz.   

Solo que con un poco más de frío. 

Y no, las fotos no son los arrabales de Utqiagvik. Es su calle principal. Aquí no hay asfalto porque bajo el fango reina el permafrost, que es ese suelo que se mantiene a no más de cero grados.




Resulta complicado discernir qué casas están abandonadas y cuáles no. El deterioro es casi idéntico en todas. Desde una, un niño se ríe y me saca el pulgar hacia abajo. 

Qué hará el gilipollas este ahí afuera.  

A qué no se lo dices a los niños mayores que juegan al baloncesto bajo la ventisca.






Utqiagvik es cara, muy cara. Traerlo todo en avión lleva su sobrecoste. Varios ejemplos del único supermercado de lo que dicen que es el downtown: un KitKat, cuatro dólares; un paquete de Cheetos, 11 dólares; un paquete de café, 23 dólares. 

No hay alcohol. Está prohibido venderlo, aunque no consumirlo si lo traes contigo. 

Hay más quads que personas (como en Barbate, pero sin droga y unos pocos grados menos). 

No hay McDonalds ni ninguna otra cadena. Una hamburguesa simple con patatas congeladas cuesta 20 dólares. 

Hay un local donde fumar cannabis. 

No hay horarios.

Hay un aeropuerto donde la terminal es un hangar de hojalata.

Hay gente andando por el lodo en camiseta de manga corta.

Hay osos polares. Y focas y morsas. Y ballenas cuya caza por un joven de la tribu se celebra como acontecimiento. 

Hay tradición en enseñar a cada miembro de la tribu a ganarse la vida con lo que hay. 

Con lo poco que hay. 









Hay cierta belleza en todo esto. 

Lo que el fin del mundo deja hacer a la civilización. 

Arrastrarse en el barro. 


Aquí se viene al fin del mundo


Pero yo no. Soy europeo y tengo un estilo (¿el qué?). Tuve señales. Yo creía que era catetismo a lo de decathlón en un domingo de Casa de Campo. Porque, si no, que me diga alguien por qué en el avión a Anchorage todos iban vestidos como si, nada más aterrizar, en vez del pasaporte, te fueran a empujar a correr por un sendero entre osos y falta de autoestima. 

Me explico: hay solo tres aviones internacionales que aterricen en Anchorage (la ciudad tan más poblada de Alaska que aglutina la mitad de la población total de un estado tres veces el tamaño de España). Hay dos desde Canadá y el tercero desde Frankfurt. Ahí estaba yo, en el alemán. Muy bien, que el avión iba a un cuarto de capacidad y no hay dios clásico, nórdico, cristiano o inventado (¿como todos?) que no sepa la lotería que supone no tener a nadie al lado en un vuelo intercontinental. Rodeado de gente vestida para asaltar los senderos peor señalizados... cuando lo peor señalizado de la civilización que conocemos es el aeropuerto de Frankfurt. Aunque hablaban alemán y ya sabemos que si una azafata te pregunta el sabor del zumo suena mal porque todos hemos visto películas de chico donde en un control de frontera preguntan algo indistinguible y...

Bueno. Que llegué a Anchorage. Aeropuerto internacional, dicen. Cada uno se sube la moral como puede. 

El oso que no falte. 




Este es el ambiente. 



Estos son los medios de telecomunicaciones (el único cajero que había estaba estropeado). Y no es broma ni una exposición:




Hay un mostrador de información y una señora que debe de estar acogida a la Seguridad Social española porque sigue trabajando con 80 años. Hay gente que porta carteles dando la bienvenida a una profesora o algo. No hay nadie, básicamente. He visto películas de zombis donde en un aeropuerto hay más vida (eso quita a los zombis que corran hacia ti, carne fresca). 

Anchorage es ese fin del mundo perfecto. Para empezar, porque no vive mucha gente y eso te da campo para correr.
 
Lo malo de eso es que no te da para mucho más. 

Pero es que esto es el fin del mundo. 

Salto muchas horas a una conversación. Camille, una camarera muy amable (aquí en los USA todos son amables porque viven de las propinas) me pregunta que si estoy en Alaska por la naturaleza, por los leones marinos o por el senderismo. 

Entonces, ¿tienes otra cerveza local?

Pregunto yo, todo tacto. 

Camille pone cara de fletán y me pone otra IPA con demasiado sabor a limón.

Estamos en Seward, que es un pueblito de unos 2.000 habitantes encasquetado en un fiordo (como en Noruega) y donde se supone que las fotos son preciosas porque se ven montañas con mucha nieve. Lo que hay es mucha niebla y no se ve a más de cien metros.




El tiempo en Alaska no está hecho para las postales. 

Seward, cuyo nombre honra al secretario de Estado que negoció en 1867 la compra de Alaska a Rusia, está enclavada en una bahía de nombre precioso y premonitorio: Bahía Resurrección. 

Seward fue fundada a principios del siglo XX y los que ya habían llenado los Estados Unido fetén de ferrocarriles decidieron crear uno aquí que cruzara el Estado. Al principio, fue solo la estación de salida hacia lo desconocido. Lo que pasa es que se les explotó la burbuja y dejaron la línea férrea con unas pocas millas nada más. A Seward casi le dio igual o le vino hasta bien porque se convirtió en puerto de entrada literal: por mar. Luego, la Segunda Guerra Mundial la convirtió en lugar estratégico para el salto a Japón y el puerto de Seward crecía y crecía. 

Hasta 1964, que la tierra tembló y la aguas arrasaron Seward. El mar ganó y Seward volvió a convertire en puerto pesquero humilde y al que llegan turistas de tres tipos: cruceristas, de acampada y por tren. 




  
Donde estuvieron los muelles e infraestructura de la que fuera ciudad más importante de Alaska quedan pilotes carcomidos y solares donde aparcar la autocaravana. 

Yo he llegado por tren. Un paseo que ya de por sí merece la pena (y el precio). Aquí sí hay para imprimir miles de postales... aunque el tiempo no mejorase hasta la tarde. 


 




El viaje de cuatro horas y pico para 200 kilómetros (hay gente que va en bicicleta más rápido) es un trayecto a través de bahías desoladas, bosques impertérritos, montañas nevadas en verano, glaciares derramados, animales a los que no les da la gana salir a que les hagan fotos. 







No sé por qué estoy aquí salvo porque sí, porque me quedaba Alaska y Puerto Rico y Hawai para pisar todos los EE UU. Pero creo que sí, que estoy aquí porque esto es el oeste del oeste, que luego ya viene el este tal y como lo conocemos (el extremo oriental de Rusia, Japón, China...) y porque, ahora que estoy aquí, eso de que es la última frontera, como le encantan presumir en la publicidad estatal, tiene su sentido absoluto. 

Esto es muchas cosas que desarrollaré antes de incurrir en ser novelero, dando por sentado cosas en día y medio... o sea, como reportero de verano que da consejos universales lo que la Carmen de Córdoba te dice que tienes que hacer en una ola de calor o en un agosto más. 

Dormir la siesta. 

Si no trabajas, en agosto a las cuatro se duerme con el sonido de la tele de fondo. 

Alaska: me he perdido. En Alaska no pintas mucho si no se te ha perdido nada, o todo, y no lo sabes aún. 

Eso es lo que creo. 

Llevo un día.

Y me he comprado un cortafríos y camisa recia cuadros. Ya verás como en el vuelo de regreso van todos vestidos como de traje de chaqueta prestos a no bajar los tipos (chiste sectorial).