Cosas de la publicidad: "Todos sois ganadores en el Mecca", dice un cartel de una cerveza de Alaska adaptada al bar en cuestión. Lo proclama en uno de los bares de perdedores más extremos que he conocido... y he estado en garitos de mariscadores furtivos en Conil, en el último bar de barra de aluminio con pantalla pringosa para ver el fútbol y cacahuetes de aperitivo en el centro de Madrid, a las cinco de la mañana en un antro de piratas en Nueva Orleans... y otros muchos más que no recuerdo bien).
Así que el Mecca está en Fairbanks. Es el único bar abierto en el centro. Bar como tal, puesto que hay un restaurante griego y otro mexicano aquí al lado.
El centro de Fairbabks se ve en cinco minutos y te sobran tres.
Pero es la pauta común (en Anchorage, con diez veces más de población que Fairbanks y, por tanto, la mitad de todo Alaska -tiene 300.000 habitantes- se veía en diez y sobraban siete). Común de las ciudades que se llaman como tal. Las que están para la administración, la industria y los servicios. Funcional. Todo es funcional en Alaska, esa gran zona de descarga continua (hablamos del paisaje urbano).
Para ser excepcional está todo lo demás. La naturaleza: el 99%.
La civilización siempre mancha. Es sucia. El Mecca, que es adonde iba al principio: todos los clientes
están borrachos, dos tercios hablan solos (la población de indigentes gritando al aire es más común que esos osos que sigo sin ver), cuatro quintos son nativos, una mujer no deja de gritar para llamar la atención, el camarero (blanco), cojea y se diría que sufre un retraso ligero y sobrevenido, de los que te llegan por un accidente de moto o un golpe mal dado. Es joven y simpático. Los conoce a todos. Los aguanta.
Hay una gramola. Monopolizada por una mujer que juega al billar con un jubilado de gorra caqui, barba blanca (ex de la industria, quizá). Ella es nativa y baila en torno a su palo de billar cada vez que emboca o porque el riff es bueno en ese momento.
Elige música de puta madre: rock clásico.
Él es gilipollas. El único blanco, quitándome a mí, que le dice al camarero que no puede ser que haya gente berreando por ahí. Él, que juega al billar con una igual de borracha imagino que para qué. El camarero la defiende. No me importa. No hace daño a nadie. Pero que lo tengas en cuenta. Sí, sí... y el camarero se va cojeando, donde los locos y borrachos están a sus cosas y no te dicen lo que tienes que hacer.
Alaska es así. Le da igual lo que pienses o lo que sería normal. Aquí es normal no bajar nunca de los diez grados (iba a decir llevar camiseta de manga corta, como si fueras un madrileño al primer sol de febrero), llueve, nieva, hace un viento que multiplica lo malo de todo lo anterior. Las distancias son enormes, las carreteras mínimas. Pero es que, por lo que sea (seguramente, porque está muy lejos de todo y sus condiciones aprovechables son mínimas), nadie ha sido capaz de domarla.
Nadie ha domado la naturaleza, claro está.
Y esos nativos que llevan toda la vida aquí lo saben. Suerte tiene Alaska que no vendrá un Titanic a desafiarla. Sale demasiado caro. Aquí vienen turistas que dicen buscar sensaciones extremas y creen que la han vivido cuando ven a un solo polar con prismáticos. Lo mismo con ballenas o leones marinos. Hay algún crucero que atraca en los puertos del sur y te venden la historia marinera y los avistamientos de grandes mamíferos marinos.
Bien. Uno no va a Cádiz a ver a las vacas retintas a pastar.
Que no digo que cuando uno va en un barquito a 100 dólares la hora (y el viaje no baja de cuatro) para ver si puede hacerse una foto de un beluga sea algo muy legítimo. Yo me he gastado una pasta para venir hasta aquí.
Pero es que a mí ver animales me da cosa. Porque ellos casi nunca quieren ser vistos por algo.
Por ti.
Si me encuentro con uno... pues vale, le haré la foto (dicen que no corras cuando ves un oso, así que le diré que pose).
Aunque quizá entonces no haya blog mañana.
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