jueves, 4 de septiembre de 2025

El viejo oeste en el (nor)oeste de verdad

Utqiagvik puede ser muchas cosas: el punto más al norte de Estados Unidos, la ciudad más fría de Alaska, el municipio donde más días (66, entre el 18 de noviembre y el 23 de enero) es de noche, el fin de todas las carreteras (aunque para llegar haga falta un avión porque no hay conexión por tierra al resto del Estado y aquí, más de 500 kilómetros dentro del Círculo Polar Ártico, no llegan cruceros) y, por lo tanto, el fin del mundo conocido... si es que nos creemos el cuento de que el mundo se acaba donde digan los occidentales. 

Utqiagvik recuperó en 2016 su denominación original de la tribu de los Iñupiat, los más numerosos en el extremo noroccidental del continente, desde el Barrow anglosajón... pese a que los aviones siguen volando a Barrow. Dicen que este rincón lleva habitado por los nativos desde el 1.500 de antes de Cristo.

Dos tercios de su población sigue siendo de origen nativo y solo uno de cada seis blanco. 


Decía que Utqiagvik puede, y es, muchas cosas. Pero también es una mezcla inverosímil de poblado de pioneros del viejo oeste y vertedero de la civilización. La línea de costa, donde el Ártico ruge y bate en su primer contacto con la tierra firme, es de arena oscura, apelmazada, sucia, y en ella se apilan neumáticos de camiones gigantescos, estructuras de metal oxidado, árboles muertos y lo que el mar haya vomitado. 



Aquí no se pasea románticamente al atardecer.

Uno, que tiene sus costumbres, se va a pasear a media tarde. 

Y se pone a nevar, con una sensación térmica en el aire de cinco grados bajo cero.




 Dicen las estadísticas que la primera nevada suele venir a principios de octubre. 

Ya ven. Aunque más que nieve con granos de hielo, como supongo que los recién casados se sienten cuando les arrojan arroz.   

Solo que con un poco más de frío. 

Y no, las fotos no son los arrabales de Utqiagvik. Es su calle principal. Aquí no hay asfalto porque bajo el fango reina el permafrost, que es ese suelo que se mantiene a no más de cero grados.




Resulta complicado discernir qué casas están abandonadas y cuáles no. El deterioro es casi idéntico en todas. Desde una, un niño se ríe y me saca el pulgar hacia abajo. 

Qué hará el gilipollas este ahí afuera.  

A qué no se lo dices a los niños mayores que juegan al baloncesto bajo la ventisca.






Utqiagvik es cara, muy cara. Traerlo todo en avión lleva su sobrecoste. Varios ejemplos del único supermercado de lo que dicen que es el downtown: un KitKat, cuatro dólares; un paquete de Cheetos, 11 dólares; un paquete de café, 23 dólares. 

No hay alcohol. Está prohibido venderlo, aunque no consumirlo si lo traes contigo. 

Hay más quads que personas (como en Barbate, pero sin droga y unos pocos grados menos). 

No hay McDonalds ni ninguna otra cadena. Una hamburguesa simple con patatas congeladas cuesta 20 dólares. 

Hay un local donde fumar cannabis. 

No hay horarios.

Hay un aeropuerto donde la terminal es un hangar de hojalata.

Hay gente andando por el lodo en camiseta de manga corta.

Hay osos polares. Y focas y morsas. Y ballenas cuya caza por un joven de la tribu se celebra como acontecimiento. 

Hay tradición en enseñar a cada miembro de la tribu a ganarse la vida con lo que hay. 

Con lo poco que hay. 









Hay cierta belleza en todo esto. 

Lo que el fin del mundo deja hacer a la civilización. 

Arrastrarse en el barro. 


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