domingo, 7 de septiembre de 2025

Se vende casa

Esta NO ES LA CASA.
Esta NO ES LA CASA que me ofrecieron.


Unos 50.000 dólares. O puede que fueran 150.000. No sé. Pero está recién reformada, con doble aislamiento en paredes y techos y en un lugar tan apropiado para comerciar con Europa como este (????????). Brad ha querido venderme su casa. Me ha soltado la bomba tras estar con él y Diana, su pareja, casi media hora. Se veía venir, la parte inmobiliaria de la conversación, porque había empezado preguntándome por cómo estaba la vivienda en España.

Ay, Brad. Si tú supieras. 

Traté de quitarle las ganas de expatriarse (porque me quiero expatriar, clamaba vehemente) diciendo que había mucho alemán, inglés y hasta rusos (apelando al miedo baby boomer)... pero es que a Brad no le importa nada de eso. Él solo quiere hablar de política (mal, hablar muy mal, no digamos ya de Trump) pero Diana no le deja. Diana le dice una y otra vez que se calle para dejarme hablar y pienso que qué amable es Diana.

De los que se fían de los amables están llenos los cementerios del cinismo. 





Diana empieza a largar y se lleva un cuarto de hora (no exagero) hablando de la conexión con la tierra, la naturaleza, los egipcios que ya lo sabían, que tenemos 2.000 años para reaccionar (muy largo me lo fías, Diana), pero que estamos en una confluencia existencial, me recomienda un gurú en YouTube que, gracias a la madre naturaleza, no pillo el nombre (si no lo busco y todo) y...

Brad, a todo esto, se pone a pagar a su espalda mientras remeda a Diana. Brad tiene 69 años y una barba blanca. Parece un adorable anciano, pero se bebe tres whiskys dobles en lo que yo me tomo una cerveza (y sabéis que no soy la persona más lenta bebiendo), las mejillas las tiene como estrellas de venas reventadas y de su estómago cuelga una bolsa asistencial que no le pregunté si de orina, mierda, ambas o a saber. Diana podría tener diez años menos que él y viste como una de cuarenta de la zona: camisa a cuadros, vaqueros, gorra... Brad es de Seattle y ella de Nueva York (Brad se mofa de ella, de si he entendido algo porque los se NY hablan con un calcetín en la boca; no sé qué contestarle, si no he entendido nada por el idioma o por lo que dice a secas). Brad lleva 30 años en Alaska, en Talkeetna, que es donde estamos. Este pueblo, del que dicen que se basaron para recrear el Cicely de Doctor en Alaska (no le veo mucho parecido), es una especie de campamento base de todo aquel que quiere lanzarse a las montañas o al río. 




En 1991 esto era el paraíso, en el 2000 había gente pero se estaba bien y en 2007 solo quería salir de aquí. 

Dice Brad.

Brad me cae regular, la verdad, porque me preguntó la edad y decía que parezco mayor. 

El que lleva una bolsa colgada del cinto para no mearse encima. 

Ahora en serio. Brad viene a ser lo que Alaska ha terminado siendo. Una especie de lugar de vacaciones para gente de mucho dinero. Está lejos de todo, y eso la salva de las aglomeraciones. De hecho, las instalaciones para turistas son entrañables por rústicas y simples. Y eso está bien. En ciertos sitios como el sur hay algo más de infraestructura e imagino que todo puerto que tocan los cruceros (yo conocí Seward) se adapta a la demanda. 

Sin embargo, incluso para gente del país esto sigue estando muy lejos. 

Y no es una tierra hecha para turistas. 

Alaska no piensa en comodidades ni en el cliente primero. Esto es un territorio hostil que, por razones geopolíticas, pertenece al primer mundo. Pero no es primer mundo... por mucho que insistan los que vienen hasta aquí. ¿Sabéis eso de irse de casa rural en Segovia? La prisa de la gran ciudad desaparece, habrá un bar como mucho, huele a ganado, la WiFi es mala, la humedad te mata, qué ganas de volver a Madrid... 

Multipliquen por mil y eso es Alaska. 

Lo que es genial, la verdad. 


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