jueves, 4 de septiembre de 2025

Aquí se viene al fin del mundo


Pero yo no. Soy europeo y tengo un estilo (¿el qué?). Tuve señales. Yo creía que era catetismo a lo de decathlón en un domingo de Casa de Campo. Porque, si no, que me diga alguien por qué en el avión a Anchorage todos iban vestidos como si, nada más aterrizar, en vez del pasaporte, te fueran a empujar a correr por un sendero entre osos y falta de autoestima. 

Me explico: hay solo tres aviones internacionales que aterricen en Anchorage (la ciudad tan más poblada de Alaska que aglutina la mitad de la población total de un estado tres veces el tamaño de España). Hay dos desde Canadá y el tercero desde Frankfurt. Ahí estaba yo, en el alemán. Muy bien, que el avión iba a un cuarto de capacidad y no hay dios clásico, nórdico, cristiano o inventado (¿como todos?) que no sepa la lotería que supone no tener a nadie al lado en un vuelo intercontinental. Rodeado de gente vestida para asaltar los senderos peor señalizados... cuando lo peor señalizado de la civilización que conocemos es el aeropuerto de Frankfurt. Aunque hablaban alemán y ya sabemos que si una azafata te pregunta el sabor del zumo suena mal porque todos hemos visto películas de chico donde en un control de frontera preguntan algo indistinguible y...

Bueno. Que llegué a Anchorage. Aeropuerto internacional, dicen. Cada uno se sube la moral como puede. 

El oso que no falte. 




Este es el ambiente. 



Estos son los medios de telecomunicaciones (el único cajero que había estaba estropeado). Y no es broma ni una exposición:




Hay un mostrador de información y una señora que debe de estar acogida a la Seguridad Social española porque sigue trabajando con 80 años. Hay gente que porta carteles dando la bienvenida a una profesora o algo. No hay nadie, básicamente. He visto películas de zombis donde en un aeropuerto hay más vida (eso quita a los zombis que corran hacia ti, carne fresca). 

Anchorage es ese fin del mundo perfecto. Para empezar, porque no vive mucha gente y eso te da campo para correr.
 
Lo malo de eso es que no te da para mucho más. 

Pero es que esto es el fin del mundo. 

Salto muchas horas a una conversación. Camille, una camarera muy amable (aquí en los USA todos son amables porque viven de las propinas) me pregunta que si estoy en Alaska por la naturaleza, por los leones marinos o por el senderismo. 

Entonces, ¿tienes otra cerveza local?

Pregunto yo, todo tacto. 

Camille pone cara de fletán y me pone otra IPA con demasiado sabor a limón.

Estamos en Seward, que es un pueblito de unos 2.000 habitantes encasquetado en un fiordo (como en Noruega) y donde se supone que las fotos son preciosas porque se ven montañas con mucha nieve. Lo que hay es mucha niebla y no se ve a más de cien metros.




El tiempo en Alaska no está hecho para las postales. 

Seward, cuyo nombre honra al secretario de Estado que negoció en 1867 la compra de Alaska a Rusia, está enclavada en una bahía de nombre precioso y premonitorio: Bahía Resurrección. 

Seward fue fundada a principios del siglo XX y los que ya habían llenado los Estados Unido fetén de ferrocarriles decidieron crear uno aquí que cruzara el Estado. Al principio, fue solo la estación de salida hacia lo desconocido. Lo que pasa es que se les explotó la burbuja y dejaron la línea férrea con unas pocas millas nada más. A Seward casi le dio igual o le vino hasta bien porque se convirtió en puerto de entrada literal: por mar. Luego, la Segunda Guerra Mundial la convirtió en lugar estratégico para el salto a Japón y el puerto de Seward crecía y crecía. 

Hasta 1964, que la tierra tembló y la aguas arrasaron Seward. El mar ganó y Seward volvió a convertire en puerto pesquero humilde y al que llegan turistas de tres tipos: cruceristas, de acampada y por tren. 




  
Donde estuvieron los muelles e infraestructura de la que fuera ciudad más importante de Alaska quedan pilotes carcomidos y solares donde aparcar la autocaravana. 

Yo he llegado por tren. Un paseo que ya de por sí merece la pena (y el precio). Aquí sí hay para imprimir miles de postales... aunque el tiempo no mejorase hasta la tarde. 


 




El viaje de cuatro horas y pico para 200 kilómetros (hay gente que va en bicicleta más rápido) es un trayecto a través de bahías desoladas, bosques impertérritos, montañas nevadas en verano, glaciares derramados, animales a los que no les da la gana salir a que les hagan fotos. 







No sé por qué estoy aquí salvo porque sí, porque me quedaba Alaska y Puerto Rico y Hawai para pisar todos los EE UU. Pero creo que sí, que estoy aquí porque esto es el oeste del oeste, que luego ya viene el este tal y como lo conocemos (el extremo oriental de Rusia, Japón, China...) y porque, ahora que estoy aquí, eso de que es la última frontera, como le encantan presumir en la publicidad estatal, tiene su sentido absoluto. 

Esto es muchas cosas que desarrollaré antes de incurrir en ser novelero, dando por sentado cosas en día y medio... o sea, como reportero de verano que da consejos universales lo que la Carmen de Córdoba te dice que tienes que hacer en una ola de calor o en un agosto más. 

Dormir la siesta. 

Si no trabajas, en agosto a las cuatro se duerme con el sonido de la tele de fondo. 

Alaska: me he perdido. En Alaska no pintas mucho si no se te ha perdido nada, o todo, y no lo sabes aún. 

Eso es lo que creo. 

Llevo un día.

Y me he comprado un cortafríos y camisa recia cuadros. Ya verás como en el vuelo de regreso van todos vestidos como de traje de chaqueta prestos a no bajar los tipos (chiste sectorial). 


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