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domingo, 23 de septiembre de 2018

Pop, rock y blues




Hace diez años, cuando puse punto y final a 'Una historia pop' (lo de 'aventura' vino luego por sugerencia editorial) creía que ahí acababan las aventuras de Carmen, Ricardito y Freddy. Allí se quedaban, en la playa gaditana donde crecí, la Playa de la Torre del Puerco, desangrándose o quizá muriéndose después de una batalla imposible. Lo del epílogo aclarando un poco las cosas también vino mucho después. Durante mucho tiempo, el final fue el final. Pasarían muchos años de espera, de incertidumbre, de rechazos, de silencios, de fracasos.




Entre unos y otros, en septiembre de 2009, me vino a la cabeza un primer fogonazo de posible continuación. Fue en Monument Valley, no en las praderas de los monolitos famosos de las películas de John Ford, sino en un valle apartado, a la espalda de los turistas: por un momento, vi a los tres cabalgando a toda prisa porque les perseguían montañas que cobraban vida. O algo por el estilo.



Pero llegó 2010 y luego 2011, cuando la vida me dejó poco resquicio a la ficción y el poco aire que me quedaba lo volqué en 'Runaway' y su huida hacia delante. Poco a poco, Carmen, Ricardito y Freddy caían en el peor de los olvidos, que es el olvido de quien los creó. Nadie los quería, a nadie les interesaban. 2012 también pasó y, con él, el bicentenario definitivo de los hechos que sirven de escenario a la novela (aunque, en puridad, los hechos sucedían en 1811). 

Cuatro años después de poner el punto y final, y con otra novela más reciente entre manos, era el momento de pasar página. Había quien me decía que aquella novela era distinta, la de Pop, digo. Dani, Nuria, Ana... aquellos que la leyeron en folios impresos en casa y sobre los que agotaba cartuchos de tóner porque me empañaba en imprimir los ejemplares en color, con los protagonistas, cada vez que se les nombraba, en una tonalidad distinta: Carmen en rojo, Ricardito en azul y Freddy en naranja; aquellos que se resistían a dejar morir aquello.

Por ellos (bueno, y porque soy un poco cabezón) incluso la llegué a subir a Amazon. La compraron unos cuantos amigos, quizá algunos leáis esto. Y con eso sí que pensé que ahí se terminaba su periplo. Fue entonces, como en una peli mala, cuando ya no esperas nada, que oí a un amigo que me contaba que un amigo de un amigo estaba montando una editorial a la que había enviado una novela que había escrito y que aceptaba manuscritos. Que publicaba solo en digital. 

Esta foto me la enviaron este mismo domingo desde Cádiz una amiga lectora.


Bueno: después de solo recibir calladas por respuesta saber que había alguien que al menos abriría mi correo ya es algo. Es como lo de mandar currículms sin que haya nadie al otro lado. Y les escribí, adjuntándoles 'Runaway', que era lo último que había terminado y mi apuesta del momento. En el último segundo, añadí 'Una historia pop'. Porque adjuntar documentos era gratis (si hubiera tenido que enviarla por correo postal jamás me habría gastado otros 30 euros en imprimirla y encuadernarla de nuevo para nada). La editorial era Lapsus Calami y el contacto Jorge Vales.

Hoy, ambos nombres puedan sonar a malditos. Y sin “el pueden sonar”. Obviamente, yo les debo el comienzo de lo que pueda ser (de lo poco que pueda ser en este mundo editorial) a los Jorge Vales y Lapsus Calami de 2013 y de 2014. También a Carlos Bravo (lector cero y entusiasta), José Miguel Campos (responsable de redes y no menos entusiasta promotor de la obra) o Jean (correctora y tampoco menos entusiasta de la novela).



Primavera de 2013. Jorge me llama y me dice que me publica la novela. Esa llamada que todo aspirante a escritor sueña con recibir, me llega cinco años después de haberla escrito, casi 20 años después de haber escrito y terminado mi primera novela, allá por los primeros años de facultad. Yo creo que se refiere a 'Runaway' y dice que no, que no. Que habla de Pop. Que le gusta tanto que ha decidido editar en papel mi novela y la de aquel amigo que me habló de él. Que se pone en marcha todo. Y ocurre. Y el 9 de noviembre de 2013, día festivo por la Almudena en Madrid (lo destaco porque la primera novela de juventud que terminé, la de 1993-1994, arranca justo un día de la Almudena) cojo un autobús en Moncloa y subo a Torrelodones, donde vivía Jorge, y en un bar del centro, junto a Jean y Jorge, recibo mi primer ejemplar. Como no sé lo que es tener un hijo puede resultar algo frívolo hablar del orgullo y la felicidad con la que bajé, libro en el regazo, hojeándolo ansioso, a Madrid esa noche, en el último autobús de la noche, en la madrugada ya del día siguiente.

Hago aquí una elipsis hasta el año 2015 porque solo quiero hablar de cosas bonitas. Y momento bonito donde los haya es cuando en aquellos meses me crucé con Carmen Moreno. Poco a poco, de casualidad, de pasada, en una presentación o en otra. 

El escenario del asedio a Nueva Orleans.

A mediados de ese 2015 ya había terminado 'Un horizonte rock' (nombre original de 'La Dama Blanca del Mississippi'), una vez que Jorge me había pedido que continuase con la historia y yo, después de pasar por Nueva Orleans en el verano de 2014, decidiera que había una historia en ese otro asedio tan parecido a una ciudad que tanto se me parece a Cádiz como Nueva Orleans. 

Jorge estaba tan encantado que hasta me obligó a abrirme una cuenta de skype (nunca la he llegado a usar y no sé ni cómo quitarla del escritorio) para hacer una presentación desde la ciudad americana en mi viaje de julio de 2015. Una de sus ideas. La última. ‘Un Horizonte Rock’ no se publicó a tiempo para julio. Ni para agosto, septiembre, octubre, noviembre, diciembre…

Jorge desaparece de escena y aparece Carmen, que andaba ya lanzando desde hacía meses su propia editorial. Por supuesto que quiere ‘Un horizonte rock, pero tiene que hacer hueco en la programación. Por supuesto. Si esperé 20 años por Pop, qué más dan ya unos meses más.

Pasa 2016.



Llega 2017 y en abril, ese otro mes donde tantas cosas (me) ocurren se publica ‘La Dama Blanca del Mississippi’. La historia desde esos días ya es algo más conocida porque he dado la brasa convenientemente en este blog y en las redes.

Esto era una historia de orígenes y de reconocimiento a quien sigue creyendo en todo ello. Hagan caso a Carmen y pasen por su tienda, la digital https://www.cazadorderatas.com/ o la física, Librería La Ratonera, en Cadi, Cadi.



Para celebrar que, tras Pop y Rock, el círculo se cierra con un Blues (o empieza de nuevo, o yo qué sé), os dejo la que podría haber sido la banda sonora de la criatura de haber elegido el mismo modelo de sus dos hermanas mayores en lugar de rendirme a la poesía.

Disfruten, al menos, de la música. Y lean. No a mí, necesariamente. 

Pero lean. 

Primer verso: ‘You only live once’, de The Strokes



Segundo verso: ‘Machine gun’, de Portishead




Tercer verso: Common People, de Pulp



Cuarto verso: ‘Behind blue eyes’, de The Who



Quinto verso: ‘Crown of love’, de Arcade Fire




Sexto verso: ‘Amie’, de Damien Rice






Séptimo verso: ‘The man who sold the world’, de David Bowie



Octavo verso: ‘Ring of fire’, de Johnny Cash




Noveno verso: ‘Crystalised’, The XX



Décimo verso: ‘California stars’, de Billy Bragg & Wilco



Undécimo verso: ‘Gotta get away’, de The Black Keys




Verso suelto: 'Yankee bayonet', de The Decemberists



miércoles, 13 de septiembre de 2017

Día 7: Let's Pop!


Esta ruta, este blog, la primera novela que me publicaron, tienen como denominador común una palabra pequeñita: pop. 

Pop es muchas cosas. 

Pop es el alivio que se siente cuando se sale de alguno de los múltiples atascos que me he comido hoy. 

Pop es el ruido que no hacen los tarros de ketchup de Heinz porque ya los botes vienen con sistema antigoteo. 

Pop es el ruido con el que chascan los árboles salvajes cuando le han ganado el terreno a la civilización. 

Pop es la versión diabética de la música y odio a los Beatles así que no vayamos por ahí.

Si titulé aquella novela como Una aventura pop fue en homenaje a la corriente artística que elevó a los altares del consumismo de masas Andy Warhol; el de las latas de sopa de tomate, las estrellas de la farándula en mil colorines o su misma jeta producidos en series y con infinitas variables tonales. El que, más allá de convertirse en icono (que es lo que siempre quiso ser, desde que coleccionara de muy pequeño recortes y carteles del Hollywood dorado), reivindicó un arte construido desde los iconos de nuestra vida cotidiana, ya fueran de la publicidad o de la cultura popular. 

Poco antes de morir, Warhol volvió a la Campbel y a la Coca-Cola, aunque actualizando su modo de presentarla; de botella a lata la bebida y de lata a sobre las sopas. De esta serie apenas hay muestras.

Pop es, en definitiva, el diminutivo de popular. 

Así que popeemos un poco, que es lo que siempre ha hecho esta ruta, viajando hasta las mismísimas entrañas de los mitos de quince minutos que vemos en el cine, en la televisión, en nuestras tabletas (ay, qué pena) o en los móviles (qué horror).  



Aunque ya han aparecido imágenes del Museo de Andy Warhol en Pittsburgh (su ciudad natal y el centro con mayor número de obras -en su mayoría menores, dado que las conocidas se las rifan las grandes pinacotecas del mundo a golpe de talonario-), vayamos cronológicamente. 

Y empecemos en Cádiz. 



Cádiz, Ohio, he de aclarar. Fundada a principios del siglo XIX en honor a la Cádiz fetén, que en aquellos años previos a la Guerra de la Independencia era uno de los nexos comerciales más importantes del mundo. 

En este pequeño y coqueto pueblecito (ubicado en la esquina suroriental de Ohio) hay muy poquito que ver pero, como dice el cartel de arriba están muy orgullosos de sí mismos. Más que nadie, llegan a proclamar (el amor a su ciudad lo han heredado de Cadi, Cadi).

Por tener, cuentan hasta con un Óscar y una de las estrellas más rutilantes de la historia clásica del cine. Porque el señor Clark Gable es gaditano (¿el gentilicio será gaditanian?).


Un famoso del cine, un rincón perdido de América y una pechá de kilómetros para contarlo. Eso es esta ruta en esencia. 

Como también lo es la parada obligada al mundillo de las series. Ya hablé ayer largo y tendido de la Harlan real y muy poquito de la serie que propició mi viaje a la esquina más deteriorada de Kentucky: Justified. Como si ya no fuera bastante desviarse cientos de kilómetros hasta el condado minero, esta mañana me he tragado el atasco mañanero en las circunvalaciones de Pittsburgh (después de sufrir otro previo a causa de un accidente) para poder llegar a Kittaning, la localidad de Pennsylvania cuya calle principal servía de imagen para la serie (en lugar de la Harlan original, demasiado sobria y pobretona para quedar bien en los títulos de crédito). 



Y desde Kittaning, de vuelta a Pittsburgh (a las diez, los atascos se habían limpiado), donde el chaval Andrew ya se pintaba a sí mismo en el instituto:



Pero aquí habéis venido a ver chicha y famoseo:






¿El resumen? Pues el museo merece la pena si te intriga el personaje. Luego, las siete plantas están muy bien montadas (a lo grande, como gusta a este lado del océano) y se permiten el lujo de detenerse en etapas no tan explotadas como esas imágenes omnipresentes en cualquier tienda de fotos de barrio con tu propio careto en azul, rojo, amarillo y verde.

Sin embargo, salgo de Pittsburgh preguntándome si en esta ciudad encallada entre colinas, acuchillada por tres ríos y de nubosidad constante (y no hablo de lluvia, sino de la contaminación de sus mil industrias, incluyendo la Heinz), los patos sueñan con cosas de patos o con patos eléctricos a la naranja exprimida.



La tontería que acabo de soltar es para quitarme un poco el mal rollo de encima. Ya sabéis: el gracioso (negro hasta hace muy poco; últimamente gordo y, si puede ser, gordo y oriental) de la peli de miedo que va soltando chistes hasta que le sueltan la cabeza del resto del cuerpo. 

Pennsylvania es enorme: da para Filadeldia, Gettysburg, los amish, Pittsburgh y su universo industrial y aún le queda un enorme vacío en el medio donde se apiñan montañas de mayor o menor tamaño, donde las nubes se deshinchan al caer la tarde en forma de niebla, en forma de lluvia finalmente.



En el centro de ese vacío, se encuentra lo que fue el pueblo de Centralia. Un genuino pueblo fantasma donde no queda casi nada (y esto es literal) de lo que hubo hasta principios de los ochenta. Pueblo minero durante toda su historia (desde mediados el XIX), a finales de los años 60 del siglo XX se descubrió que había comenzado a arder el subsuelo bajo el término municipal y que, así a vuela pluma, podría estar cociendo la zona otros 250 años más. El pueblo, habitado por un millar de habitantes se desalojó, el Estado expropió todas las viviendas y derribó absolutamente todo recuerdo de la localidad. 

Bueno, no todo. 

Pero a eso voy ahora. 

Hasta llegar a Centralia, solo he visto un cartel que la señalice (uno que indicaba su distancia a 14 millas) y el GPS te lleva pero, de pronto, al alcanzar su término municipal se pierde la señal y ni siquiera se pone a recalcular. 

Los fantasmas no existen ni para el GPS.

Sabes que estás en Centralia porque el asfalto pasa del gris oscuro a un rojo sanguinolento. El bosque es el mismo antes y después de la carretera colorada: exuberante e indiferente. 



En la segunda foto, el cemento entre el rojo y los hierbajos es la típica acera americana. 

La vegetación se ha comido los solares donde estuvieron los hogares y quedan vestigios inquietantes. Los carteles de stop o señalizaciones viarias están pintarrajeados con motivos obscenos (en los USA no ves una sola señal manchada o pintada) y los mosquitos son del tamaño de helicópteros de rescate marítimo. De lo silencioso que está todo, las chicharras parecen salvas de cañonazos y los coches que pasan por la carretera resuenan como aviones aterrizando. 

Yo no noté que hiciera más calor.

Pero es que tenía el cuerpo cortado. 



En Centralia queda algún resto de la civilización. Para ser exactos, los dos cementerios y hasta tres casas que parecen habitadas. Según la wikipedia, hay siete habitantes que permanecieron en Centralia y lograron pactar con el Gobierno estatal. 

Allá ellos, debieron de pensar en la capital. 



Me hubiera gustado sacar una foto más artística, aunque os invito a mirar de cerca la imagen que hice a toda velocidad desde el coche y veréis que las rancheras están coloreadas con motivos militares. No sé: llamadme prejuicioso, pero cuando vives en un pueblo fantasma de un país en el que proliferan las armas y pintas tu coche de camuflaje no creo que seas del tipo de gente que le gusta que anden sacando fotos a tu casa. 

Porque pop también es el ruido que hacen las pistolas con silenciador.

Y pop, para terminar con una nota alegre, son los post dedicados a las comidas...

Mañana, con eso de que es viernes y la ruta entra en terreno conocido (vuelvo a Nueva Inglaterra, donde ya di cuenta el año pasado), vendrá la entrada de comidas... 

Id haciendo hueco.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Día 3: La guerra a la que siempre volvemos



"Esta guerra no se ha terminado". Aunque no creo que sea su intención, el guía que pastorea a una veintena de orondos turistas (todos blancos, casi todos rubios, casi todos muy por encima de su peso, incluidos la media docena de niños pepones) en el Parque Nacional Militar de Gettysburg se ha puesto faulkneriano. O será que yo soy muy de Faulkner, pero esa frase de que "el pasado nunca muere, ni siquiera ha pasado" se amolda al sentido que el guía le quiere dar a su reflexión; la historia nunca deja de impactarnos, nos explica y nos alerta, nos condiciona y nos predestina. Ya si encima es una guerra civil y fratricida...

En Gettysburg, al sur de Pennsylvania, se libró entre el 1 de julio y el 3 de julio la batalla más sangrienta que se ha librado nunca en suelo americano. Más de 51.000 víctimas para un enfrentamiento que cambió el curso de la Guerra Civil; quedarían dos años de muerte por delante, pero cuando el general confederado mandó retirada se acabó el sueño de la victoria en el sur. Allí, en una ladera a la que volveremos más adelante fue el punto más al norte que llegaron los rebeldes. Desde esa loma reseca, todo fue cuesta abajo para ellos.




Ya basta de datos históricos, que para eso está la wikipedia y un capítulo enterito de mi próxima novela.   

"Siempre volvemos a esta guerra". Vuelvo al guía oficial del hoy Parque. Así se presentó (la primera frase del post fue su despedida) el muchacho en sus treinta y largos, pelo muy negro y perilla, andares envarados y ademanes de empollón de instituto que, así es la vida, termina trabajando en un Parque Nacional. Para dejar clara su aseveración, terminaría su larga exposición de hora y media a través de cementerios y monumentos (entre estatuas de oficiales y monolitos señalizando la localización de unidades de ambos bandos; hay más de 1.300 hitos en todo el parque) planteándose si hay que retirar los del bando confederado: si son un homenaje a los que lucharon y murieron por su causa (más de esto en un momento) o si hay quien los usa para exacerbar el odio hacia los negros. 

No lo sé. Contesta. Políticamente hablando, por supuesto. Porque Jimmy (llamémosle así, que no me enteré de su nombre) hila sus 90 minutos de explicación con la historia del 47 Regimiento de Virginia. Jimmy no tiene acento del sur y esto no deja de ser Pennsylvania, orgulloso estado donde se redactó la Constitución y la Declaración de Independencia. Así que, de nuevo, será que aquí hay compasión hacia todos los bandos, empatía hacia perdedores y honor a los ganadores. Hechos. 

El 47 de Virginia, decía Jimmy, estaba compuesto por granjeros pobres, de subsistencia; un puñado de mozos que jamás se habían alejado de su esquina sureña más de veinte millas. Por no tener, no tenían ni esclavos. Con lo que puede que la causa de la abolición no lo explique todo. Las cosas no son azules o grises, el barro empaña lo uno y lo otro. Puede que combatieran por su hogar (el Norte se aprestaba a invadir el Sur, empezando por Virginia, después de que Virginia hubiera comenzado las hostilidades y volando por los aires una guarnición yanqui) o por defender su forma de vida (que el Norte no les impusiera cómo pensar y actuar... y no sólo en lo que respecta a los esclavos). Puede. 


No, no es el 47 de Virginia. Es el 78, los fieles de Lee. Tan fieles que forman parte de la escultura del general en Gettysburg.

Del 47 de Virginia, del que va desgranando Jimmy sus andanzas durante los tres días de batalla, no hay ni un mojón (ya no digamos una estatua) en el extenso Parque Nacional. Ni uno solo de entre 1.300. Queda un humilde recordatorio en el condado del que eran originarios la mayoría de sus integrantes; un conjunto que está ahora en la lista negra de monumentos que alientan al odio, según los que hacen esas listas.

A Gettysburg llegaron ya apenas 400 miembros de los más de 2.000 que formaron su regimiento al principio de la guerra (dos años atrás). La historia del regimiento se acabó aquel 3 de julio.  

La historia en los papeles, porque hoy queda en la voz de Jimmy y el aire tenso, falsamente apacible que rodea el Parque.

Porque un sitio donde han muerto miles y miles de personas no puede ser un sitio normal por muy bucólico que parezca.  

Miren esta foto:



Ahora esta otra:



La primera es la línea de defensa yanqui; la segunda es el lugar desde el que atacaron los sudistas el 3 de julio. En la primera se ven al fondo unas montañas y un poco más cerca una línea de sombras: esa es la arboleda desde la que atacaron los sureños y desde la que está tomada la segunda foto (el solitario punto en el centro, donde más claridad hay, es el árbol que se ve en segundo plano en la foto de arriba). 

Durante mucho tiempo se denominó injustamente a esta parte de la batalla de la Carga de Pickett, en memoria del oficial sureño que la lideró. Como se ve en el cartel de la primera foto, Pettigrew y Trimble también participaron en una masacre donde salieron del bosque 12.000 confederados y volvió más o menos la mitad.  

He hecho una prueba a lo Barrio Sésamo:


Arriba...


... y abajo.

Se tardan unos veinte minutos a paso ligero en recorrer esos dos kilómetros de valle (en cuesta arriba si se viene desde el lado rebelde). Imagino que a paso de carga y en formación y plenamente equipados (excepto en los pies: dos tercios de los soldados confederados iban descalzos) se podría tardar una media hora. 

3 de julio, tres de la tarde. Toda la mañana habían estado los artilleros confederados atacando y el humo se había convertido en cortinaje de teatro apolillado de provincias. Piensen en salir al descubierto, echar a andar durante 25 minutos sin nada más que esperar que te despedace una bomba o te taladren decenas de esquirlas de metralla; y en los cinco minutos finales convertirte en pato de feria, porque a esa distancia la infantería tomará el relevo de la artillería y dispararán con los fusiles. Aunque si has llegado hasta ahí al menos puedes disparar también. 

¿Qué llevó a un virginiano pobre a estar ahí?

Ni idea. 






Auque siempre hay un reverso y la misma historia de carga suicida que podría sonar a homenaje a los sudistas se podría narrar de los yanquis que padecieron una somanta de palos similar en Fredericksburg, unas semanas antes. 

Anda que no hay ejemplos de quien toma una colina, desembarca en una playa, carga contra un castillo así como de los otros muchos que no lo lograron. Unos y otros solo cumplieron con su deber.

Que la Historia le busque razones (o justificaciones) a ese deber. 

Mi deber con este blog (vaya transición cutre me acabo de marcar) es seguir adelante. 

Pasando a algo más ligero (o no), antes de Gettysburg pasé por el condado de Lancaster, ese rincón extemporáneo donde anabaptistas de toda condición y ropajes (desde vestidos que rozan el burka a modernas variaciones de la vida rural) a los que todo el mundo generaliza como amish se ríen y viven de lujo a costa del capitalismo.



Si el pueblo de Gettysburg es un reducto turístico hasta donde organizan tours de terror en las noches de los sábados (algo de dudoso gusto cuando hay tanta sangre derramada cerca) con lugareños vestidos de época, Lancaster es un pueblo feo, degradado y donde todo el dinero se lo llevan a sus granjas de los valles aledaños los que viven en el pasado en cuanto a electricidad y coches. Ellos hacen sus pasteles y sus quesos y plantan sus calabazas sin químicos y se los venden a precio de oro a turistas que vienen de Nueva York o Filadelfia a comprar comida auténtica (olvidando muchos de ellos que quizá sea incongruente apelar a lo orgánico y taparse los ojos ante la evidencia de que las mujeres son como vacas lecheras en este tipo de familias: paren y crían y, además, las humanas cocinan y lavan la ropa de las numerosas proles).    

Mercado central de Lancaster, donde se aprecian cofias y sombreros de granjeros en algunos mostradores.

De la mismísima Lancaster era un tal Reynolds, uno de los oficiales mejor preparados de la Unión (paradójicamente, los oficiales de mayor renombre del Ejército americano antes de la guerra procedían del Sur).



Murió el primer día de la batalla de Gettysburg. 

Siempre volvemos a la guerra. 

lunes, 29 de mayo de 2017

Luna de miel en el Hotel California




Hace poco más de 20 años, el 16 de enero de 1997, puse el punto y final a mi primera novela, una cosita bastante infumable y pedante llamada 'Luna de miel en el Hotel California', debidamente escondida ahora en lo más profundo de armarios y carpetas. Iba, como no podía ser de otra manera, de tremendismos juveniles, de la sensación terrible que te aplasta a los 20 años de que todo eso que has estado esperando desde que tenías 14, 15 o 16 años y que la vida adulta te iba a regalar con la mayoría de edad era una patraña. Cambia el calibre de las frustraciones, se acumulan en todo caso. Año tras año.

Lo terrible es que ni lo sabes en ese momento. Por eso, la novela no era tan sesuda ni existencial. Lo que sí era un ladrillazo importante: porque empezaba yo a leer en serio y me daba por enlazar páginas y páginas de párrafos sin punto y aparte, en una triste emulación de la narración río/monólogo interior. En el fondo, la historia era una especie de 'Amor a quemarropa' en Madrid: chico solitario conoce a chica peligrosa y huyen en una sola noche en un amor imposible, con cierto toque fatalista, bajo la influencia satánico/maldita de la canción que da título a la obra.  

La había comenzado el 13 de septiembre de 1995 a bolígrafo en un cuaderno de anillas de tamaño folio en la tienda de zapatos que mis padres tenían en San Fernando, a pocos meses de empezar el tercer curso de la carrera de Periodismo. Durante aquel año, aprovecharía las clases para seguir escribiéndola a mano mientras alguien hablaba de redacción o dábamos por tercer año consecutivo el artículo de la Constitución que habla de la libertad de expresión... y luego la pasé a máquina en un viejo aparato eléctrico (entonces era toda una innovación para escritores). Es decir, la escribí de principio a fin dos veces (en el camino se cayeron capítulos enteros, de hecho).




Lo que sí hubo desde el primer momento fue intención de añadirle banda sonora. Y eso hice: cada capítulo tenía como título una canción. En aquella época sin internet la cultura musical de cada uno dependía de su familia, amigos, círculo de universidad... lo que cayera cerca, oyera en una radio o viera en una película. Así que hay obviedades de veinteañero universitario (ese Silvio), canciones que han envejecido bastante mal y otras que son, todavía hoy, indispensables en mi BSO personal.

¿Que por qué cuento todo esto ahora? Porque en menos de 24 horas (martes, 30 de mayo, a las 20:30 horas en la Beer Station de Madrid) presento mi segunda novela publicada, 'La Dama Blanca del Mississippi', tan distinta pero hermana al fin y al cabo de su precursora de hace 20 años. 

No sólo por el uso de canciones en una novela... qué va...

Quieras o no, somos lo que somos (que dice Tennyson).

Salud.   


You're so cool (Hans Zimmer)



Hotel California (The Eagles)



Ordinary World (Duran Duran)



Paint it black (The Rolling Stones)



Connection (Elastica)



Runaway (Del Shannon)



Listen to me (Texas)



Wicked Game (Chris Isaak)



No one said it would be easy (Sheryl Crow)



The unforgettable fire (U2)



Ojalá (Silvio Rodríguez)


lunes, 22 de mayo de 2017

Por un puñado de razones



Atardece sobre Nueva Orleans.


De todos los libros que se han escrito y adornan miles y miles de estanterías, ¿por qué elegir ‘La Dama Blanca del Mississippi’? Admitiendo que lo que sigue a continuación es un alegato sin abuela e indecorosamente un artefacto publicitario, os pongo unas pocas razones aquí abajo, sin un orden definido ni premeditado…

1)      Porque a todos, en algún momento de nuestras vidas, nos ha gustado una novela/película/cómic de aventuras. Ya sabes: acción, rescates, persecuciones, duelos, misiones suicidas (o imposibles), un poco de romance (pero no mucho, que se quejaría el niño de La Princesa Prometida), buenos que tienen defectos, malos que tienen virtudes. Todos echamos de menos lo que tanto nos hacía disfrutar de niños.

2)      Porque puede que no te apetezca leerla, pero la puedes escuchar (aquí, su banda sonora al completo) y quizá escuchándola encuentres alguna razón más para leerla y así hacer feliz a las editorial Cazador de Ratas (a través de su colección Licenciado Vidriera) que ha apostado por ella.

3)      Porque habla de Trump. Bueno, no exactamente. Habla de los Estados Unidos de principios del siglo XIX, cuando se labró su fama Andrew Jackson, un militar del que ahora escriben muchos medios para compararlo con Trump. Fue el primer presidente sureño y fue un populista en toda regla; también masacró a los indios y hay quien le acusa de sembrar unas pocas cosechas de lo que luego brotó como Guerra Civil. Pero antes de todo eso, a comienzos de 1815, lideró la resistencia de Nueva Orleans ante un masivo ataque inglés e impidió la reconquista británica de los Estados Unidos.

Lugar de la Batalla de Nueva Orleans.


4)      Porque seguramente no sabías que los ingleses, en aquella otra Guerra de 1812 al otro lado del Atlántico, llegaron a quemar la Casa Blanca.  

5)      Porque también habla de cómo Cádiz, después de haber sido el centro de la España moderna, la que había redactado una Constitución bajo la influencia directa de la Revolución Francesa, comenzó su condena de ciudad abandonada y castigada por las instituciones.

6)      Porque Cádiz y Nueva Orleans son tan parecidas: calamidades, pobreza secular, alegría de vivir en forma de música y Carnaval, buen humor. Castigo y resistencia. Desesperanza y esperanza. Morir o vivir.

7)      Porque, como dice la propia novela: “Hemos venido aquí a hablar de leyendas, siempre de leyendas. Porque, cuando la leyenda se convierte en un hecho, hay que contar la leyenda; porque, al final, no importa tanto el hombre que mató a Liberty Valance, sino la historia imposible que el destino forjó”.



PD: recuerda que puedes pedirla en cualquier librería, aunque tengo pruebas reales de su presencia en Cádiz (Quorum) y Méndez (Madrid) y la puedes pedir aquí: http://www.cazadorderatas.com/producto/la-dama-blanca-del-mississippi-un-horizonte-rock/

También la presento en Madrid el 30 de mayo, a partir de las ocho y media en Beer Station (Cuesta de Santo Domingo, 22) y el 4 de junio en la Feria del Libro de San Fernando.