viernes, 8 de septiembre de 2017

Día 2: Teoría de precio y coste

A la ribera del río Delaware (que separa Pennsilvania de Nueva Jersey, hay un monumento dedicado a los irlandeses que emigraron).


A lo mejor es que siempre lo hemos entendido mal. Con eso de ponernos la boina de lo moralmente correcto, achacamos al capitalismo yanqui todas las maldades y mezquindades del ser humano. Todo hombre tiene un precio, todo se vende, cualquiera (persona o deidad) se compra. Eso son los Estados Unidos: el dinero va primero. 

Pero cambien lo de "todo tiene un precio" por "todo tiene un coste". Parece lo mismo. Y, sin embargo, es completamente distinto.


El sobrio pero coqueto Independence Hall. 


A Ryan, en sus sesenta bien cumplidos, la camisa le queda prieta en la barriga que crece oronda. Peina canas escasas y coleta, gafas finas y unos pómulos y barbilla muy marcados quizá escondan cierta sangre india. Habla erguido, muy despacio y vocalizando, teatral y solemne; bromas las justas y para meterse consigo mismo (es decir, nada de estar todo el rato haciéndose el gracioso y el cínico respecto a la historia que se está contando y que tanto se destila en los guías que pululan por la plaza mayor de turno en España). Ryan es el guía de la asociación de parques nacionales que explica en el Independence Hall los dimes y diretes de las reuniones que desembocaron en la Declaración de la Independencia de 1776. El público (familias de Iowa o de Colorado, parejas de Nueva York, diría que el único no americano soy yo) escucha en estricto silencio. Creo que es la primera media hora continuada en diez años en la que no oigo el timbre de un móvil en un sitio público. Solo hay una mujer que mira compulsivamente su instagram; el resto, hasta 30 visitantes, no mira su móvil ni para chequear la hora. 

Ryan, tras esa media hora de respeto digital, se planta en medio de la sala donde las 13 colonias originales discutieron y accedieron a renunciar al rey Jorge III y dice que, por encima de todo lo que ha dicho, y mira que ha contado hechos fundacionales de su nación, no hay que olvidar una cosa, lo único, asegura, que importa: "Nada de todo esto se ha conseguido sin un coste".

Todo esto es la libertad, la igualdad de todos los hombres y el derecho a perseguir la propia felicidad. Que es la frase que más se subraya de aquella Declaración de Independencia. 

Un coste, un precio...

Quizá por eso amen tanto los americanos su bandera y no se avergüencen de ella (en otros lugares preferimos lucir la enseña americana porque lo dice Ralph Lauren, la británica porque así lo adornan Pepe Jeans o Reebok y la alemana porque nos la venden bordada en el brazo en los abrigos militaroides del Rastro); o agradezcan con apretones de manos a los veteranos que han luchado al otro lado del mundo; o enmudezcan mientras alguien les da una lección de historia. 

Porque con las cosas que cuestan vidas hay que tener un respeto. 


Ayer bromeaba con que a Filadelfia la llaman la ciudad del amor fraterno... No es un alias o un deseo, es que es lo que significa literalmente. 
De Ryan voy a pasar a Cora. Por su pelo corto, como si hubiera pasado por la barbería de reclutamiento, pensé que era Cory (Cora o Cory, el nombre me lo he inventado). No obstante, al término del vídeo introductorio del Museo de la Revolución Americana, descubrí que era una chica. Ocho o nueve años. Negra. Delgada y pantalones rosas, un solo pendiente del tamaño de un reloj de esos que regalan las viejas empresas a los 25 años en el puesto. Junto a otros tres niños de menos edad (dos chicas blancas, una con el pelo verde chicle de menta y otra de rosa helado de fresa, y un chico, oriental con mechas rubias; vaya grupo interracial sacado del catálogo de Benetton), se habían sentado en primera fila. Yo me fijé en Cora porque es la que atendía con mayor dedicación, el cuello a punto de saltársele de la espina dorsal cada vez que en la película mencionaban a un negro y su perra situación en aquel siglo XVIII.



Frente al Rey, la Declaración otorga el poder a la gente: "We, the people..."
Ya voy a dejar lo del respeto por hoy.

No sin antes insistir en otra de esas características que definen a este país, tan hijo de puta en tantas otras cosas. Son honestos cuando cuentan su historia. En la de la Independencia y la Constitución, por ejemplo, no se olvidan de mencionar que sí, que lo de que todos los hombres son iguales es una frase preciosa, pero que en 1776 eso solo incluía al grupo de terratenientes que podía votar y que se había hartado de pagar impuestos a Londres para que Londres lo gastara en Madagascar y no en su propia tierra. Es decir, que la Declaración de marras era formalmente idónea, pero mujeres, negros e indios seguían estando por debajo, muy por debajo, de los derechos del propietario medio que había organizado la revolución (porque el derecho a voto solo era para quien tuviera una propiedad).

Y oye, que así insisten una y otra vez en todo vídeo, exposición, representación o cartel que se precie. Mujeres, negros e indios no vieron eso de la libertad y todos los hombres son iguales hasta casi dos siglos después.
Dibujo de un oficial francés que luchó en la guerra. 

Eso incluye a los negros como Cora. Enlistados en ambos ejércitos, la paradoja más paradójica de la guerra de la Independencia es que los británicos sí prometían la abolición inmediata de la esclavitud y, de hecho, pensaron que esa postura les iba a suponer el apoyo de los hombres de color del sur. No olvidemos (no lo olvidan los museos y catálogos tampoco) que el mismísimo George Washington, como buen virginiano (el corazón del Sur), tenía esclavos y su fiel mayordomo no le concedió la libertad hasta que se murió. Es decir, que lo liberó solo en el papel de su testamento.

De los indios, mejor ni hablamos, porque el Museo de la Revolución muy bien se encarga de puntualizar que, terminada la guerra contra el inglés, empezó la guerra hacia el oeste de exterminio de los pieles rojas. 

Así de clarito lo dicen.


Para claridad, la protopropaganda de la época: a la derecha, cartel que salió en los periódicos de Londres donde se reflejan lo taimados que son los independentistas; a la derecha, ilustración americana donde se ilustra el fusilamiento de los casacas rojas a los civiles desarmados de Boston.

Como Ryan ya no me escucha, me voy a despedir con un poco de ironía castiza e hispánica. Miren la siguiente imagen:



Es el Museo de Arte de Filadalfia, un lugar más que interesante, precioso en continente y contenido y que merece la visita si sobra alguna hora (que si se está más de un día en Filadelfia, sobrarán horas de lo poco que hay que ver).

Ahora miren esta otra (sobre todo, en el margen derecho inferior):



Una boda. Y había otras dos por allí pululando. El mundo sería un lugar hermoso si hubiera parejas que quisieran hacer sus fotos de boda en el Prado o en el Reina Sofía y no en un jardín mohoso del extrarradio.

Filadelfia tampoco es ese paraíso culto. Si hay bodas a la puerta del museo es porque desde donde estoy haciendo las fotos hay una escalinata (no muy larga, todo sea dicho) inmortalizada por el cine y por Rocky. 

Tal que esto:



Si es que se te llena la boca de respeto y luego te encuentras con estas cosas.

Mejor me voy a la cama, que mañana empieza la ruta en carretera y habrá que descansar un poco.

Que el espíritu de George Washington mantenga a raya las nubes...



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