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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Derrota, rendición, victoria

 

Esta historia se cuenta al revés. Comienza (porque no termina del todo aquí) al norte de Dakota del Norte, donde confluyen el río Misuri (que, pese a ser afluente del Mississippi, es el río más largo de Estados Unidos, unos 160 kilómetros más) y el Yellowstone. A estas alturas, el Misuri es más pequeño y el que da nombre al parque (y a una serie fenómeno de estos tiempos) tiene más entidad, se come prácticamente al otro: 


A mi espalda, en el promontorio desde donde hago la foto anterior seguramente se erigía uno de los fuertes más importantes en la frontera más recóndita del país, el Fort Buford. Allí, donde a principios del siglo XIX los ubicuos Lewis y Clark habían tomado nota del cruce de ríos gigantes, el Ejército americano erigió uno de sus campamentos más importantes en el tramo final de las guerras indias y que luego convertiría en cárcel para quien se fuera rindiendo. 

Que fue el caso de Toro Sentado en 1881. El gran líder espiritual (y guerrero) llevaba más de veinte años peleando con la caballería yanqui, una vez que los de azul ganaron la guerra de Secesión contra los grises. Antes, Tatanka Iyotanka (su nombre en lakota) se había ganado el privilegio de mandar en las praderas comprendidas entre el oeste de las dos Dakota actuales y el este de Montana. Territorio siuox que había conquistado contra otras tribus (como los crow). Y territorio que defendió hasta la victoria más sonada de las llamadas guerras indias: Little Bighorn, donde una confederación de tribus hartas de ser aplastadas por las Gatling y la formación militar de West Point machacó al Séptimo de Caballería de Custer. Eso fue a mediados de 1876 y la victoria les costó cara. Desde el DC fueron con todo para aplastar a los indios y Toro Sentado huyó a Canadá.

                                            Lo que queda de Fort Buford

Cuatro años después, Toro Sentado volvió y se rindió en Fort Buford. Pactó una serie de acuerdos que, para variar, no cumplieron los soldados, fue de detención en detención, lo metieron de secundario de lujo en el espectáculo de Buffalo Bill por todo el país y al final lo mataron a traición en otra prisión-reserva.  

No voy a volver a contar qué pasó en Little Bighorn. Aquí está según lo vi en 2018 y en este otro enlace, recupero una especie de crónica contada en 2013, en mi primera visita. Luego está la maldición que se tenía merecida Custer desde hace tiempo por lo que hizo en Oklahoma (aunque lo repitió en muchos sitios, lo de masacrar a mujeres, niños y ancianos) y que narro en este otro viaje

El caso es que mi día ha terminado en Little Bighorn por tercera vez. 

Y no, los Estados Unidos de América no iban a dejar impune la afrenta. Es cierto que el parque como tal trata de ser equidistante, aunque no fue hasta 1991 que se cambió el nombre al monumento por 'Batalla de Litlle Big Horn' en lugar de General Custer, como había sido hasta entonces. Hay recuerdos para indios y soldados, oficiales y civiles. Hasta para los caballos. 





Ya estoy hablando otra vez de aquello cuando quiero hablar de ahora. La victoria está clara: Little Bighorn. La rendición, la de Fort Buford. La derrota es de hoy. 

La esquina más sagrada para las grandes tribus de las praderas hasta que les echaron hace siglo y poco más es tratada ahora con el sistema de extracción más radical que se puede pensar: el fracking. En apenas 15 años, Dakota del Norte ha pasado de la nada a ser el mayor productor de petróleo solo por detrás de Texas y Nuevo México, con picos de 1,5 millones de barriles al día, según datos oficiales del propio Estado. Esto ha supuesto que la renta per cápita penara en los 20.000 dólares al terminar la primera década de este siglo y que ahora se sitúe en 68.000 dólares. 


El mismo corazón de todos esos puntos rojos es el condado de Williams, a cuyas afueras está Ford Buford y donde se aprovecha los caudales del Misuri y del Yellowstone. 

El paisaje, a menudo, recuerda a una entrega de Mad Max, con fuegos, tanques, extractores en medio de la nada.





Hablando de 'en medio de la nada'. Desde los tiempos de Amparito (que es así como llamaba a mi viejo GPS antes de jubilarlo en aras de míster Google) no me la liaban tanto como esta mañana al tomar mal un desvío.


No, no había amanecido aún y aquí todavía había roderas. Luego, ni eso, con las ramas llegando a la altura de mi cintura (que no es que sea una altura espectacular, pero acojona), con las ruedas derrapando y, encima, terminando en la puerta de una central de estas de petróleo. 


No sé si habéis visto 'Wind river' (la recomiendo como de lo mejorcito del cine yanqui de los últimos años, con Taylor Sheridan -sí, el de Yellostone- tras la cámara y el papel de guionista). El caso es que va de una cuadrilla de trabajadores de estas plataformas que va matando y violando a indígenas como si nada. No digo que todos sean así (eso espero). Pero el ambiente que hay en los pueblos de la zona, repletos de casinos, clubs (de beber y de todo lo demás) y mal rollo general no lo quita nadie. Incluso Bloomberg hablaba hace unos meses que tanto trabajador con mucha pasta que gastar y poco que hacer (no olvidemos que es septiembre, que en no mucho tiempo empieza a nevar y no para hasta mayo) ha provocado que se disparen los desahucios forzosos de inquilinos de toda la vida. Para dejar hueco a los trabajadores con pasta fresca. 

Así que aquí está la derrota de Toro Sentado y esa 'forma de vida' que defendían los nativos que murieron en Little Bighorn (eso pone en sus lápidas): su tierra sagrada violada. Y muchas de sus jóvenes descendientes, también (y asesinadas y desaparecidas; no necesariamente por blancos, eso sí).


PD: Tampoco el de la violencia contra las jóvenes nativas se da en Dakota del Norte y sus condiciones particulares. En la enorme reserva Crow, en el condado de Bighorn, también pagan carteles a pide de autopista. 







domingo, 8 de septiembre de 2019

El Mago, la Bruja, el psicópata y el héroe



Ruta del 8 de septiembre: Burlington (Colorado)-Cheyenne (Oklahoma)-Ponca City (OK). Alrededor de 1.000 kilómetros (no es una errata).

El Mago es el de Oz. Porque si esto es Kansas (o lo fue ayer, o lo ha sido durante el día de hoy o ya no sé ni por dónde ando a veces con jornadas de doce horas al volante que me marco). Pues bien, a eso de las nueve y media de la mañana, el sol andaba remolón por el Este tras una densa niebla que me había acompañado durante unos 150 kilómetros al despuntar el día; pero, al salir de la bruma, ahí estaba, la escalera hacia el mundo mágico. Las coordenadas son en alguna carretera perdida al sureste de Kansas. Abajo a la derecha, vamos.  




La Bruja es la del Oeste. Que es lo que tienen los portales a otros universos, que no solo circula gente de bien, sino malas personas que caminan y que vuelan a lomos de escoba. Por lo que la bruja en cuestión (eso de que fuera la del Oeste no fue casualidad por parte de su creador: ya se sabe, del Oeste todo lo malo, raro y salvaje en los USA) se coló por el ascensor y se descolgó sobre los campos de maíz, y fue formando desde sus dominios, o sea, del oeste, una tormenta que, de lejos, me venía muy bien para hacer fotos (aunque lo intenté, no logré ninguna de un rayo, que caían como entrenadores del Madrid desde hace un año y pico).



Con eso de las nubes andaba yo despistado y me creía que la tormenta corría hacia el norte. 

Ya sabéis lo que viene ahora, ¿no?. 




Directo al ojo de lo más oscuro que se pueda apreciar en la imagen. Derechito y que empieza a llover, luego a jarrear como si el vórtice que lleva al universo donde el Apocalipsis acaba de despertar se hubiera abierto; después, el viento; entre una cosa y otra, aquello parece una discoteca cutre de tanto efecto estroboscópico que dibujan los rayos (y yo que hago que me quedo tranquilo porque en estas llanuras donde la última vez que se vio un árbol le hicieron una serie de ocho temporadas hay al menos un puñado de molinos de viento y digo yo que antes caerán sobre ellos... digo yo)


Esta foto es de una vez pasado el ojo... que no hago ningún espoiler porque si estoy escribiendo esto es que no he volado.

Y en esto que en algo me sonríe la suerte porque llego a Minneola, un núcleo urbano (o tres calles mal puestas con su silo de trigo gigante y tanque de agua con su nombre grabado correspondientes a estos lares). Más edificios altos para que los rayos elijan a sus víctimas. Aunque la intensidad de la lluvia ya no es normal. Me paro en el único stop del pueblo y noto que el viento pretende levantarme el morro del coche. Como si el mismísimo Magneto estuviera ahí delante y quisiera convertirme en helicóptero. Miro a mi alrededor y no veo a Magneto, sino goterones del tamaño de una cabeza nuclear y una gasolinera. 

Paro donde la gasolinera a que pase aquello. 

Más o menos pasa rápido. Parece. Por si acaso, me meto a comprar un Red Bull (es lo que se toma para calmar los ánimos, ¿no?) y le pregunto a la dependienta si eso de ahí afuera es una tormentita de nada para ellos o nos vamos a llevar así todo el domingo. Una oriunda en chándal y acodada en el mostrador me dice que no. O hace muchos aspavientos contrariados porque no entiendo una mierda de lo que dice.  

La dependienta calla y se pone a mirar el móvil. 

No es una millenial, ya que no baja de los 50. 

De hecho, está haciéndome un favor porque se ha puesto a buscar en uno de sus enlaces rápidos la evolución en directo del tiempo (es lo que tiene vivir en tierra de fenómenos extremos y simultáneos, que te pones esas cosas en marcación rápida) y me enseña que el nubarrón ya está pasando y se va hacia el noreste. 

Yo voy al sur.

Digo. 

Pues tira palante. 

Me dicen no con esa expresión castiza, sino con un movimiento sincronizado (la dependienta y la borracha aburrida de domingo por la mañana) de desprecio hacia el turista cagón. 

Afuera hay charcos en las calles de Minneola que podrían albergar los mundiales de natación si se dan prisa. 

Sigo hacia el sur, dejando la tormenta atrás y enfilando Oklahoma, donde, como todo el día de hoy y el de ayer, no dejo de ver vacas por todas partes. 

Vacas y molinos, Sancho.



Carraspeo porque me pongo serio para hablar del psicópata.

Es un viejo conocido de mis rutas pop y hace mucho que dejó de ser el bueno de mi película personal. Hablo del general, coronel, teniente coronel (fue ascendido, degradado, ascendido de nuevo...) George Amstrong Custer. Para no aburriros con su historia (o su muerte en Little Big Horn, mejor dicho), aquí está mi visión de 2013 y aquí, la del año pasado.  

Ya en una o en otra, Custer era un capullo sin género de dudas. Pero seis años antes de su muerte (luego cuento un detalle curioso), demostró hasta dónde llegaba su ansia de poder y ambición. 

Invierno de 1868. Washignton no sabe cómo quitarse de encima a los indios. No dan más que problemas. Encima, en un rincón de Colorado llamado Sand Creek, un grupo de voluntarios estatales ha perpetrado una matanza que los tiene soliviantados por todas las grandes llanuras con lo que eso supone de ataques a pobres colonos y honrados trabajadores del ferrocarril. En esto que el máximo responsable del Ejército en DC, el general Sheridan (un héroe para los azules de la Guerra Civil aunque un juicio de Nuremberg o una vistilla en la Haya no los hubiera pasado), decide que hay que terminar con eso y que hay que escarmentar a los indios de una vez. Espera a que sea invierno porque ya se sabe que los son como animales, que hibernan y que dejan famélicos a sus caballos porque no hay pasto... que son vulnerables, vamos. 


De pronto, un remolino se alzó en las inmediaciones de Washita. Otra vez el viento.

Ataca con todo, le ordena Sheridan a su viejo esbirro Custer, caído en cierta desgracia una vez que la guerra con los paletos del sur terminó y esos aires que se dan no son muy de tiempos pacíficos. Le restituye con empleo de coronel y lo envía a exterminar a los cheyenne en las tierras al suroeste. La campaña es bautizada, con gran predicamento en la prensa de la época, 'guerra total' contra el indio, pacífico, guerrero o el primero que pase por allí y no tenga los ojos azules y el pelo rubio. Lo de daños colaterales fue un invento del siglo XX.

Sea como sea, Custer termina con su Séptimo de Caballería en los confines de la tierra civilizada (al oeste de la Oklahoma de hoy), en las inmediaciones del río Washita. 

Cumple encantado sus órdenes. Ataca y arrasa (lo de 'search and destroy' que se puso de moda en Vietnam venía de un siglo antes). Hay crónicas que atestiguan que, en un momento dado, un explorador le recordó que estaban matando a mujeres y niños y que no querría caer en el error de Sand Creek (en el error de la mala prensa, quería decir). Tras lo que Custer deja de atacar. A cambio, ordena que maten a todos los caballos, casi 800. 

Un indio a pie es menos peligroso. 


Con motivo del 150 aniversario de la masacre de Washita, los niños de los colegios cercanos elaboraron cerca de 800 caballos de madera en conmemoración de lo ocurrido. Hoy se exponen en el parque nacional.

Las escaramuzas todavía continúan aquí y allá y Custer, en uno de esos gestos de honor que le honran (espero que se capten los momentos de ironía a lo largo de esta narración) decide secuestrar a 53 mujeres y niñas para usarlas de rehenes en su movimiento de retirada (así no atacan los guerreros). También, y según declaró luego el capitán Benteen (en Little Big Horn sería ya mayor y de su pifia en no cumplir bien las órdenes de Custer vino el desastre final), Custer conminó a sus oficiales a que escogieran a una indígena a su gusto para el viaje de vuelta.


Algunas de las rehenes, que tardaron meses en ser devueltas a los suyos, pasando de fuerte en fuerte de los soldados. 

La Batalla del Río Washita (nombre oficial, aunque los indios le añaden lo de 'masacre') es uno de los episodios más sonrojantes de las denominadas Guerras Indias, la larga campaña de casi 20 años que el Gobierno federal mantuvo contra los indígenas. Hay mil libros sobre ello y no voy a cansar más. Poco se sabe del número de víctimas que realmente cayeron en aquella matanza. Se sabe a ciencia cierta que fueron una veintena de soldados de una fuerza de casi 600 efectivos. ¿Indígenas? Es que esta gente suele enterrar a los suyos en suelos sagrados y no sueltan prenda. Hay quien dice que había unos 150 guerreros en el poblado cuando atacaron los casacas azules (en proporción de cuatro a uno, vamos), así como otros 250 habitantes entre mujeres, niños y ancianos. La mayoría de fuentes nativas apuntan a más de 150 muertos, incluyendo al jefe Black Keetle, quien había sobrevivido de milagro a la masacre de Sand Creek cuando alzó como loco ante los soldados dos banderas: la blanca y la de Unión. 

De los 800 caballos muertos no hay duda. 




Cuando se mete el pie o no hay roca o hierba de por medio, la tierra en torno al río Washita es de color rojo arcilla. Los zapatos se manchan de colorado. 

No voy a hacer el símil fácil. 

¿El Héroe del título?

En la vida real no hay héroes.

PD: sin héroe del que echar mano, un poco de justicia poética para los malos, tan poco común en la vida real. Tras los hechos de Washita, Custer volvió a la zona unos meses después y se sentó a fumar la pipa de la paz con los indios. El jefe cheyenne le recordó que si incumplía su palabra el destino iría a por él. En Little Big Horn, había numerosos cheyennes entre los guerreros que exterminaron al Séptimo de Caballería.    

domingo, 31 de marzo de 2019

Los árboles no crecen en Little Big Horn (recuperación)


*Este texto es una reproducción literal -incluidas erratas y con las fotos usadas entonces- de la entrada escrita en la noche del 7 de septiembre de 2013 -madrugada del 8 ya en España-. Aquel blog de la primera Ruta Pop se perdió en su día, pero gracias a Wayback Machine he podido recuperar esta entrada, la más especial de aquel viaje. Hay otras dos rescatadas, la del segundo día (visita a los Puentes de Madison) y la que narra mi encuentro con Little Big Horn, que no sé si subiré más adelante. Esta otra es una especie de 'reportaje' más o menos periodístico que quise hacer de la batalla.



Los bancos colapsaron, la economía se sumía en la depresión y la gente hacía lo que podía para subsistir. Podría ser el inicio de un artículo sobre el inminente quinto aniversario de la caída de Lehman Brothers. Podría ser tantos inicios para tantas crisis… En cambio, es sólo el punto de partida que desembocó en la batalla más deshonrosamente simbólica para el ejército de los Estados Unidos.

Dos años antes de que Custer y unos 260 de sus hombres fueran masacrados (así titularon, en una sola palabra, los periódicos de la época) junto al río de Little Bighorn, en los confines más al norte de la América conocida, la economía prendió la mecha de unos acontecimientos (tal y como siempre ha sido en todo conflicto, para qué nos vamos a andar con moralidades o filosofías) que no explotarían hasta el 25 de junio de 1876, que sembrarían de lápidas un anodino prado de Montana.



Corría, decíamos, el año 1874 y las heridas de la Guerra de la Secesión quizá no estaban del todo cicatrizadas entre los perdedores, allá por el Sur (¿lo están hoy?).  Sin embargo, entre los ganadores la euforia era imparable y, una vez embridados los terratenientes y garantizado el acceso estratégico a los mares del Sur (la lucha contra la esclavitud fue la excusa perfecta), los padres de la patria decidieron atajar el problema de los indios.

Para ello, diseñaron en 1868 un sistema de reservas en las que las tribus podrían mantener sus derechos y sus tradiciones. Lo malo es que los territorios se eligieron a conveniencia de Washington, sin hacer demasiado caso a los implicados: la Casa Blanca sólo veía la posibilidad definitiva de extenderse hasta Canadá  y aliviar así la presión de los pioneros, que querían más y más tierras.

Este pacto casi unilateral recibió el nombre de acuerdos de Fort Laramie y, desde un primer momento, dos de los líderes más importantes de los Lakota (junto a cheyenne y arapahoe), Toro Sentado (el jefe de todos ellos por su sabiduría, un hombre de medicina, sobre todo) y Caballo Loco (el guerrero invencible), se opusieron a su firma.

Como dice un descendiente de aquellos líderes en el documental que explica la historia de Little Bighorn, los políticos y los militares nunca entendieron “que tú perteneces a la tierra: la tierra no pertenece a nadie”.

La tierra. La economía. La tradición. La ambición. Los cuatro elementos colisionaron por completo cuando los soldados del propio Custer confirmaron el hallazgo de oro en el arroyo que discurre al fondo del barranco de Deadwood. Hasta entonces, sólo hubo rumores; desde entonces, se desató la locura. 

Deadwood, hoy día una pequeña localidad infestada de casinos y famosa por viejas historias del Salvaje Oeste, anida en el corazón de las Blackhills, tierra sagrada para Toro Sentado y los suyos.



El Gobierno ofreció una millonada de las de entonces por comprar la tierra.

Nada.

Hubo más ofertas, más propuestas de diálogo y todas ellas fueron rechazadas. Los lakota, cheyenne y arapaho huyeron de sus tierras sagradas hacia el noroeste, hacia donde quedaba todavía posibilidad de cazar al gran búfalo.

Algunas tribus, como las de los crow (que son los originarios realmente de Little Bighorn) se unieron a las reservas. “Había que sobrevirir. No teníamos opción”.  Para los demás indios no existe peor traición.

Mientras tanto, Deadwood recibía a miles de tramperos y mineros, las Blackhills sucumbía a la fiebre del oro y el 1 de diciembre de 1875, Washington anunciaba su ultimátum para las reservas (un aviso que recuerda bastante a esas ucronías futuristas a lo 1984): todo aquel que no se presente en uno de los recintos acordados antes del 31 de enero de 1876 será considerado “hostil”.

El Gobierno dejó pasar el invierno y en primavera arrancó la Gran Guerra Sioux, contra todo indio no localizado o identificado. Para afrontar al rival más temible, Washington pensó en su militar más temido, el teniente coronel George Armstrong Custer, y su invencible Séptimo de Caballería.

Empieza la persecución:

Al amanecer del 25 de junio de 1876, los observadores de Custer (indios Crow) atisban un asentamiento enorme en la ribera del río Little Bighorn, el único trazo de agua en decenas de kilómetros a la redonda. Se calcula que hasta 2.000 indios (de las tres tribus principales) habitaban aquel poblado. Alrededor de 600 soldados formaban el destacamento del Séptimo (un español, que se sepa).



A partir de aquí, la historia se vuelve confusa por inconsistente (al menos, por inconsistente con la buena leyenda de Custer). Lo que sí se ha probado es que el teniente coronel divide a sus hombres en doce compañías: cinco se quedan con él, tres pasan al mando del capitán Benteen, otras tres al Mayor Reno y una última se encargaría de la retaguardia y la intendencia.

A Benteen y a la retaguardia les ordena que se queden en las lomas del sur. A Reno le ordena que ataque por el mismo sur el asentamiento indio, mientras que él rodea el río por el norte para hacer una pinza.

No hay constancia de por qué ordenó Custer el ataque al río, pero sí hay un precedente y en aquel caso el coronel salió airoso de una táctica que difícilmente aceptaría la Convención de Ginebra: atacar al pueblo y tomar como rehenes a niños, mujeres y ancianos para que se rindan los guerreros.

Sin embargo, el mayor Reno se encuentra la lógica respuesta desesperada de los que luchan por su familia y ordena una retirada desastrosa y prematura. La poca resistencia ofrecida por Reno deja a Custer y los suyos con todo el enemigo para ellos solos.

Los indios juegan en su territorio y pronto rodean a las fuerzas de Custer. Reno tarda en contactar con Benteen y los dos ignoran qué ocurre al norte de la pradera, con lo que deciden defenderse ellos mismos de los indios que aún atacan el flanco sur.

A unas cuatro millas de la colina definitiva, Benteen y Reno lucharían un día más y salvarían la vida (la suya, ya que perdieron a numerosos hombres también) con la llegada de refuerzos. Por una vez, alguien hizo de Séptimo de Caballería para el Séptimo de Caballeía.



A cuatro millas de la mitad de sus hombres, Custer se ve de pronto rodeado por unas fuerzas que le multiplican por diez. Desde el río (que es la  mancha verde que se ve al fondo de la imagen tomada desde la última colina), el séptimo de Caballería va perdiendo efectivos (como reflejan hoy día las lápidas de los caídos a lo largo de la elevación).



Al otro lado de la colina hay más indios.

Sólo queda la última opción: desmontar. Y con esa acción empieza la última batalla de Little Bighorn. Según los estudios arqueológicos, alrededor de 40 soldados murieron en esta última parada, entre ellos el propio Custer. Junto a los cuerpos humanos se encontraron también los restos de una cuarentena de caballos muertos por disparos de bala y que sirvieron de último y desesperado parapeto.

“Lo que más me impresiona de lo que me contaba mi abuelo es cuando vio a un soldado bajarse de su caballo y matarlo para usarlo de trinchera. Si un hombre le hace eso a su caballo es que aún tiene la esperanza de prevalecer. Es el último recurso”, cuenta un anciano descendiente de un guerrero lakota de aquel día (hoy, junto a los cementerios yanqui e indio, también hay uno de caballos).



El último recurso fue inútil. La batalla estaba perdida para Custer y ganada para Toro Sentado y Caballo Loco. La guerra, en cambio, se empezó a perder ese día, cuando Washington tuvo la coartada perfecta para atacar con todo. Los indios que vencieron en Little Bighorn huyeron pocos días después a Canadá.

Tanto Toro Sentado como Caballo Loco se rindieron años después. Ambos murieron, en alguna de las reservas deshonrosas, a manos de soldados que se cobraban así la venganza de su propia derrota.

Little Bighorn es, casi siglo y medio después de todos estos hechos (y algunas suposiciones), un monumento nacional. Se intenta honrar por igual a los dos contendientes, no sólo a los gubernamentales. De los indios, se dice que luchaban por defender un modo de vida. De los soldados no se dice mucho más que cumplían con su deber.

Little Bighorn es un páramo triste, repleto de tumbas y de viento que no va a ninguna parte. Abajo, el río sigue su curso y provee alguna arboleda. Pero es separarse nos diez metros del curso y sólo hay matorrales, hierba reseca, tierra apelmazada y polvo.

Como si los árboles no quisieran echar raíces donde hay tanta sangre absurda.


sábado, 4 de agosto de 2018

Última hoja: un resumen imposible



(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las 
normas aquí)

Al dejar el coche, en Chicago, tras toda la ruta.

El Toyota Camry, antes de salir de Maine.


Un dato/hecho: 18.148,5 kilómetros (o 11.277 millas). Han sido los kilómetros que he hecho en coche entre el 5 de julio y el 2 de agosto... a los que habría que sumar, según la aplicación del móvil, algo más de 420 kilómetros andando (de los que unos 40 fueron en bicicleta por los dos tours en Chicago y San Francisco). 

Estados: Hay 48 estados agrupados en los USA (luego están Alaska, Hawai y Puerto Rico). En este viaje he tocado 41. Por abreviar, solo me han faltado los siete siguientes: Colorado, Kansas, Nebraska, Misuri, Oklahoma, Kentucky y Virginia Occidental (todos ellos agrupados en el interior). Aun así, en estos siete he estado en otras rutas, con los que sí, he tocado cada uno de los estados 'unidos'.

El motel Viking, en Detroit, con mi coche al fondo y algo de miedo en el cuerpo porque bueno, era un poco límite en todos los sentidos. No pasó nada, eso sí.

Una canción: '505', de Artic Monkeys. Porque, quitando a los Decemberists, es el grupo que más ha sonado en esta ruta y porque la cerré con un concierto en directo en Detroit (donde doblaba la media de edad de los presentes, pero bueno, la verdad es que estos chicos son un pequeño espectáculo, incluyendo aquí un homenaje a los locales White Stripes...) en la que uno de sus grandes momentos fue cuando tocaron esta 505. Además, canción de carretera (505 es un número de habitación) y sobre lo que esperamos o no al volver a donde sea que volvamos. 





Un libro: 'Bajo el volcán', de Malcom Lowry. Si no existiera Faulkner, sería mi autor preferido. También, si hubiera escrito algo más (apenas tiene media docena de novelas frente a las 40 obras maestras de Faulkner) quizá podría discutirle algo más. Esta obra, aun así, se codea con las mejores del autor sureño y está en mi top ten. Y no hay nada mejor que un volcán destacar lo más impresionante (no sé si lo mejor, es muy pronto para eso) de todo el viaje: los cien kilómetros de la Carretera del Colmillo del Oso, entre Montana y Wyoming, en las estribaciones del parque Yellowstone: cordillera de montaña, entre altos pinos, ambiente invernal en verano; alta sierra donde se cruza de un Estado a otro a más de 3.000 metros de altitud entre túneles de montículos de nieve hasta de 20 metros de alto en pleno julio; y leve descenso al valle que sirve de antesala del parque natural más inabarcable de los USA. Hay quien comenta que es la carretera más hermosa del país. Por lo que yo he recorrido, no lo niego.   



Una película: 'Amor a quemarropa', de Tony Scott. Sí: mi película más querida que, además, arranca en una Detroit que hace 25 años ya se describía como decadente y peligrosa. Hoy ha empeorado, aunque ha adquirido una especie de orgullo que la hace hermosa en su derrota (como una de esas familias caídas de desgracia de Faulkner, vamos) y se resiste a que la vituperen: su emblema favorito en las tiendas de regalos es 'Di solo cosas bonitas de Detroit'. Junto a Baltimore, sus calles están repletas de casas abandonadas y vagabundos, pero se resiste a morir. En los alrededores, humean y se oxidan durante treinta o más kilómetros a la redonda, las fábricas, muchas de ellas ya cerradas. El centro se obceca en ser un lugar amable (y lo consigue)... el problema es que el concepto centro suele ser muy reducido en los USA. Al ser mi último día de ruta quedó un poco olvidada y no, no se merece Detroit quedar fuera de esta ruta. 



Una comida/bebida: El desayuno de la casa del Blue Cannyon Grill, a las afueras de Cameron (Arizona), en la confluencia de la Desert View Drive, que viene del extremo oriental del Gran Cañón del Colorado y la Carretera 89 que va hacia el norte, hacia Utah. Pastelitos, salsa gravy, salchichas, bacon, patatas, huevos revueltos. Nada especial. Ni siquiera especialmente bueno. Lo elijo en un día de condecoraciones porque llevaba casi tres horas despierto: me levanté a ver amanecer en el Cañón, paseé por allí y por el mirador de Desert View, me comí un atasco (a las siete de la mañana, en efecto) por obras y llegué al fin a este bar en mitad de la nada (pero había un Burger King al lado), en pleno territorio navajo, donde las que servían eran navajos puros (la mujer de la caja me preguntó si quería una "bai", así pronunciado para referirse a una "bag") y me sentó como pocas otras comidas. De bien, digo. Es decir, la pongo como uno de esos momentos grandes sin ninguna razón de peso. Solo porque es un buen momento en la rutina de un viaje.

Una interestatal (la que cruza Seattle), desde lo alto.

Un error: El diseño de la ruta era demencial de origen. Una media de 700-800 kilómetros diarios da muy poco margen a detenerse a asimilar o profundizar. Está claro que hay decenas de rincones que se merecían más reposo y atención, en lugar de salir huyendo al siguiente punto. Si me arrepiento de algo es de eso... de la premura en todo lo que hacía... pero claro: si hubiera querido darle a cada lugar el tiempo que se merece hablaríamos de un viaje de dos o tres meses. ¿Si podría haber hecho algo distinto? Seguro, pero si quería darle toda la vuelta al país en 25 días (y pasar por algunos lugares irrenunciables que quizá me exigieron desvíos) pocas opciones tenía.

En cualquier caso, fuera un error de concepto o no, me siento afortunado de que no haya surgido ningún imprevisto. Más allá de las dos revisiones para cambiar el aceite (cada 5.000 millas saltaba el aviso), el susto que se quedó en anécdota del Policía que me paró en Arkansas, los inevitables atascos por obras (aunque tengo la sensación de que en esto también tuve suerte, ya que siempre me parecía que había muchos más atascos al otro lado de la carretera, en la dirección contraria) o la forma de conducir de ciertas zonas como Florida o casi toda la costa este en general. 

Lo dicho: suerte de que no pasara nada.  

La niebla y las nubes impidieron un amanecer claro en Gettysburg, pero no me quejaré de que haya niebla nunca.

Un descubrimiento: Ninguno de mis lugares sagrados me ha defraudado en el regreso. Ni Little Bighorn, ni Nueva Orleans, ni Oxford, ni las White Sands, ni las Badlands, ni Maine, ni Gettysburg. A todos ellos seguiría volviendo. De muchos no me quería ir. Tampoco otras repeticiones como el Gran Cañón o San Francisco defraudaron. Sin embargo, hablamos de descubrimientos y, como siempre sucede con las casualidades, se disfruta especialmente de aquello que no te esperabas. Fueron casualidades, y grandes hallazgos: 



-Las inmediaciones de Yellowstone y la carretera que le antecede en su esquina noreste. Ya lo he contado al principio del post, pero es que no pensaba acercarme porque exigía un desvío y lo hice por no decir que no he ido a Yellowstone. 



-La entrada oriental de las Badlands y el camino hasta la Pine Ridge Reservation. A mitad de camino en aspereza de su hermana mayor, las verdaderas Badlands, en este rincón aún se puede cultivar y ver árboles. Luego, en la reserva de los lakota, que es casi un desierto, se aprende la crueldad de la historia oficial hacia la que fue la tribu más poderosa hace menos de dos siglos.



-Montana: mi nuevo Estado preferido. Cielos inmensos, carreteras desiertas. Lo que uno piensa cuando piensa en un gran viaje por los USA. Al evitar los Kansas y Nebraska me aparté un poco de esta delicia particular de otras rutas de verme solo durante kilómetros y kilómetros en largas rectas, pero Montana ha cubierto el hueco. A eso hay que sumar que es donde me he encontrado a gente más maja. Y hace frío en verano y es donde son más razonables con las velocidades en carretera (en Texas pecan de irresponsables a veces con un exceso de permisividad). Y está Little Bighorn, y el azar me llevó por delante de donde pasó su última noche Custer de camino al cementerio. Yo creía que sería dura zona de paso y punto ciego de la ruta. Lo que decía de las sorpresas por casualidad.



-Joshua Tree: Estaba fijado en ruta y dormía allí a propósito. Ver atardecer y amanecer al día siguiente, sin embargo, superaron todas las expectativas. Lo único negativo, el ambiente algo viciado que existe en los pueblos colindantes, que tanto me recordaron a las viejas películas del oeste.



-Desert View, en el Gran Cañón: Mientras todos los turistas (porque es donde están los alojamientos) se apiñan en las zonas habituales, este rincón permanece casi vacío. Una pena descubrirlo por la mañana, porque las vistas del atardecer deben de ser insuperables (en la parte conocida, unas montañas tapan el ocaso). Además, eso de tener una torre que es lo más parecido a un faro que hay en miles y miles de kilómetros a la redonda...

Enorme suerte que desde la ventana del hotel en Chicago pudiera ver amanecer.
-Chicago: La segundona que ni siquiera es la segunda en cifras (por tamaño y población, Nueva York y Los Angeles están por delante). Ni falta que le hace serlo. Por un lado, es cierto que se nota cierto complejo en eso de reivindicarse en todo momento frente a las grandes metrópolis. Aunque quien no llora, no mama. Es una gran ciudad, pero su centro es fácilmente abarcable a pie; esa playa (de lago, sí, aunque tan inmenso que parece mar), esos paseos, ese museo, esos rascacielos, esos perritos calientes sin ketchup y con bastante verdura, esa vida, esa pasión (y hasta hace un año) maldición deportiva, esos trenes elevados, esas putas (con perdón) sirenas de emergencias a un volumen que incluso a un medio sordo como yo mareaban como pasaran cerca, esas cervezas artesanales, ese comienzo de la ruta 66, ese final o comienzo, no lo tengo claro, del Medio Oeste... Frente a la parafernalia peliculera, televisiva, popera que hacen de NY y LA (son las primeras hasta en eso, en tener siglas propias) un escenario donde todos sentimos haber estado alguna vez aunque sea la primera vez que las pisemos, Chicago atesora el encanto de la ciudad hecha a sí misma en mitad de la nada. Mira, como Estados Unidos.

PD: El béisbol. Todo un descubrimiento ir a ver un partido en directo... ¡Vamos, Cubs!    



-Donde nace el Mississippi: estaba previsto, sí. Una vez más, fue una suerte llegar sin apenas nadie alrededor, con el lujo de poder sentarme a solas y mojar los pies. 

En Montana, Maine, Michigan... y junto a Americanuty, claro...

Una imagen: Hacia el oeste, con el sol del amanecer en el retrovisor. 

A Oxford va mucha gente que se cree escritor.

Una historia: Ya no me queda mucho más que decir. Ahora mismo, unas 30 horas después de aterrizar en Madrid, apenas puedo aclararme y, mucho menos, resumir un viaje de estas dimensiones. Por experiencia de otros años, sé que solo el paso del tiempo situará cada experiencia o momento en su sitio. Aquello que dije en uno de los primeros días, cuando hablé de sufrir el síndrome de Stendhal antes de entrar en Yellowstone, se puede hacer extensible a toda la ruta. Demasiados momentos, demasiados lugares, demasiadas sensaciones, demasiadas historias. Solo lamento que mucho de ello se perderá sí o sí porque no se puede recordar todo. Guardo, por un lado, 3.500 fotos realizadas en este mes y los textos de este blog y alguna nota (pocas, para lo que daba de sí). Pero sé que mucho se perderá como la niebla mañanera del Pacífico norte o de Maine, del Mississippi o de Montana. Es lo único que lamento ahora. 

Aun así, algo perdurará de lo mejor o, si perdura sin que yo sepa muy bien por qué, será por algo. 

Lo que sí es seguro es que no dejaré de volver de una forma o de otra (ahora mismo, se me hace complicado pensar en superar esta ruta) y que solo el tiempo me demostrará todo lo que he aprendido o conocido o descubierto o recuperado o dejado atrás. Y no hablo solo de lugares o kilómetros. 

Ya sabéis, historias o historias dentro de otra historia que dan pie a otra historia.

Ah: muchas gracias por acompañarme. 

Nos vemos en la carretera.