domingo, 8 de septiembre de 2019

El Mago, la Bruja, el psicópata y el héroe



Ruta del 8 de septiembre: Burlington (Colorado)-Cheyenne (Oklahoma)-Ponca City (OK). Alrededor de 1.000 kilómetros (no es una errata).

El Mago es el de Oz. Porque si esto es Kansas (o lo fue ayer, o lo ha sido durante el día de hoy o ya no sé ni por dónde ando a veces con jornadas de doce horas al volante que me marco). Pues bien, a eso de las nueve y media de la mañana, el sol andaba remolón por el Este tras una densa niebla que me había acompañado durante unos 150 kilómetros al despuntar el día; pero, al salir de la bruma, ahí estaba, la escalera hacia el mundo mágico. Las coordenadas son en alguna carretera perdida al sureste de Kansas. Abajo a la derecha, vamos.  




La Bruja es la del Oeste. Que es lo que tienen los portales a otros universos, que no solo circula gente de bien, sino malas personas que caminan y que vuelan a lomos de escoba. Por lo que la bruja en cuestión (eso de que fuera la del Oeste no fue casualidad por parte de su creador: ya se sabe, del Oeste todo lo malo, raro y salvaje en los USA) se coló por el ascensor y se descolgó sobre los campos de maíz, y fue formando desde sus dominios, o sea, del oeste, una tormenta que, de lejos, me venía muy bien para hacer fotos (aunque lo intenté, no logré ninguna de un rayo, que caían como entrenadores del Madrid desde hace un año y pico).



Con eso de las nubes andaba yo despistado y me creía que la tormenta corría hacia el norte. 

Ya sabéis lo que viene ahora, ¿no?. 




Directo al ojo de lo más oscuro que se pueda apreciar en la imagen. Derechito y que empieza a llover, luego a jarrear como si el vórtice que lleva al universo donde el Apocalipsis acaba de despertar se hubiera abierto; después, el viento; entre una cosa y otra, aquello parece una discoteca cutre de tanto efecto estroboscópico que dibujan los rayos (y yo que hago que me quedo tranquilo porque en estas llanuras donde la última vez que se vio un árbol le hicieron una serie de ocho temporadas hay al menos un puñado de molinos de viento y digo yo que antes caerán sobre ellos... digo yo)


Esta foto es de una vez pasado el ojo... que no hago ningún espoiler porque si estoy escribiendo esto es que no he volado.

Y en esto que en algo me sonríe la suerte porque llego a Minneola, un núcleo urbano (o tres calles mal puestas con su silo de trigo gigante y tanque de agua con su nombre grabado correspondientes a estos lares). Más edificios altos para que los rayos elijan a sus víctimas. Aunque la intensidad de la lluvia ya no es normal. Me paro en el único stop del pueblo y noto que el viento pretende levantarme el morro del coche. Como si el mismísimo Magneto estuviera ahí delante y quisiera convertirme en helicóptero. Miro a mi alrededor y no veo a Magneto, sino goterones del tamaño de una cabeza nuclear y una gasolinera. 

Paro donde la gasolinera a que pase aquello. 

Más o menos pasa rápido. Parece. Por si acaso, me meto a comprar un Red Bull (es lo que se toma para calmar los ánimos, ¿no?) y le pregunto a la dependienta si eso de ahí afuera es una tormentita de nada para ellos o nos vamos a llevar así todo el domingo. Una oriunda en chándal y acodada en el mostrador me dice que no. O hace muchos aspavientos contrariados porque no entiendo una mierda de lo que dice.  

La dependienta calla y se pone a mirar el móvil. 

No es una millenial, ya que no baja de los 50. 

De hecho, está haciéndome un favor porque se ha puesto a buscar en uno de sus enlaces rápidos la evolución en directo del tiempo (es lo que tiene vivir en tierra de fenómenos extremos y simultáneos, que te pones esas cosas en marcación rápida) y me enseña que el nubarrón ya está pasando y se va hacia el noreste. 

Yo voy al sur.

Digo. 

Pues tira palante. 

Me dicen no con esa expresión castiza, sino con un movimiento sincronizado (la dependienta y la borracha aburrida de domingo por la mañana) de desprecio hacia el turista cagón. 

Afuera hay charcos en las calles de Minneola que podrían albergar los mundiales de natación si se dan prisa. 

Sigo hacia el sur, dejando la tormenta atrás y enfilando Oklahoma, donde, como todo el día de hoy y el de ayer, no dejo de ver vacas por todas partes. 

Vacas y molinos, Sancho.



Carraspeo porque me pongo serio para hablar del psicópata.

Es un viejo conocido de mis rutas pop y hace mucho que dejó de ser el bueno de mi película personal. Hablo del general, coronel, teniente coronel (fue ascendido, degradado, ascendido de nuevo...) George Amstrong Custer. Para no aburriros con su historia (o su muerte en Little Big Horn, mejor dicho), aquí está mi visión de 2013 y aquí, la del año pasado.  

Ya en una o en otra, Custer era un capullo sin género de dudas. Pero seis años antes de su muerte (luego cuento un detalle curioso), demostró hasta dónde llegaba su ansia de poder y ambición. 

Invierno de 1868. Washignton no sabe cómo quitarse de encima a los indios. No dan más que problemas. Encima, en un rincón de Colorado llamado Sand Creek, un grupo de voluntarios estatales ha perpetrado una matanza que los tiene soliviantados por todas las grandes llanuras con lo que eso supone de ataques a pobres colonos y honrados trabajadores del ferrocarril. En esto que el máximo responsable del Ejército en DC, el general Sheridan (un héroe para los azules de la Guerra Civil aunque un juicio de Nuremberg o una vistilla en la Haya no los hubiera pasado), decide que hay que terminar con eso y que hay que escarmentar a los indios de una vez. Espera a que sea invierno porque ya se sabe que los son como animales, que hibernan y que dejan famélicos a sus caballos porque no hay pasto... que son vulnerables, vamos. 


De pronto, un remolino se alzó en las inmediaciones de Washita. Otra vez el viento.

Ataca con todo, le ordena Sheridan a su viejo esbirro Custer, caído en cierta desgracia una vez que la guerra con los paletos del sur terminó y esos aires que se dan no son muy de tiempos pacíficos. Le restituye con empleo de coronel y lo envía a exterminar a los cheyenne en las tierras al suroeste. La campaña es bautizada, con gran predicamento en la prensa de la época, 'guerra total' contra el indio, pacífico, guerrero o el primero que pase por allí y no tenga los ojos azules y el pelo rubio. Lo de daños colaterales fue un invento del siglo XX.

Sea como sea, Custer termina con su Séptimo de Caballería en los confines de la tierra civilizada (al oeste de la Oklahoma de hoy), en las inmediaciones del río Washita. 

Cumple encantado sus órdenes. Ataca y arrasa (lo de 'search and destroy' que se puso de moda en Vietnam venía de un siglo antes). Hay crónicas que atestiguan que, en un momento dado, un explorador le recordó que estaban matando a mujeres y niños y que no querría caer en el error de Sand Creek (en el error de la mala prensa, quería decir). Tras lo que Custer deja de atacar. A cambio, ordena que maten a todos los caballos, casi 800. 

Un indio a pie es menos peligroso. 


Con motivo del 150 aniversario de la masacre de Washita, los niños de los colegios cercanos elaboraron cerca de 800 caballos de madera en conmemoración de lo ocurrido. Hoy se exponen en el parque nacional.

Las escaramuzas todavía continúan aquí y allá y Custer, en uno de esos gestos de honor que le honran (espero que se capten los momentos de ironía a lo largo de esta narración) decide secuestrar a 53 mujeres y niñas para usarlas de rehenes en su movimiento de retirada (así no atacan los guerreros). También, y según declaró luego el capitán Benteen (en Little Big Horn sería ya mayor y de su pifia en no cumplir bien las órdenes de Custer vino el desastre final), Custer conminó a sus oficiales a que escogieran a una indígena a su gusto para el viaje de vuelta.


Algunas de las rehenes, que tardaron meses en ser devueltas a los suyos, pasando de fuerte en fuerte de los soldados. 

La Batalla del Río Washita (nombre oficial, aunque los indios le añaden lo de 'masacre') es uno de los episodios más sonrojantes de las denominadas Guerras Indias, la larga campaña de casi 20 años que el Gobierno federal mantuvo contra los indígenas. Hay mil libros sobre ello y no voy a cansar más. Poco se sabe del número de víctimas que realmente cayeron en aquella matanza. Se sabe a ciencia cierta que fueron una veintena de soldados de una fuerza de casi 600 efectivos. ¿Indígenas? Es que esta gente suele enterrar a los suyos en suelos sagrados y no sueltan prenda. Hay quien dice que había unos 150 guerreros en el poblado cuando atacaron los casacas azules (en proporción de cuatro a uno, vamos), así como otros 250 habitantes entre mujeres, niños y ancianos. La mayoría de fuentes nativas apuntan a más de 150 muertos, incluyendo al jefe Black Keetle, quien había sobrevivido de milagro a la masacre de Sand Creek cuando alzó como loco ante los soldados dos banderas: la blanca y la de Unión. 

De los 800 caballos muertos no hay duda. 




Cuando se mete el pie o no hay roca o hierba de por medio, la tierra en torno al río Washita es de color rojo arcilla. Los zapatos se manchan de colorado. 

No voy a hacer el símil fácil. 

¿El Héroe del título?

En la vida real no hay héroes.

PD: sin héroe del que echar mano, un poco de justicia poética para los malos, tan poco común en la vida real. Tras los hechos de Washita, Custer volvió a la zona unos meses después y se sentó a fumar la pipa de la paz con los indios. El jefe cheyenne le recordó que si incumplía su palabra el destino iría a por él. En Little Big Horn, había numerosos cheyennes entre los guerreros que exterminaron al Séptimo de Caballería.    

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