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sábado, 7 de septiembre de 2019

El centro y sus cuatro caras




Ruta del 7 de septiembre: Salina (Kansas)-Lebanon (Kansas)-Yuma (Colorado)-Burlington (Colorado). Unos 730 kilómetros.

El centro-centro
El centro geográfico de Estados Unidos huele a estiércol y a vaca. Si me se permite la gracieta, añadiría que el eje de los 48 estados contiguos (quitando a Alaska, Hawai y Puerto Rico) está en medio de ninguna parte. Pertenece al término municipal de un pueblo perdido que se llama Lebanon y al que solo puedes llegar porque tienes unas ganas enormes de llegar; no está en el paso de ninguna carretera ni tiene otras atracciones turísticas (monumentos, sitios históricos o parques naturales) a menos de 500 kilómetros y dudo que hasta el Mago de Oz pudiera saber cómo se volaba hasta aquí.

Estuve hora y media en la zona y, en lo que respecta a vida, solo vi vacas y una furgoneta que salió de la granja adyacente en dirección contraria un rato antes de salir el sol; a trabajar, supongo.

La vida sería la que llevase el volante, digo yo.



Aquí se viene a lo que se viene: a ver una placa con dos banderas (de Kansas y USA), un merendero con tres mesas, cuatro bancos y un solo columpio (si por un casual muy poco probable coincidieran dos niños en las instalaciones habría pelea), una barbacoa, otra placa de la visita del embajador del Líbano y una capilla la mitad de pequeña que mi casa en Madrid (y mi casa en Madrid tiene 25 metros cuadrados) que tuvo que ser reconstruida después de que hace unas décadas un cafre no frenara en la carretera que se termina justo aquí y pusiera de hinojos el carburador contra el altar.  



El centro de una historia: A la espalda de todo este tinglado, sobre un pequeño montículo, otea todo el paisaje que se abre al oriente un motel abandonado. 



Las puertas y ventanas están candadas o tapiadas, el color gris de maquetas sin pintar ha homogeneizado el abandono y queda a la puerta un contenedor que pedía por favor a los clientes que no arrojasen a sus mascotas al recipiente negro, que para eso está el río (bueno, lo único que pone el contenedor es 'no animals' -que digo que dirigido a los ganaderos-, pero yo soy un batallitas).



Y porque soy un batallitas es por lo que me entraron escalofríos al ver esto:



Mi mente pensó de inmediato en la historia de un vagabundo que vive en esa habitación y los niños del lugar (que harán unas piernas increíbles si tienen que venir en bici hasta aquí desde el pueblo) creen que es un fantasma. Pero un fantasma que un día descubrieron que come y desde entonces le dejan comida en la puerta (son mazorcas, sí) para que remita la maldición que pesa sobre el condado y que mata en extraños accidentes de carretera a los jóvenes de la zona. 

Por poner un ejemplo no muy desarrollado. 

No había apenas viento y fue lo máximo que pude sacar. Es una bandera para la reelección de Trump en 2020 en el único bar del centro de Yuma (Colorado).

El centro de la América real: Quizá debería decir realista. No lo sé. Que elija quien se vea capaz. Hablo de Yuma, en la esquina noreste de Colorado, en plenas Llanuras Altas de dicho Estado, un pueblo como muchos en estos alrededores, que vive del trigo, el maíz, las vacas y todo lo que muevan esas tres materias primas. Turismo, poco; novedades, ninguna. Solo hay que ver cómo está el cartel de una película recién estrenada ayer mismo (y que estará por dos semanas o dentro de dos semanas)... Menos mal que el título es corto. Dudo que tengan muchas letras en el almacén del teatro:



Las coincidencias son así. Este año que no voy a Maine después de tres veranos seguidos rindiendo visita a la tierra de King, me voy a Yuma y me encuentro con su sombra. Porque a Yuma he venido porque es la ciudad que inspiró a uno de los mejores descubrimientos literarios que he tenido en mucho tiempo. Me refiero a Kent Haruf, un tipo que escribió su primera novela con 41 años, que tardaba casi décadas en escribir una nueva (solo terminó seis) y que la última la repasó sabiendo que le quedaban semanas de vida. Precisamente, esa última obra, 'Nosotros en la noche' le ha dado cierta notoriedad porque Robert Redford y Jane Fonda hicieron una película (dicen que regulera) hace poco. Por eso, porque se iba a hacer o porque se había estrenado ya (no sé cuándo se tomó la decisión editorial) se publicó la novela en español y luego le han seguido las tres entregas de su Trilogía de la Llanura ('La canción de la llanura', 'Al caer la tarde' y 'Bendición'). Todas están ambientadas en el imaginado pueblo de Holt, en las coordenadas más o menos exactas de Yuma, que fue donde vivió un tiempo el propio autor y sacó todas sus ideas o hizo caso a los escritores que dan consejos a los que quieren ser escritores en eso de que siempre hay que comenzar por lo que uno conoce. 




Será por eso, porque Haruf es una persona sin estridencias, su escritura es de sencillez pasmosa e íntima a la vez, sin alharacas ni fuegos artificiales, solo gente sencilla (granjeros de ganadería y de trigo, profesores de colegios con un puñado de alumnos, adolescentes embarazadas sin más futuro que trabajar en la gasolinera, asistentes sociales...) que vive como puede y muere como todos. Con sus problemas de cosecha, sentimentales, de soledad o tristeza, abandono o frustración, rechazo o reivindicación tan universales.

Las historias de Haruf van del granjero tal o el profesor cual que un día se despiertan y charlan con su vecino. 

En la forma, claro. 

Había que rendirle tributo. Además, por lo que veo desde el escaparate del 'Yuma Pionner' (el periódico local) su único componente (que dice que no estará en todo el fin de semana porque se ha ido a cubrir a los equipos deportivos locales a otras partes del condado) es digno miembro de la profesión por el desorden que ha dejado a la mesa.



El centro de los cielos: Porque Kansas (y alrededores que son lo mismo en su paisaje) son sus cielos. Que son inmensos. 



    

sábado, 4 de agosto de 2018

Última hoja: un resumen imposible



(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las 
normas aquí)

Al dejar el coche, en Chicago, tras toda la ruta.

El Toyota Camry, antes de salir de Maine.


Un dato/hecho: 18.148,5 kilómetros (o 11.277 millas). Han sido los kilómetros que he hecho en coche entre el 5 de julio y el 2 de agosto... a los que habría que sumar, según la aplicación del móvil, algo más de 420 kilómetros andando (de los que unos 40 fueron en bicicleta por los dos tours en Chicago y San Francisco). 

Estados: Hay 48 estados agrupados en los USA (luego están Alaska, Hawai y Puerto Rico). En este viaje he tocado 41. Por abreviar, solo me han faltado los siete siguientes: Colorado, Kansas, Nebraska, Misuri, Oklahoma, Kentucky y Virginia Occidental (todos ellos agrupados en el interior). Aun así, en estos siete he estado en otras rutas, con los que sí, he tocado cada uno de los estados 'unidos'.

El motel Viking, en Detroit, con mi coche al fondo y algo de miedo en el cuerpo porque bueno, era un poco límite en todos los sentidos. No pasó nada, eso sí.

Una canción: '505', de Artic Monkeys. Porque, quitando a los Decemberists, es el grupo que más ha sonado en esta ruta y porque la cerré con un concierto en directo en Detroit (donde doblaba la media de edad de los presentes, pero bueno, la verdad es que estos chicos son un pequeño espectáculo, incluyendo aquí un homenaje a los locales White Stripes...) en la que uno de sus grandes momentos fue cuando tocaron esta 505. Además, canción de carretera (505 es un número de habitación) y sobre lo que esperamos o no al volver a donde sea que volvamos. 





Un libro: 'Bajo el volcán', de Malcom Lowry. Si no existiera Faulkner, sería mi autor preferido. También, si hubiera escrito algo más (apenas tiene media docena de novelas frente a las 40 obras maestras de Faulkner) quizá podría discutirle algo más. Esta obra, aun así, se codea con las mejores del autor sureño y está en mi top ten. Y no hay nada mejor que un volcán destacar lo más impresionante (no sé si lo mejor, es muy pronto para eso) de todo el viaje: los cien kilómetros de la Carretera del Colmillo del Oso, entre Montana y Wyoming, en las estribaciones del parque Yellowstone: cordillera de montaña, entre altos pinos, ambiente invernal en verano; alta sierra donde se cruza de un Estado a otro a más de 3.000 metros de altitud entre túneles de montículos de nieve hasta de 20 metros de alto en pleno julio; y leve descenso al valle que sirve de antesala del parque natural más inabarcable de los USA. Hay quien comenta que es la carretera más hermosa del país. Por lo que yo he recorrido, no lo niego.   



Una película: 'Amor a quemarropa', de Tony Scott. Sí: mi película más querida que, además, arranca en una Detroit que hace 25 años ya se describía como decadente y peligrosa. Hoy ha empeorado, aunque ha adquirido una especie de orgullo que la hace hermosa en su derrota (como una de esas familias caídas de desgracia de Faulkner, vamos) y se resiste a que la vituperen: su emblema favorito en las tiendas de regalos es 'Di solo cosas bonitas de Detroit'. Junto a Baltimore, sus calles están repletas de casas abandonadas y vagabundos, pero se resiste a morir. En los alrededores, humean y se oxidan durante treinta o más kilómetros a la redonda, las fábricas, muchas de ellas ya cerradas. El centro se obceca en ser un lugar amable (y lo consigue)... el problema es que el concepto centro suele ser muy reducido en los USA. Al ser mi último día de ruta quedó un poco olvidada y no, no se merece Detroit quedar fuera de esta ruta. 



Una comida/bebida: El desayuno de la casa del Blue Cannyon Grill, a las afueras de Cameron (Arizona), en la confluencia de la Desert View Drive, que viene del extremo oriental del Gran Cañón del Colorado y la Carretera 89 que va hacia el norte, hacia Utah. Pastelitos, salsa gravy, salchichas, bacon, patatas, huevos revueltos. Nada especial. Ni siquiera especialmente bueno. Lo elijo en un día de condecoraciones porque llevaba casi tres horas despierto: me levanté a ver amanecer en el Cañón, paseé por allí y por el mirador de Desert View, me comí un atasco (a las siete de la mañana, en efecto) por obras y llegué al fin a este bar en mitad de la nada (pero había un Burger King al lado), en pleno territorio navajo, donde las que servían eran navajos puros (la mujer de la caja me preguntó si quería una "bai", así pronunciado para referirse a una "bag") y me sentó como pocas otras comidas. De bien, digo. Es decir, la pongo como uno de esos momentos grandes sin ninguna razón de peso. Solo porque es un buen momento en la rutina de un viaje.

Una interestatal (la que cruza Seattle), desde lo alto.

Un error: El diseño de la ruta era demencial de origen. Una media de 700-800 kilómetros diarios da muy poco margen a detenerse a asimilar o profundizar. Está claro que hay decenas de rincones que se merecían más reposo y atención, en lugar de salir huyendo al siguiente punto. Si me arrepiento de algo es de eso... de la premura en todo lo que hacía... pero claro: si hubiera querido darle a cada lugar el tiempo que se merece hablaríamos de un viaje de dos o tres meses. ¿Si podría haber hecho algo distinto? Seguro, pero si quería darle toda la vuelta al país en 25 días (y pasar por algunos lugares irrenunciables que quizá me exigieron desvíos) pocas opciones tenía.

En cualquier caso, fuera un error de concepto o no, me siento afortunado de que no haya surgido ningún imprevisto. Más allá de las dos revisiones para cambiar el aceite (cada 5.000 millas saltaba el aviso), el susto que se quedó en anécdota del Policía que me paró en Arkansas, los inevitables atascos por obras (aunque tengo la sensación de que en esto también tuve suerte, ya que siempre me parecía que había muchos más atascos al otro lado de la carretera, en la dirección contraria) o la forma de conducir de ciertas zonas como Florida o casi toda la costa este en general. 

Lo dicho: suerte de que no pasara nada.  

La niebla y las nubes impidieron un amanecer claro en Gettysburg, pero no me quejaré de que haya niebla nunca.

Un descubrimiento: Ninguno de mis lugares sagrados me ha defraudado en el regreso. Ni Little Bighorn, ni Nueva Orleans, ni Oxford, ni las White Sands, ni las Badlands, ni Maine, ni Gettysburg. A todos ellos seguiría volviendo. De muchos no me quería ir. Tampoco otras repeticiones como el Gran Cañón o San Francisco defraudaron. Sin embargo, hablamos de descubrimientos y, como siempre sucede con las casualidades, se disfruta especialmente de aquello que no te esperabas. Fueron casualidades, y grandes hallazgos: 



-Las inmediaciones de Yellowstone y la carretera que le antecede en su esquina noreste. Ya lo he contado al principio del post, pero es que no pensaba acercarme porque exigía un desvío y lo hice por no decir que no he ido a Yellowstone. 



-La entrada oriental de las Badlands y el camino hasta la Pine Ridge Reservation. A mitad de camino en aspereza de su hermana mayor, las verdaderas Badlands, en este rincón aún se puede cultivar y ver árboles. Luego, en la reserva de los lakota, que es casi un desierto, se aprende la crueldad de la historia oficial hacia la que fue la tribu más poderosa hace menos de dos siglos.



-Montana: mi nuevo Estado preferido. Cielos inmensos, carreteras desiertas. Lo que uno piensa cuando piensa en un gran viaje por los USA. Al evitar los Kansas y Nebraska me aparté un poco de esta delicia particular de otras rutas de verme solo durante kilómetros y kilómetros en largas rectas, pero Montana ha cubierto el hueco. A eso hay que sumar que es donde me he encontrado a gente más maja. Y hace frío en verano y es donde son más razonables con las velocidades en carretera (en Texas pecan de irresponsables a veces con un exceso de permisividad). Y está Little Bighorn, y el azar me llevó por delante de donde pasó su última noche Custer de camino al cementerio. Yo creía que sería dura zona de paso y punto ciego de la ruta. Lo que decía de las sorpresas por casualidad.



-Joshua Tree: Estaba fijado en ruta y dormía allí a propósito. Ver atardecer y amanecer al día siguiente, sin embargo, superaron todas las expectativas. Lo único negativo, el ambiente algo viciado que existe en los pueblos colindantes, que tanto me recordaron a las viejas películas del oeste.



-Desert View, en el Gran Cañón: Mientras todos los turistas (porque es donde están los alojamientos) se apiñan en las zonas habituales, este rincón permanece casi vacío. Una pena descubrirlo por la mañana, porque las vistas del atardecer deben de ser insuperables (en la parte conocida, unas montañas tapan el ocaso). Además, eso de tener una torre que es lo más parecido a un faro que hay en miles y miles de kilómetros a la redonda...

Enorme suerte que desde la ventana del hotel en Chicago pudiera ver amanecer.
-Chicago: La segundona que ni siquiera es la segunda en cifras (por tamaño y población, Nueva York y Los Angeles están por delante). Ni falta que le hace serlo. Por un lado, es cierto que se nota cierto complejo en eso de reivindicarse en todo momento frente a las grandes metrópolis. Aunque quien no llora, no mama. Es una gran ciudad, pero su centro es fácilmente abarcable a pie; esa playa (de lago, sí, aunque tan inmenso que parece mar), esos paseos, ese museo, esos rascacielos, esos perritos calientes sin ketchup y con bastante verdura, esa vida, esa pasión (y hasta hace un año) maldición deportiva, esos trenes elevados, esas putas (con perdón) sirenas de emergencias a un volumen que incluso a un medio sordo como yo mareaban como pasaran cerca, esas cervezas artesanales, ese comienzo de la ruta 66, ese final o comienzo, no lo tengo claro, del Medio Oeste... Frente a la parafernalia peliculera, televisiva, popera que hacen de NY y LA (son las primeras hasta en eso, en tener siglas propias) un escenario donde todos sentimos haber estado alguna vez aunque sea la primera vez que las pisemos, Chicago atesora el encanto de la ciudad hecha a sí misma en mitad de la nada. Mira, como Estados Unidos.

PD: El béisbol. Todo un descubrimiento ir a ver un partido en directo... ¡Vamos, Cubs!    



-Donde nace el Mississippi: estaba previsto, sí. Una vez más, fue una suerte llegar sin apenas nadie alrededor, con el lujo de poder sentarme a solas y mojar los pies. 

En Montana, Maine, Michigan... y junto a Americanuty, claro...

Una imagen: Hacia el oeste, con el sol del amanecer en el retrovisor. 

A Oxford va mucha gente que se cree escritor.

Una historia: Ya no me queda mucho más que decir. Ahora mismo, unas 30 horas después de aterrizar en Madrid, apenas puedo aclararme y, mucho menos, resumir un viaje de estas dimensiones. Por experiencia de otros años, sé que solo el paso del tiempo situará cada experiencia o momento en su sitio. Aquello que dije en uno de los primeros días, cuando hablé de sufrir el síndrome de Stendhal antes de entrar en Yellowstone, se puede hacer extensible a toda la ruta. Demasiados momentos, demasiados lugares, demasiadas sensaciones, demasiadas historias. Solo lamento que mucho de ello se perderá sí o sí porque no se puede recordar todo. Guardo, por un lado, 3.500 fotos realizadas en este mes y los textos de este blog y alguna nota (pocas, para lo que daba de sí). Pero sé que mucho se perderá como la niebla mañanera del Pacífico norte o de Maine, del Mississippi o de Montana. Es lo único que lamento ahora. 

Aun así, algo perdurará de lo mejor o, si perdura sin que yo sepa muy bien por qué, será por algo. 

Lo que sí es seguro es que no dejaré de volver de una forma o de otra (ahora mismo, se me hace complicado pensar en superar esta ruta) y que solo el tiempo me demostrará todo lo que he aprendido o conocido o descubierto o recuperado o dejado atrás. Y no hablo solo de lugares o kilómetros. 

Ya sabéis, historias o historias dentro de otra historia que dan pie a otra historia.

Ah: muchas gracias por acompañarme. 

Nos vemos en la carretera.     

domingo, 29 de julio de 2018

Hoja 23: Fantasmas en la vieja cantera del Monte Waldo

Será que por estar en tierra de King uno tiende a las historias macabras, pero...


(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)

Alrededores de Bucksport y Bangor (Maine): Unos 200 kilómetros.

Mañana de domingo en el Maine interior.

Una canción: 'Everyday', de Buddy Holly. Se lo debía al bueno de Buddy desde que comencé la ruta en aquel trigal donde murió. Esta canción, presente en la banda sonora de 'Cuenta Conmigo' es lo que me imagino que suena entre granjas, lagos y vías de tren solitarias del Maine profundo. 





No es difícil imaginar a los críos de la película haciendo apuestas sobre ir a la vieja cantera.

Una película: 'Cuenta conmigo'. Como pasó con 'Los Goonies', tuve la suerte de verla con una edad similar a los protagonistas, en ese momento en el que dejas de ser un niño (o empiezas a dejar de serlo, si es que lo haces del todo) y te das cuenta de que la magia de la vida adulta no es magia precisamente.




Un libro: 'Los ojos del dragón', de Stephen King. Por tercer año consecutivo me hago foto delante de su casa en Bangor, pero por no perder ya la costumbre. Elijo este libro porque es el que más me marcó en su momento. 




Un comida/bebida: El 'Dysarts' es una parada de camioneros emblema de Bangor (King la recomienda y la considera como casa de su conductor de camión asesino). Este es su Dave's Special, y lo especial es la carne de ternera deshilachada. Un pequeño lujo en medio de un desayuno clásico.




Un error: Es más una elegía. El 'Bacon Tree', un restaurante diminuto en Winterport, se había convertido en mi rincón gastronómico de Maine. Comida casera, con productos locales, pero sin renunciar a hacer cosas distintas. Un ambiente desenfadado, algo canalla, de esos por los que se pirran los guays de Seattle o de Nueva York. Pero estaba en mitad de la nada del Maine más a desmano. Lo visité en 2016 y 2017 y cerró a principios de este año. Cuando he visto que lo ha sustituido algo llamado "The wooden spoon' he pensado que quizá alguno de sus anteriores responsables podría haber recogido el guante. Pero no: es una pastelería que sirve también desayunos; no es que tenga mala pinta lo que hace, pero es un anodino local más, familiar y para gente de aquí. Le pregunto a la camarera, una cría con una gorra enorme naranja, que me recomiende una cerveza local y dice que ella no bebe. 




Un descubrimiento: Bangor me había parecido una ciudad gris en los dos años anteriores. No es que ahora sea Nueva Orleans, pero le voy cogiendo cariño a esta ciudad industrial, alejada del turismo y del resto del mundo, en la que solo recala gente para hacerse fotos delante de la casa de King. Sigue arrastrando cierto aspecto desolado y puede que eso, siendo como soy, sea lo que me guste, al fin y al cabo.




Una imagen: No puede haber más tópicos reunidos en un escaparate. Pero el mensaje es el mensaje. 




Un dato/hecho: El Bucksport Motor Inn es el hotel donde he pernoctado más noches en los USA, con once en tres años distintos. Sí, he dormido más noches en Nueva Orleans, pero en cuatro lugares diferentes. Los once días que he pasado en Maine (doce, porque estuve uno más en Portland en 2017) he vuelto a este motel y lo seguiré haciendo cada vez que venga aquí.






Una historia: La vieja cantera del Monte Waldo da escalofríos como para pensar en niños muertos, adolescentes suicidas y asesinos en serie que escondieron los cuerpos nunca encontrados de sus víctimas en los alrededores.

A la vieja cantera del monte Waldo parece que van los chavales del condado a demostrar su valentía y pintar su nombre o un mensaje cínico, a beberse su primera cerveza o darse el lote en las rocas que circundan una charca de agua estancada en la que puede que una vez al año vaya a rodar un nuevo peñasco de granito desprendida de la ladera que sirve de anfiteatro. O quizá no: quizá lleve así décadas. 

En la vieja cantera del monte Waldo se sabe que una vez hubo actividad industrial porque hay viejas ruecas oxidadas, pernos, tornillos del tamaño de un bate de béisbol, cuerdas de acero del mismo grosor que ese bate que hacían funcionar la maquinaria y transportaban las piedras de granito desde la cumbre al valle y que hoy bailan estáticas en lazos improbables; serpientes petrificadas a falta de serpientes de verdad. El color marrón anaranjado de la maquinaria contrasta con el gris perla del granito de las rocas desparramadas, el verde desganado de los árboles enanos que se atreven a crecer y el cobalto del pantano sucio.    

No se oyen pájaros. 

No se oye nada. 

Supongo que eso de percibir a los fantasmas es cosa de gatos y perros.  

Los hechos son que la cantera del Monte Waldo cerró en el año 1914, hace más de un siglo. Dicen que su granito de una resistencia especial y un color particular se usó en la construcción del monolito de Washington DC, el puente de Brooklyn o el Empire State.

Dicen también que el Monte Waldo recibe el nombre de Monte Miseria porque dos críos salieron a hacer una excursión a finales del siglo XVIII y murieron en una tormenta de nieve. 

Las guías dicen poco más, excepto que se trata de un monte del montón, de apenas 320 metros de altura y que no da para más. No lo dicen por educación, aunque uno puede imaginar que llamar monte a lo que es una colina ya es temeridad. 

Hay muchas cosas que se podrían añadir de la vieja cantera del Monte Waldo. Para llegar a ella, hay que caminar durante media hora, en cuesta arriba, resbalando entre guijarros y sin tierra compacta donde descansar las plantas. La carretera de asfalto termina abruptamente, con un cartel que advierte, muy dantesco él (dantesco en su verdadera acepción, no en la que usan y usan los informativos para hablar de accidentes) con lo que de entras por tu cuenta y riesgo. Luego, empieza un sendero de tierra donde podrían haber accedido los camiones de la cantera y gira a la izquierda, donde a unos pocos metros la montaña se ha derrumbado sobre la ladera y hay que volver a la curva, de la que salía un sendero de un metro y medio de ancho, más escarpado, más peligroso en las piedras que se resbalan. 

La naturaleza te avisa con árboles que se han derrumbado de lado a lado, cortando el paso, con mosquitos del tamaño de murciélagos a punto de convertirse en vampiros, con el aire que se adensa y la brisa que se niega a correr. Entre la vegetación, en las rocas más grandes, hay pintadas que animan a seguir, a no morir, hay un pene gigante en un tramo de suelo rocoso señalando la cumbre, hay llamadas a la libertad, de odio a la gente, de odio al amor, están Ashley y Keith. 1981 y 2018.

Ya he contado lo que había arriba.     

La vuelta es mas peligrosa porque las piedras sueltas tienden a traicionarte con más saña en los descensos. Resbalo y pongo el brazo, ruedan las piedras ladera abajo. No pasa nada. Llego al coche, sin haberme encontrado nada vivo (bueno, los mosquitos y supongo que los árboles si es que no están muertos ya y solo esperan el invierno para caerse sobre la trocha), miro atrás y, en efecto, la de historias que se me han ocurrido en torno a la cantera, los adolescentes y los fantasmas de esos adolescentes.

Siempre he pensado que en un lugar es tan especial como por el número de historias que sea capaz de suscitarme. 
  
Pues eso. 

viernes, 27 de julio de 2018

Hoja 21: ¿Quién vive ahí?

Casas cerradas, basura sin recoger desde hace días, ningún cuidado de acerado y zonas comunes. Eso es gran parte de Baltimore. También la real.

(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)

Arlington (Virgina)-Washington DC-Maryland-Delaware-Atlantic City (Nueva Jersey)-Fishkill (Nueva York): 620 kilómetros.


En la serie se llamaba de otra manera, el Kavanagh, pero en esta esquina se vomitó alguna vez el exceso de cerveza y whisky.

Una película/serie: 'The Wire', de David Simon. La mejor serie de la historia y la segunda en mis preferencias absolutas (soy de 'Deadwood' hasta el final). Unas pocas líneas no le hacen justicia, salvo en que, 15 años después, Baltimore no parece que haya mejorado mucho si te sales del puerto interior para turisteo.



Una canción: 'Way down in the hole', de Tom Waits. Aunque pongo montaje con las cinco versiones que encabezaron cada una de las temporadas de la serie. 





Estación central de policía de Baltimore. En la manzana contigua está la zona de los clubes de alterne: como veinte en cien metros.

Un libro: 'Cualquier otro día', de Dennis Lehane. Colaboró como guionista en la serie y el libro cuenta la historia novelada de una familia de policías cuando se creó el primer sindicato en el cuerpo de los USA en Boston. Novela negra que es también una de esas grandes novelas americanas universales. La especie de segunda parte ('Vivir de noche') bajó mucho, pero 'Ese mundo desaparecido', que cierra la saga, es digna heredera de la impresionante primera entrega.




Una comida/bebida: Es de la noche del jueves en Arlington (junto al DC). Lo tomé en el Ray The Steaks y es, probablemente, la mejor pieza de carne que he tomado en muchos, muchos, muchos años (por no ser absoluto). Es un corte americano (no hay equivalente español), de la parte tierna del rib-eye, que sería algo así como un solomillo con consistencia o un chuletón tierno que se pueda cortar con el tenedor.




Una imagen: Desde lo alto del embarcadero de Atlantic City que se adentra en el océano y que hoy es un centro comercial. Empezaba a llover. 




Un error: Amparito se ha vengado de que haga sorna con ella. Cuando he puesto que me lleve a West Point me ha mandado a la mitad de la nada (eso lo he visto luego), pero lo peor es que, para llegar allí, me ha metido en el peor atasco de todas las rutas pop que, de haberme dirigido bien (vi carteles tarde), no hubiera acabado ahí encerrado: una hora de retención para 500 metros. O quizá la culpa no sea de Amparito, porque no puede ser casualidad tampoco que en todos mis viajes apenas he visto diez rotondas y el atasco de hoy lo provocaba, precisamente, una rotondita.  




Un descubrimiento: Nuestra Señora de las Autopistas. No es broma: en Childs, al norte de Maryland casi tocando con Delaware, hay una capilla erigida en honor a esta advocación desde el año 1973, cuando los franciscanos que vivían en la zona asistieron a un accidente múltiple ocasionado por la niebla. No hay foto, porque no no me dio tiempo, pero os dejo una de los alrededores (y hoy también había niebla). 




Un dato/hecho: En una ciudad como Atlantic City, donde todo es una imitación de una imitación (querer parecerse a Las Vegas es algo muy triste), hay una estatua, en la parte más noble del embarcadero (donde está el centro oficial de congresos) dedicado a todos los obreros que han muerto en distintos trabajos de construcción de la ciudad. 





Una historia: Nunca he visto una ciudad con más casas tapiadas y cerradas, clausuradas y ni siquiera con un cartel de se vende porque saben que jamás la venderán. Eso, en el caso de que alguien sepa quién es el propietario. 

Baltimore es una ciudad amarga, sueño americano devenido en pesadilla que no termina, dura y cruda realidad que superan a la ya descarnada ficción. En el radio mínimo que late alrededor del Puerto Interior hay un empeño en lucir como un lugar amable, simpático con los visitantes, que de desvive por desplegar una oferta de turismo familiar: tres barcos históricos y un submarino se pueden visitar a pie de muelle, hay decenas de atracciones infantiles, grandes cadenas de restaurantes y una estampa bucólica de yates amarrados al otro lado de la bahía. Aquí nació el himno nacional en 1812, proclaman orgullosos.




Todo eso lo vi al final de mis dos horas en Baltimore. Como es lógico, esta ruta peca de apresurada y de impresiones a salto de mata. Puede que sea injusto con Baltimore por abordarla con un paseo largo en coche (en las zonas más 'The Wire' mejor no bajarse del coche y no estar mucho parado) y otro a pie por el centro. Aunque cuando lo único que ves, en la zona turística y en el resto de la ciudad, son indigentes sin saber qué hacer ya a las seis y media de la mañana es que algo no termina de funcionar. 


Hay numerosos carteles anunciando que se compran casas (arriba a la izquierda).
No solo en las zonas deprimidas (que son inmensa mayoría). También junto a la comisaría principal, el Ayuntamiento, tirados en un banco del monumento contra el Holocausto, en el suelo del bonito puerto interior (supongo que cuando abran los comercios y las familias se perderán en el paisaje). Incluso en un barrio que barrunto que era bueno porque solo había blancos paseando al perro y haciendo carreritas, el aspecto de las casas tiende a destartalado, uniforme, apocado. 




'The Wire' es mucho más que una radiografía de Baltimore. Es una metáfora de los monstruos que también crea toda sociedad desarrollada; cuando digo monstruo me refiero a un entorno, no a una persona. Es posible que Nuestra Señora de las Autopistas velase por mí y me enviase una tormenta apocalíptica cuando me adentré en el oprimido West Baltimore. Digo que veló por mí porque la tromba de agua impidió que se me ocurriera bajarme del coche o recrearme en las fotos (de ahí que salgan movidas o parezcan precipitadas... porque llovía a manguerazos y fueron precipitadas). Aun así, más de una mirada fija me llevé de viandantes renqueantes y huesudos, cansados y encorvados. 




El centro solo es ligeramente mejor a las afueras. En los alrededores del Ayuntamiento, como está la comisaría cerca, puedes sentirte algo más seguro. Eso sí, solo vi coches de policía aparcados y somnolientos, ni un solo agente. 


Otro fondo habitual en la serie. La estatua de delante está decida a todos los "negro heroes".

Imagino que todas estas percepciones nacen de la sensación de desamparo que se inoculó mientras conducía de afuera hacia dentro y de dentro hacia fuera de Baltimore. Pareciera que nadie, o casi nadie, quiere vivir aquí. La gente se va de las casas, alguien las ciega y se caerán a pedazos algún día (muchas de las localizaciones, en particular las que se filmaron en viviendas protegidas, ya han sido derribadas).

Aun así, menudean los carteles de gente que se ofrece a comprar casas. No voy  especular más sobre supuestas especulaciones.


Esto es ya Atlantic City, donde en el embarcadero abundan los negocios cerrados.



Luego, unas tres horas más tarde, Atlantic City no elevó las buenas vibraciones, precisamente. Sabía que no queda nada de lo que aparece en otra de mis series más queridas, 'Boardwalk Empire'. Aunque una cosa es un decorado y otra un embarcadero mal baldeado, con el olor agrio de la orina, los vómitos, el alcohol derramado y la suciedad apenas baldeada. El día de niebla tampoco ayudaba a quitarte la idea de estar en un Fin del Mundo, donde solo faltan los zombis, en un paseo desangelado, con poco visitante y en el que unos enormes monitores de pronto rompían el silencio con estruendosos anuncios. La denominada Las Vegas del Este es un grisáceo paseo marítimo de obras y cartón piedra, sucursales de bajo coste de casinos famosos de la verdadera Las Vegas y una playa donde, para rematar el día, los escasos turistas tuvieron que huir de ella a toda prisa cuando se precipitó la tormenta.

Nuestra Señora de las Autopistas, que volvía a invitarme a marcharme corriendo de allí, porque será que no quiere que vea más las sombras de su país.