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domingo, 29 de julio de 2018

Hoja 23: Fantasmas en la vieja cantera del Monte Waldo

Será que por estar en tierra de King uno tiende a las historias macabras, pero...


(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)

Alrededores de Bucksport y Bangor (Maine): Unos 200 kilómetros.

Mañana de domingo en el Maine interior.

Una canción: 'Everyday', de Buddy Holly. Se lo debía al bueno de Buddy desde que comencé la ruta en aquel trigal donde murió. Esta canción, presente en la banda sonora de 'Cuenta Conmigo' es lo que me imagino que suena entre granjas, lagos y vías de tren solitarias del Maine profundo. 





No es difícil imaginar a los críos de la película haciendo apuestas sobre ir a la vieja cantera.

Una película: 'Cuenta conmigo'. Como pasó con 'Los Goonies', tuve la suerte de verla con una edad similar a los protagonistas, en ese momento en el que dejas de ser un niño (o empiezas a dejar de serlo, si es que lo haces del todo) y te das cuenta de que la magia de la vida adulta no es magia precisamente.




Un libro: 'Los ojos del dragón', de Stephen King. Por tercer año consecutivo me hago foto delante de su casa en Bangor, pero por no perder ya la costumbre. Elijo este libro porque es el que más me marcó en su momento. 




Un comida/bebida: El 'Dysarts' es una parada de camioneros emblema de Bangor (King la recomienda y la considera como casa de su conductor de camión asesino). Este es su Dave's Special, y lo especial es la carne de ternera deshilachada. Un pequeño lujo en medio de un desayuno clásico.




Un error: Es más una elegía. El 'Bacon Tree', un restaurante diminuto en Winterport, se había convertido en mi rincón gastronómico de Maine. Comida casera, con productos locales, pero sin renunciar a hacer cosas distintas. Un ambiente desenfadado, algo canalla, de esos por los que se pirran los guays de Seattle o de Nueva York. Pero estaba en mitad de la nada del Maine más a desmano. Lo visité en 2016 y 2017 y cerró a principios de este año. Cuando he visto que lo ha sustituido algo llamado "The wooden spoon' he pensado que quizá alguno de sus anteriores responsables podría haber recogido el guante. Pero no: es una pastelería que sirve también desayunos; no es que tenga mala pinta lo que hace, pero es un anodino local más, familiar y para gente de aquí. Le pregunto a la camarera, una cría con una gorra enorme naranja, que me recomiende una cerveza local y dice que ella no bebe. 




Un descubrimiento: Bangor me había parecido una ciudad gris en los dos años anteriores. No es que ahora sea Nueva Orleans, pero le voy cogiendo cariño a esta ciudad industrial, alejada del turismo y del resto del mundo, en la que solo recala gente para hacerse fotos delante de la casa de King. Sigue arrastrando cierto aspecto desolado y puede que eso, siendo como soy, sea lo que me guste, al fin y al cabo.




Una imagen: No puede haber más tópicos reunidos en un escaparate. Pero el mensaje es el mensaje. 




Un dato/hecho: El Bucksport Motor Inn es el hotel donde he pernoctado más noches en los USA, con once en tres años distintos. Sí, he dormido más noches en Nueva Orleans, pero en cuatro lugares diferentes. Los once días que he pasado en Maine (doce, porque estuve uno más en Portland en 2017) he vuelto a este motel y lo seguiré haciendo cada vez que venga aquí.






Una historia: La vieja cantera del Monte Waldo da escalofríos como para pensar en niños muertos, adolescentes suicidas y asesinos en serie que escondieron los cuerpos nunca encontrados de sus víctimas en los alrededores.

A la vieja cantera del monte Waldo parece que van los chavales del condado a demostrar su valentía y pintar su nombre o un mensaje cínico, a beberse su primera cerveza o darse el lote en las rocas que circundan una charca de agua estancada en la que puede que una vez al año vaya a rodar un nuevo peñasco de granito desprendida de la ladera que sirve de anfiteatro. O quizá no: quizá lleve así décadas. 

En la vieja cantera del monte Waldo se sabe que una vez hubo actividad industrial porque hay viejas ruecas oxidadas, pernos, tornillos del tamaño de un bate de béisbol, cuerdas de acero del mismo grosor que ese bate que hacían funcionar la maquinaria y transportaban las piedras de granito desde la cumbre al valle y que hoy bailan estáticas en lazos improbables; serpientes petrificadas a falta de serpientes de verdad. El color marrón anaranjado de la maquinaria contrasta con el gris perla del granito de las rocas desparramadas, el verde desganado de los árboles enanos que se atreven a crecer y el cobalto del pantano sucio.    

No se oyen pájaros. 

No se oye nada. 

Supongo que eso de percibir a los fantasmas es cosa de gatos y perros.  

Los hechos son que la cantera del Monte Waldo cerró en el año 1914, hace más de un siglo. Dicen que su granito de una resistencia especial y un color particular se usó en la construcción del monolito de Washington DC, el puente de Brooklyn o el Empire State.

Dicen también que el Monte Waldo recibe el nombre de Monte Miseria porque dos críos salieron a hacer una excursión a finales del siglo XVIII y murieron en una tormenta de nieve. 

Las guías dicen poco más, excepto que se trata de un monte del montón, de apenas 320 metros de altura y que no da para más. No lo dicen por educación, aunque uno puede imaginar que llamar monte a lo que es una colina ya es temeridad. 

Hay muchas cosas que se podrían añadir de la vieja cantera del Monte Waldo. Para llegar a ella, hay que caminar durante media hora, en cuesta arriba, resbalando entre guijarros y sin tierra compacta donde descansar las plantas. La carretera de asfalto termina abruptamente, con un cartel que advierte, muy dantesco él (dantesco en su verdadera acepción, no en la que usan y usan los informativos para hablar de accidentes) con lo que de entras por tu cuenta y riesgo. Luego, empieza un sendero de tierra donde podrían haber accedido los camiones de la cantera y gira a la izquierda, donde a unos pocos metros la montaña se ha derrumbado sobre la ladera y hay que volver a la curva, de la que salía un sendero de un metro y medio de ancho, más escarpado, más peligroso en las piedras que se resbalan. 

La naturaleza te avisa con árboles que se han derrumbado de lado a lado, cortando el paso, con mosquitos del tamaño de murciélagos a punto de convertirse en vampiros, con el aire que se adensa y la brisa que se niega a correr. Entre la vegetación, en las rocas más grandes, hay pintadas que animan a seguir, a no morir, hay un pene gigante en un tramo de suelo rocoso señalando la cumbre, hay llamadas a la libertad, de odio a la gente, de odio al amor, están Ashley y Keith. 1981 y 2018.

Ya he contado lo que había arriba.     

La vuelta es mas peligrosa porque las piedras sueltas tienden a traicionarte con más saña en los descensos. Resbalo y pongo el brazo, ruedan las piedras ladera abajo. No pasa nada. Llego al coche, sin haberme encontrado nada vivo (bueno, los mosquitos y supongo que los árboles si es que no están muertos ya y solo esperan el invierno para caerse sobre la trocha), miro atrás y, en efecto, la de historias que se me han ocurrido en torno a la cantera, los adolescentes y los fantasmas de esos adolescentes.

Siempre he pensado que en un lugar es tan especial como por el número de historias que sea capaz de suscitarme. 
  
Pues eso. 

jueves, 19 de julio de 2018

Hoja 15: Maneras de ser un cowboy

Justo en la ventana que ya casi no se ve, la que va antes del saliente, se supone que dispararon a JFK.

(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las normas aquí)

Seminole (Texas)-París (Texas): 832 kilómetros.

La réplica tejana de la Torre Eiffel está coronada por un sombrero vaquero rojo.

Una película: 'París, Texas', de Win Wenders. No hay mejor momento posible que pasar la noche en la París tejana para reivindicar una de las obras maestras de finales de siglo pasado. Se junta todo: el mejor Wenders (nunca lo hizo así de bien), actores sobresalientes, fotografía, música y guión de otro de mis indiscutibles, Sam Shepard.

En el centro de Dallas,un comboy persigue a una res revoltosa mientras lleva a treinta más en perfecta fila detrás.


Una canción: 'Dallas-Memphis', de Quique González. Hoy he estado en Dallas y mañana estaré en Memphis. Ya sé que la canción se refiere a un partido de baloncesto a las tantas, pero también parece un pequeño retazo de la ruta. También, aquel disco por completo me acompañó en la primera ruta. 



Amanecer a las afueras de Seminole, en el Oeste de Texas.

Un libro: 'Apocalipsis', de Stephen King. Podría haber elegido de King, por el lugar donde estoy, el que va de JFK (que es uno de sus mejores libros en mucho tiempo), pero prefiero su obra magna (aunque no mi preferida, exactamente). En cualquier caso, en toda la obra de King se nota que le tiene cierta manía a los tejanos. 

Los molinos de viento pierden en proporción de uno a mil contra los insectos estos de petróleo. 

Un dato/hecho: En el país más capitalista del mundo, en el rincón con mayor proliferación de explotaciones de petróleo que he visto (el este de Nuevo México y el oeste de Texas), tienen una costumbre un poco del otro bando de la historia. En concreto, en unas 20 gasolineras o así que vi de los condados donde abundaban las extractoras de crudo vendían el combustible exactamente al mismo precio. No sé si Trump sabe eso de sus votantes. 



Un descubrimiento: París, Texas. Tiene su encanto y su humildad. Es un pueblo algo polvoriento y abandonado en una esquina olvidada de Texas. Pero me gusta. Se toman a broma ser la hermana pequeñísima de una de las ciudades más bellas del planeta. Digna y humildemente a broma.   

En mi improvisación para salir de Dallas me metí en una carretera así de vacía (había mil coches por todos los scalectrix contiguos) y llegué a pensar si no se abriría un semáforo al fondo y vendrían a fila de a ocho contra mí. Pero no: iba perfecto para salir de allí 

Un error: Hoy no ha sido mi día con las indicaciones. Primero, Amparito está desactualizada, la pobre (por mi culpa), y para salir de Dallas me mandaba por carreteras que no existen ya y autopistas reconvertidas en peajes que van para otro punto cardinal. Me las apañé como pude. Mucho mejor que en París, donde de pronto me entró el complejo de Mcfly total y no he dejado de intentar meterme por direcciones prohibidas y dar marcha atrás a toda prisa para enmendarme y hasta casi saltarme un stop en el que me han pasado rozando. He salido vivo (y sin que me vea un poli) de mi día tonto. Y nadie me ha pitado.



Una comida/bebida: Auténtica barbacoa texana en un antro de París, el Scholl Brothers. Todo es como se hace aquí: entras, pides lo que quieres, te lo sirven sin platos y directamente en una bandeja de plástico, dos acompañamientos, te dan un vaso que lo rellenas todas las veces que quieras de refresco, hay también helado gratis si te apetece y a cebarte. Manda huevos que le pregunto al chico que servía que me recomiende algo y, en plena Texas donde solo hay vacas, me dice que el pavo. Le hago caso, pero le digo que me ponga ternera también. Y salchicha. Y ensalada de patata y otra de col de acompañamientos. Lo mejor, en efecto, era el pavo... aunque la ternera o la salchicha solas podrían haber entrado solas en este apartado cualquier otro día. Para ser perfectas, las barbacoas de Texas deberían vender cerveza también.



Una imagen: Se llama Fort Phantom Hill, aunque nunca se llamó así y solo estuvo activo un par de años al principio del asentamiento texano en sus guerras con los comanches. Quedan unos pocos restos (no sé por qué solo las chimeneas, además de una cabaña) y no lo visita ni dios porque, sinceramente, no tiene mucho interés. Está perdido cerca de Abilene, famosa ciudad de pelis de vaqueros en mitad de Texas y fui por hacer algo entre Seminole y Dallas (seis horas entre ambos). Como mucho, dicen que frecuenta las ruinas el fantasma de una chica a la que mató su novio en el lago adyacente. El muchacho se fue y volvió entero de la Segunda Guerra Mundial y el capullo de su amigo le gastó una broma diciéndole que se había acostado con su novia. Él la estranguló y tiró el cuerpo al lago. De lo que le hizo al amigo no hay constancia en la leyenda urbana. Por si acaso, yo lo visité en pleno mediodía.

La 'x' pintada en blanco justo delante del coche más adelantado marca donde fue alcanzado Kennedy. Le dispararon, supuestamente, desde el edificio marrón claro de detrás, desde la ventana de en medio del extremo derecho. 



Una historia: París, Texas, ha venido a fastidiarme todo lo que había pensado para esta historia. 

Había ido elucubrando todo el día, entre carreteras comarcales e interestatales, en lo diferentes que son Montana y Texas. Por supuesto: no tienen nada que ver porque una está en el extremo norte y otra en el sur. Sin embargo, son quizá los estados más orgullosos del sentimiento vaquero por antonomasia, sus ranchos adornan los valles infinitos de cada sitio y el caballo es el mejor amigo del hombre. 

Unos, en Montana, desde la melancolía de la lejanía y la sobriedad del clima frío, que dan un carácter sereno y ajeno al mundo entre la sombra de las montañas gigantes de Yellowstone y el viento polar que los aplasta desde Canadá. 

Los otros, los tejanos, bulliciosos y orgullosos, gallitos y pendencieros, escorpiones que sobreviven como pueden al desierto que los circunda y el polvo que viene de cualquier rincón desde el que pueda soplar el viento. Han vivido toda su historia (de apenas siglo y medio, hay urbanizaciones de adosados junto a la M-30 de Madrid más antiguas) peleándose con todo el mundo: los indios, mexicanos, españoles, americanos inclusos, yanquis (ellos iban con el Sur para ser independientes a su vez cuando todo terminase) y ahora mexicanos otra vez.

Montana me dio buenas vibraciones desde el principio. Sé que no es un método ni científico ni antropológico, pero me suele coincidir allí donde voy. Hay lugares en los que me siento bien y otros de los que quiero huir. Seattle o Los Ángeles me levantan sarpullidos, me parecen impostados y sucios, artificiales y vanidosos. Otros se van revelando poco a poco: en Minnesota son secos, pero francos; Dakota del Sur depende de en qué partes aterrices; Chicago me sorprendió por su hospitalidad, San Francisco esconde dobleces y maravillas por igual, en Nuevo Mexico tienen un carácter afable, en los estados más yanquis (Nueva Inglaterra, Pensilvania) son estirados y orgullosos; en los del Sur aristócrata (Virginia y las carolinas) son estirados y orgullosos y huelen a naftalina (aún creen que fue injusto perder la guerra), en el Sur profundo demasiado tienen con seguir viviendo entre tanto calor y ausencia de recursos y en los estados del cinturón industrial son laboriosos y callados, las manos duras, las uñas negras, la mirada cortada del que trabaja lejos de la luz.

Montana confirmó la buena onda. En Billings, no me pusieron ningún reparo a pasar la revisión al coche en la oficina, en el taller me aceptaron sin haber recibido aún la confirmación de la agencia, el conserje del hotel de Rock Creek ha sido el más amable y simpático de todos y una chica de una gasolinera me atendió hora y media antes de su hora de apertura y pese a que había un borracho dormido en sus vómitos junto a la puerta. 

En Texas no me ha pasado nada malo exactamente (ni ahora ni en 2015). Nada que justifique esta inquina, realmente. No obstante, estoy deseando salir siempre de ella. 

Hasta que he llegado hoy a París. Me bajo donde está la réplica de la Torre Eiffel. Había un coche que se marcha justo. Hace el récord de calor de la ruta (113 grados fahrenheit, unos 45 nuestros) y no hay nadie más. Empiezo a hacer fotos y me hago un selfie. Veo que en el edificio de al lado (Love Civic Center, se llama, sea lo que sea con ese nombre) se mueve un coche y viene hacia mí. Una mujer me grita: ¿quieres que te haga una foto?

Se baja, todo amabilidad, me pregunta de dónde soy (todo sonrisas), me hace fotos no del todo malas (incluso sale la bandera americana a la derecha) y hasta me dice que me espere y me entrega un pin de la ciudad. Un regalo para que te lleves a España, me dice cuando me da apuro y le pregunto si le tengo que dar algo. 

Y yo rajando de los tejanos (todo sea porque Paris está junto a Luisiana).    


sábado, 10 de septiembre de 2016

Día 7: No a la 3




Tranquilidad: no estoy hablando de la tercera investidura o de terceras elecciones, pero sí de política.  

La 3 es una pregunta que se incluirá para los votantes de Maine junto a las papeletas de las próximas elecciones presidenciales de noviembre. En resumen, preguntan a los ciudadanos del Estado si apoyan que se requiera una comprobación de antecedentes en cualquier transacción de compra y venta de armas. 

Ignoro qué dirán las encuestas al respecto, pero si de algo sirven los casi 2.000 kilómetros que llevo conducidos arriba y abajo de Maine, me da a mí que van ganando los del 'no'.

Me explico. A falta de calles tal y como las conocemos en Europa, con sus aceras, sus farolas y sus manzanas delineadas, en la América rural (y Maine es muy rural, en cuanto te alejas dos kilómetros tierra adentro del festival turístico-costero), aquí los vecinos pueblan sus jardines y los arcenes de las carreteras con carteles de sus candidatos preferidos o sus consignas políticas del momento. No tengo muchas fotos de este fenómeno. Aunque no haya vallas ni setos en la mayoría de las viviendas que impidan el paso, no es plan de ponerse a hacer fotos a jardines privados, sobre todo, si son partidarios de Trump (o de uno de éstos del 'No a la 3') que crean que estoy violando sus derechos constitucionales y ejerza sus derechos no menos constitucionales de dispararme a quemarropa. 

No exagero: son ellos los que tienen escopetas debajo del asiento de sus pick-ups; no yo. 




Esta foto fue casualidad. Paré por otra cosa y vi que había un cartel justo delante. Pero, tal y como son las carreteras del interior, tampoco es para dedicarse a hacer álbumes improvisados.

Un ejemplo es la carretera 5, que corre en paralelo junto a la frontera entre Maine y New Hampsire (al oeste).



O algunos caminos similares, donde hasta los árboles se tocan por encima del asfalto:




Precisamente, en algún lugar de la carretera 5 fue donde casi murió atropellado Stephen King mientras paseaba por uno de esos inexistentes arcenes. Y aquí parece que me voy a desviar, pero no: paciencia.

La Maine de King es la Maine que clama por defender el derecho inalienable de pegarle un tiro al intruso. Pese a que esta tierra vive del turismo de alto copete, ya sea en su versión veraniega o invernal, King siempre ha escogido una Maine interior, rural, de la denominada basura blanca. Al fin y al cabo, él era de esa clase, hijo pequeño de dos hermanos de una madre soltera que trabajaba en empleos que sólo se los daban a la gente de color en los años duros de la segregación y que tuvo dando tumbos a sus hijos por media América antes de volver a Maine, a una de esas ciudades industriales y anodinas cercanas a Portland donde el pequeño Stephen empezaría a escribir.

Un poco más adentro de ese cinturón industrial, sí se abría la Maine de su mente.





Por lo tanto, las Derry, Castle Rock, Salem's Lot o Chester Mill no tienen nada que ver con Bar Harbor, Rockland, la misma Portland o Kittery. Todas ellas le deben mucho más a dispersas poblaciones como Bridgton, Lovell, Barney Pond, Fallmouth y un largo etcétera...

Todas ellas son esto:










De algunas, se pueden intuir ciertos coletazos de inspiración trasladados al papel. La Castle Rock de El cuerpo (más conocida por su versión cinematográfica, Cuenta Conmigo) podría parecerse a Woodstock y su vía de tren que atraviesa las colinas vecinas a New Hampshire.




La Bridgton que el propio King dice que podría ser la Chester Mill de La Cúpula no tiene nada que ver, en la vida real, ni en forma ni en espíritu (aunque proliferan los hogares suministrados por propano). La escogió porque está próxima a su casa de verano, aquella junto a la que le atropellaron y, en cierto modo, le cambiaron la carrera. Porque hasta 1999, año del accidente, la obra de King había entrado en decadencia. Fue después, tras el rito de paso que supuso 'Mientras escribo' (una estupenda lección del proceso creador), cuando recuperó las historias de sus mejores tardes. 

Otra de las características de la Maine de King son los lagos, de verano poblados de sangüijuelas o helados hasta que se rompe una placa debajo de un pobre niño. De ésos hay miles en Maine. No hay población que no enrosque algún tipo de pantano, estanque o simple laguna. En la mayoría, hay hasta pequeñas orillas.




Es el único respiro que subyace en una economía de subsistencia. Decía que el litoral vive (y vive muy bien) del turismo. Los que no lo hacen tienen la pesca, en particular, la de la langosta, una especie que es el último ejemplo de lo que ocurre cuando hay que contentar al visitante. Hasta no hace muchas décadas, los de Maine utilizaban la langosta para alimentar a sus animales de granja o a los presos de las cárceles. 

Ahora, no sé si ha cambiado mucho la visión autóctona. Los de aquí dividen al ser humano en tres categorías: los nativos, los visitantes y los malditos turistas. 

Históricamente, Maine es un Estado que vota demócrata por un margen muy estrecho sobre los republicanos. Sólo otorga cuatro asientos, pero casi siempre apoya a los Obama, Clinton y compañía para la Casa Blanca. Quizá es el efecto de la costa (hay más densidad de población en el litoral), y de tanto artista que emigró aquí a pintar o inspirarse. Porque luego, como ocurre con la campaña contra el control de las armas, el gobernador es republicano y no se contenta con criticar el referéndum sino que dice que es inconstitucional.

Dos caras. 




Perspectiva (sí, soy un pesado).


PD: Como pequeño experimento a las posibilidades de un día de niebla y un día despejado, dio la casualidad que fotografié el mismo puente (el Hancock, que está junto al pueblo donde me hospedo, y que por apariencia es un hermanito pequeño del nuevo puente de Cádiz) en dos momentos diferentes. Uno, supongo que serviría de portada para un libro de King; el otro, para un folleto turístico.

Yo sé cuál me gusta más.





PD2 (escrita como una hora después de todo lo anterior, después de irme a dar un paseo en el atardecer lluvioso de Maine -para qué va a haber sol más de 24 horas seguidas- y casi no volver): Señoras y señores, la NSA (los espías de aquí) me leen y han dado el chivatazo a sus amigos de la Asociación Nacional del Rifle (bueno, esto es una exageración, pero lean y luego juzguen). Resulta que me voy a pasear, como he dicho, y llueve, y ya vengo de vuelta por un paseo que hay en el pueblo justo a la vera del río. Durante la mayor parte del recorrido hay amplitud (parques, praditos, incluso aparcamientos), pero en algunas partes el camino se estrecha y queda apenas un metro entre una pared y las rocas desperdigadas que sin barandilla ni nada dan directas al río. En éstas que llego a uno de esos recodos sin escapatoria, y veo, a través de unas vallas blancas de madera, que viene una chica en ropa de deporte (va de rosa fucsia y amarillo la muy hortera). Al perro no lo veo hasta que lo tengo ladrando y babeando a medio metro de mi brazo, dando botes y amagando el salto definitivo, cortándome el paso tanto por delante como por donde yo venía, dejándome sólo el río para huir. Es un rottweiller negro (no sé ni me importa si los hay de otro color). Doy un paso atrás, pero atrás sólo hay rocas, con lo que sólo me queda el factor suerte de que el chucho sólo estuviera asustando. Que supongo que sería eso o que la dueña llegó a tiempo (aunque no creo que la tipa pudiera haberlo sujetado realmente). Dice un par de sorrys que me suenan más a qué hago yo paseando solo sin cuerda por ahí en lugar de su perro (tampoco sé ni me importa si son de ésos que se consideran peligrosos; feo era de cojones) y se marcha... Yo me he quedado mudo (y blanco, supongo) y miro a las rocas. Entonces veo que están muy mojadas (está lloviendo desde hace dos horas) y pienso que más suerte he tenido aún en no resbalar que en otra cosa. 

Así que cuidadito con lo que decís del derecho constitucional a tener una puta escopeta.

Ah, no tengo nada contra los perros. 

Contra la gente que combina el fucsia y el amarillo, sí.

   

jueves, 8 de septiembre de 2016

Día 5: Lo contrario a un plan roto




Y, entre la niebla,vino la sorpresa de la Ruta. 

Siempre ocurre más de una vez en cada viaje. Que un destino pensado inicialmente para completar el itinerario del el día, o porque estaba de paso y había leído algo al respecto o incluso por mera casualidad se convierte en momento destacado sobre el resto. Supongo que a favor juega el factor inesperado.

Sea como sea, un interruptor se enciende en mi cabeza: ha llegado para quedarse siempre en mi cabeza (para quedarse en un rinconcito especial) un nuevo lugar. En la primera ruta fueron las Badlands en un extremo árido de Dakota del Sur; en el segundo, la Dockery Farm en el insano pulmón húmedo del Delta del Mississippi; y en el tercero, las White Sands níveas a 50 grados al sol de Nuevo México.

Hoy ha sido Stonington, un pueblo más en una esquina recóndita de Maine.

Como en los últimos tres años, el color blanco ha iluminado el día.

Porque el sol, lo que se dice el sol, no ha aparecido. Aquí, el refrancito de mañana de niebla, tarde de paseo se lo comen con patatas y con ensalada de col. Aquí la niebla, ya que viene, se queda hasta cuando haga falta. ¿Que decía la previsión de tiempo que abriría a las nueve?

A lo mejor se referían al día nueve.

Pero me gusta la niebla. Otro que le guste menos o que se quede con el lado malo de las cosas estaría lamentando su mala suerte de no poder apreciar el mar, el cielo azul, el paisaje enroscado de los acantilados de Maine.

Bueno. Habrá otro en otro blog que pierda el tiempo con lamentaciones.

Sinceramente, el día ha sido muy diferente con el horizonte a medias, agazapado tras el tañido desacompasado de las campanas adheridas a los faros flotantes sobre las rompientes. 

Hablo de esos faros de pequeño tamaño que se anclan en medio de la bahía como un bote fantasma. 

Porque para señor faro el Bass Harbor Head Light (y no apto para esos turistas de la tercera edad -u obesos mórbidos o ambos- que ilusionados iban a verlo en comandita, toda vez que hay que escalar y bajar rocas como percebe saltamontes para tener un buen ángulo de foto):




Normal que recurriera al selfie. Allí no había nadie que trotara tan ricamente.

Bass Harbor (que así se llama el pueblo) se ubica en el límite occidental de la Mount Desert Island, una isla con forma de cojín para el cuello. En el lado más al este (el derecho, recordemos), reina el Parque Nacional de Acadia, el destino turístico más importante de Maine. Aquí todo es turismo de alto standing, con un precio de los alojamientos que no baja de los 200 euros la noche ni aunque tengas que compartir habitación con una cucaracha (véase los moteles más inmundos). Es un paraíso para los deportes de naturaleza, con cientos de kilómetros de senderos, que se convierte en un infierno de atascos en julio, agosto y fines de semana de guardar. 

Hoy era jueves y, aun así, allí estaba ya a las siete de la mañana. No fuera a ser. La capital oficiosa del Acadia National Park es Bar Harbor, de donde procede la foto cabecera con su bergantín de cuatro palos. Repleta de tiendas de antigüedades chic, restaurantes elegantes, hoteles al borde de la playa y mansiones espectaculares.

Algo así, vamos...





Viajando al sur, se entra en el Parque propiamente dicho (otra cosa que envidiar de los americanos: la gestión de sus parques nacionales, cuya red cumple 100 años en 2016. Además del inmenso equipo humano que los atiende allá donde sea, destaca su esfuerzo por hacerlos accesibles -tanto física como intelectualmente-... luego, si encima son maravillas naturales...). Como la isla tiene forma de cojín de cuello, decía, para viajar de este a oeste no se puede acortar en horizontal, sino que hay que conducir en forma de "w". 

Pues en el primer descenso, se recala en la Sand Beach. Playa de arena, vaya nombre para una playa. No seamos listillos: en Maine, al estar tan al norte, las playas de arena blanca son una excepción por no sé qué historia de la erosión de las aguas frías que impide la formación de arena y sólo deja cantos; mucho menos según nos acercamos a Canadá. Así que esta es única en muchos kilómetros a la redonda. 

Para mí tenía su encanto porque aquí se rodó Las normas de la casa de la sidra.

Aun así, la playa es bonita. O lo que se veía de ella (a cambio, el mar se dejaba oír con intensidad):




Dije que no me iba a lamentar. 

Pero mentí.

Puede que hubieran lucido un poco más las fotos del resto de Acadia sin niebla. 

Puede... Particularmente, porque así podría haber quedado mayor constancia de que estábamos ante océano abierto y no rodeados de una enorme pantalla de cine en forma de cúpula. 




No más películas. Ha llegado el momento de Stonington. Hay que salir de la Mount Desert Island y encadenar una nueva "w" en otra península distinta. 

Si la Mount Desert Island es el glamour del poderío que da el dinero, la Deer Isle es su antítesis. Para empezar, se le llama Isle y no Island, que hay que economizar hasta en las letras. 




Desde que se entra, a través de un inquietante puente (devorado por la niebla, y al que sólo le falta un cartel como el del infierno de Dante, en plan de que abandonemos toda esperanza los que entremos), la sensación general cambia.

No hay tiendas de antigüedades que parecen Macdonald's: hay gasolineras donde los números del surtidor aún giran mecánicamente -clap, clap, clap- y no son cifras digitales. Tampoco hay alojamientos uno tras otro; sólo casas particulares. Donde en Acadia se pelean los comercios para vendernos langostas de juguete, de peluche, de plástico e incluso de verdad, en la Deer Isle se apilan junto a los graneros de las viviendas particulares jaulas para pescar esas langostas que se comerán en la isla vecina. 

La carretera está parcheada, repleta de baches y con cambios de rasante vertiginosos. Es la diferencia entre un lugar al que hay que cuidar al turista que llega de un lugar donde se vive y se trabaja. 

Un último detalle: si en la bahía de Bar Harbor había imitaciones de veleros y yates privados inimitables, en las de Deer Isle hay barcos pesqueros.






Por supuesto, eso incluye a Stonington. Pocos turistas alcanzan este puerto. Los hay despistados porque de aquí zarpa el ferry a la Isla de Haut, una Acadia en miniatura. 

Cuando digo despistados hablo de seis en total que me he cruzado en todo el pueblo tras una hora de paseo. 

Stonington, o eso dicen las placas, vive de la pesca y de la industria del granito. Últimamente (esto lo dice la guía de la Lonely Planet) han arribado algunos artistas tan despistados como los turistas. 

¿Causa o consecuencia de las siguientes fotos?






Aclararé la última foto. Tras ese rimbombante nombre, está en el cine/teatro/sala de ocio del pueblo. Nada especial: eso lo hay en mi pueblo de la sierra también. Bueno, este edificio data de 1912 y en Estados Unidos, en un pueblo minúsculo como Stonington, me atrevería a decir que es llamativo. 

Me ha enamorado (el pueblo, no la ópera concretamente). Pese a la niebla o por la niebla. 

Porque sí.

Una última doble imagen para que comprobéis vosotros mismos las diferencias entre la calle principal de la Bar Harbor del turismo y la Stonington de la vida real:





En un mundo donde es tan común mirar resignado la mano de planes rotos que te ha tocado en suerte y probar con un farol a ver si hay suerte, viene bien tener uno de estos días a buena contramano. 

Aunque los puentes escondan siempre alguna trampa.