Si me pusiera a enumerar cosas tristes, correría dos riesgos: no acabaría nunca y acabaría con vuestra paciencia.
Pero, como es la época y viene a cuento, uno de los paisajes multiplicadores de la melancolía (esa suerte algo dulzona de la tristeza) de mayor efectividad es el de un pueblo veraniego cuando se acaba la temporada.
No es sólo el frío, el mal tiempo, la lluvia, las nubes que secuestran el sol que tostara a los turistas; las terrazas recogidas de sillas y mesas de aluminio candadas, los cajillos de vidrio reciclabe acaparando moho en los trasteros o bajo las barras; los camareros vuelta al paro.
Es todo eso, claro. Pero también es como si al mismo pueblo le arrebataran los glóbulos rojos y los blancos, los leucocitos y el oxígeno, el viento chocando por las esquinas furioso, sin nadie ni nada que le frene los aullidos.
He vivido inviernos de Conil (en los ochenta y los noventa, fíjate) y la playa de Novo Sacti Petri cuando la urbanización que la ha conquistado ahora no existía ni sobre plano, los críos robando los banderines de un campo de golf con media docena de hoyos entonces. El final del verano es triste por muchas razones, pero quizá la más importante sea que ha pasado otro verano y nunca hicimos lo que soñamos que íbamos a hacer.
A lo que iba. Cape Cod (Cabo Bacalao, traducido) es una península con forma de anzuelo al sur de Massachusetts. Frente a sus costas hay islas de renombre como Martha Vineyard (lugar de veraneo para presidentes USA) o Nantucket, no menos exclusiva como puerto franco de yates aunque famosa por su pasado ballenero que inmortalizara Moby Dick. Pero Cabo Bacalao acumula pueblos y kilómetros de playas hasta la punta del gancho, donde viene a morir la tierra americana.
Donde también se puede decir que nació. Aquí pisaron tierra por primera vez los peregrinos del Mayflower. La gloria se la ha llevado la vecina Plymouth, al otro lado de la Bahía y en tierra firme. A Provincetown, que así se llama este pueblo al borde de la nada geográfica, renunciaron por falta de calado y de sustancia, que aquí no se veían árboles, sólo dunas y más dunas.
Y un puñado de gaviotas gordas, ahítas de pescado sin pescar.
Cuatro siglos después, el pueblito de Provincetown es la Chueca de Cape Cod, así como un vetusto lugar al que vienen a inspirarse artistas de todo tipo. También es escenario de aquella novela tan mala de Norman Mailer que sólo perdura por el sarcasmo (involuntario hasta en eso) de su título: 'Los tipos duros no bailan'.
Pese al otoño imprevisto que ha tomado las costas de Cabo Bacalao, quedan retazos de la juerga que ya no podrá ser; queda latente una animación contra viento y marea (nunca mejor dicho, toda vez que el huracán cansado Hermine continúa regalando borrascas residuales), una resistencia a no rendirse ante el otoño. Una última venta de imanes con forma de langosta, vamos.
Porque los flotadores con forma de ballenatos que adornan los comercios a pie de carretera, y que retozan en golpes sordos con kayaks de plástico para críos al son del viento, ya tendrán que esperar al verano de 2017.
¿Y cómo he llegado de Boston a Provincetown? Físicamente (la psicológica la dejo para el final), pues porque ya ha comenzado la ruta en carretera propiamente dicha, con su respectivo copiloto colgado del retrovisor. Saluda, Americanity:
Antes de que saltara al coche, todavía hubo tiempo para un último paseo por Boston, también contra viento y marea, y también muy marítimo todo. En un rincón del barrio financiero está el museo del Tea Party, barcos de época reconstruidos a la vera, en recuerdo de otro de esos detonantes (hubo unos pocos, más de lo que se piensa) de la Guerra de la Independencia. Al caso que nos ocupa, la revuelta de los comerciantes de Boston contra la subida de impuestos que se saldó con la destrucción de toneladas de té que ese día no se sirvió a las cinco. Que todo esto se convirtiera en caldo de cultivo guerrillero ya se encargó la Corona Británica, que cerró el puerto bostoniano hasta que no se compensara por el dinero perdido (tiempo estupendo el de hoy, como se puede apreciar en la imagen siguiente).
Unos años después, vino "el disparo que oyó todo el planeta". Qué gancho tienen los americanos con sus cosas. La frase adorna el primer enfrentamiento a tiros entre colonos y soldados británicos (se entiende que por parte de los dos bandos, dado que los ingleses ya habían disparado contra civiles alguna que otra vez). Se produjo entre Lexington y Concord, sobre un puente donde hoy se homenajea por igual a los caídos ingleses y a los locales:
Sin embargo, de Concord me quedo mejor con otro tipo de batallitas. Las literarias. Siendo un pueblo a las afueras de Boston, de unos 17.000 habitantes hoy, allí han vivido o nacido Ralph Waldo Emerson, el fundador del trascendentalismo americano (que dicho así no suena importante, pero fue la corriente artística básica del XIX en el mundo académico y quizá su discípulo más representativo y reconocible sea Walt Whitman); Nathaniel Hawthorne (La letra escarlata), Louise May Alcott (Mujercitas) y Henry David Thoreau (La desobediencia civil). Todos prácticamente coetáneos.
Tanto, que Hawthorne compró a la familia Alcott su casa de campo (luego vino una tercera escritora que nadie conoce, pero en fin). Que es la siguiente:
Aunque Alcott escribió Mujercitas un poco más arriba, en la misma carretera. Aquí:
Y, al otro lado del pueblo, Thoreau se escaparía durante dos años al corazón del bosque, a orillas del lago Walden, para vivir de cerca en plena naturaleza (no estaba ni a cinco kilómetros del pueblo). Construyó su propia cabaña de madera, cultivaba sus judías y meditó. Además, escribió un libro, llamado con el nombre de su estanque, que es precursor absoluto (y de actualidad absoluta por mucho que hayan pasado dos siglos) de esas ganas que nos dan a todos de largarnos a un pueblo perdido a ver crecer los tomates. Aquí me tienen frente al lago en cuestión:
Y esto es una estatua del propio Thoreau con una réplica de su cabaña un poco más arriba:
A Thoreau le bastó con una hora de caminata bosque adentro para abandonar la vida civilizada.
Otros, en cambio, nos tenemos que empujar hasta el fin de las carreteras, donde los GPS se vuelven locos y entran en un bucle infinito de "recalculando", para encontrar algo que no tenemos muy claro haber perdido.
Como cantaba Bob Dylan (y si ya lo ha dicho Bob Dylan no hay forma de decirlo mejor), más allá de aquí, la nada:
'Beyond here lies nothin'
But the mountains of the past'
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