domingo, 11 de septiembre de 2016

Día 8: Final en azul y blanco




De acuerdo: ninguno gana. Ni el blanco ni el azul. Ni tú ni yo.

Ni nadie. 

Ya es otoño en Maine. Lo es desde hace unos días, aunque broten días de 40 grados en mitad de la niebla, las tormentas eléctricas o los chaparrones. 

Es otoño en Maine porque se ve en las muecas de sus gentes, en sus miradas desconfiadas y de reojo al cielo; 




se anticipa como un presentimiento, una profecía o un augurio perverso en los árboles, a punto de rendirse y empezar a mudar sus hojas verdes en marrones para llorarlas a continuación; 




se respira en el viento que eriza las superficies de los lagos, en la tristeza de los atardeceres de tumbona al pie del patio;





se huele en los caminos de acceso, donde se vende leña de chimenea en el mismo hueco donde hasta hace unos días se vendían arándanos a esos mismos turistas que ya no están, que dejan huérfanas a las tiendas de souvenirs, vacías las calles históricas, mudas las paredes, de roca o madera, de los faros.




Es otoño en Maine porque se le pueden hacer fotos al sol directamente. 

Y aquí se va apurando la Ruta Pop 4, con menos kilómetros y días de lo habitual (unos 3.000 en seis días, finalmente) y con un empeño de esquinas y perspectivas sobre blanco o azul o absolutos que ruego me perdonen pero voy a compartir en versión metralleta:








Quizá hoy debiera hablar de la frontera con Canadá. De Calais y de Lubec. Concretamente, de Lubec, el pueblo continental más oriental de los Estados Unidos o de su faro (última foto), terreno continental más oriental de los Estados Unidos (unos seis kilómetros más al este del pueblo). Sí: debiera recordar las diferencias entre la frontera norte y la sur (visitada el año pasado). Cómo en las carreteras aledañas a México te cruzabas con un patrullero de la frontera cada dos minutos, o se organizaban puestos de control, con una treintena de patrulleros metralleta en ristre, en el mismo territorio americano. O las alambradas, las vallas triples que atrincheran El Paso y Ciudad Juarez. La defensiva y los brazos abiertos. Los imperturbables agentes de aduana del sur o la única agente de Lubec, una mujer de 150 kilos de piso que está como para perseguir a alguien. ¿Patrulleros en la frontera norte? Tendrían el domingo libre porque no he visto ni uno.

Podría hablar de todo eso, pero me recuerda demasiado a lo que he visto en Irún y en Melilla.

Y yo estoy en Maine, donde el penúltimo pueblo antes de Canadá (aunque para Teléfonica ya esté en otro país y me diera la bienvenida por SMS al país vecino justo en ese momento) lleva mi nombre y disculpen (segunda disculpa) el egocentrismo:  




Allí estaba, a punto de morirse la carretera 9 a medias entre la niebla que la ahoga y el país que se le acaba. 




Luego, quedó el faro oriental y el último regreso a Bucksport, el cansancio de los kilómetros y de las carreteras donde no se puede pasar de 80. Quedó el vapor de la niebla que se disuelve a suspiros, la lluvia a torrentes, a sacudidas, las curvas que degüellan lagos, el algodón arriba rompiéndose perezoso, el viento soplando y el azul. 

Hoy hubo blanco y azul.

Queda volver. Allí, aquí.

Por ahora es todo. 

Al final de otras carreteras como la 9 habrá más historias; siempre hay alguna historia al otro lado de un último horizonte de verano. 


Muchas gracias.


(Nota: No tengo ninguna intención fotográfica. De hecho, por problemas iniciales en la cámara compacta, todas las fotos han sido tomadas desde el móvil (y no es un iPhone ni uno caro). Como se dice de los animales en las películas, ninguna imagen ha sufrido ningún daño o manipulación; es decir, ni antes ni después (no sé hacer ni una cosa ni otra, sólo manejar el zoom) ninguna foto ha sido retocada, filtrada, recortada, sombreada, iluminada, etcétera...). 

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