A veces, la ruta será real, con sus kilómetros y sus paisajes. Otras, será un simple divertimento, desahogo, crítica, queja o pista. Pero siempre habrá una historia al otro lado de un último horizonte de verano.
Y, entre la niebla,vino la sorpresa de la Ruta. Siempre ocurre más de una vez en cada viaje. Que un destino pensado inicialmente para completar el itinerario del el día, o porque estaba de paso y había leído algo al respecto o incluso por mera casualidad se convierte en momento destacado sobre el resto. Supongo que a favor juega el factor inesperado. Sea como sea, un interruptor se enciende en mi cabeza: ha llegado para quedarse siempre en mi cabeza (para quedarse en un rinconcito especial) un nuevo lugar. En la primera ruta fueron las Badlands en un extremo árido de Dakota del Sur; en el segundo, la Dockery Farm en el insano pulmón húmedo del Delta del Mississippi; y en el tercero, las White Sands níveas a 50 grados al sol de Nuevo México. Hoy ha sido Stonington, un pueblo más en una esquina recóndita de Maine. Como en los últimos tres años, el color blanco ha iluminado el día. Porque el sol, lo que se dice el sol, no ha aparecido. Aquí, el refrancito de mañana de niebla, tarde de paseo se lo comen con patatas y con ensalada de col. Aquí la niebla, ya que viene, se queda hasta cuando haga falta. ¿Que decía la previsión de tiempo que abriría a las nueve? A lo mejor se referían al día nueve. Pero me gusta la niebla. Otro que le guste menos o que se quede con el lado malo de las cosas estaría lamentando su mala suerte de no poder apreciar el mar, el cielo azul, el paisaje enroscado de los acantilados de Maine. Bueno. Habrá otro en otro blog que pierda el tiempo con lamentaciones. Sinceramente, el día ha sido muy diferente con el horizonte a medias, agazapado tras el tañido desacompasado de las campanas adheridas a los faros flotantes sobre las rompientes. Hablo de esos faros de pequeño tamaño que se anclan en medio de la bahía como un bote fantasma. Porque para señor faro el Bass Harbor Head Light (y no apto para esos turistas de la tercera edad -u obesos mórbidos o ambos- que ilusionados iban a verlo en comandita, toda vez que hay que escalar y bajar rocas como percebe saltamontes para tener un buen ángulo de foto):
Normal que recurriera al selfie. Allí no había nadie que trotara tan ricamente. Bass Harbor (que así se llama el pueblo) se ubica en el límite occidental de la Mount Desert Island, una isla con forma de cojín para el cuello. En el lado más al este (el derecho, recordemos), reina el Parque Nacional de Acadia, el destino turístico más importante de Maine. Aquí todo es turismo de alto standing, con un precio de los alojamientos que no baja de los 200 euros la noche ni aunque tengas que compartir habitación con una cucaracha (véase los moteles más inmundos). Es un paraíso para los deportes de naturaleza, con cientos de kilómetros de senderos, que se convierte en un infierno de atascos en julio, agosto y fines de semana de guardar. Hoy era jueves y, aun así, allí estaba ya a las siete de la mañana. No fuera a ser. La capital oficiosa del Acadia National Park es Bar Harbor, de donde procede la foto cabecera con su bergantín de cuatro palos. Repleta de tiendas de antigüedades chic, restaurantes elegantes, hoteles al borde de la playa y mansiones espectaculares. Algo así, vamos...
Viajando al sur, se entra en el Parque propiamente dicho (otra cosa que envidiar de los americanos: la gestión de sus parques nacionales, cuya red cumple 100 años en 2016. Además del inmenso equipo humano que los atiende allá donde sea, destaca su esfuerzo por hacerlos accesibles -tanto física como intelectualmente-... luego, si encima son maravillas naturales...). Como la isla tiene forma de cojín de cuello, decía, para viajar de este a oeste no se puede acortar en horizontal, sino que hay que conducir en forma de "w". Pues en el primer descenso, se recala en la Sand Beach. Playa de arena, vaya nombre para una playa. No seamos listillos: en Maine, al estar tan al norte, las playas de arena blanca son una excepción por no sé qué historia de la erosión de las aguas frías que impide la formación de arena y sólo deja cantos; mucho menos según nos acercamos a Canadá. Así que esta es única en muchos kilómetros a la redonda. Para mí tenía su encanto porque aquí se rodó Las normas de la casa de la sidra. Aun así, la playa es bonita. O lo que se veía de ella (a cambio, el mar se dejaba oír con intensidad):
Dije que no me iba a lamentar. Pero mentí. Puede que hubieran lucido un poco más las fotos del resto de Acadia sin niebla. Puede... Particularmente, porque así podría haber quedado mayor constancia de que estábamos ante océano abierto y no rodeados de una enorme pantalla de cine en forma de cúpula.
No más películas. Ha llegado el momento de Stonington. Hay que salir de la Mount Desert Island y encadenar una nueva "w" en otra península distinta. Si la Mount Desert Island es el glamour del poderío que da el dinero, la Deer Isle es su antítesis. Para empezar, se le llama Isle y no Island, que hay que economizar hasta en las letras.
Desde que se entra, a través de un inquietante puente (devorado por la niebla, y al que sólo le falta un cartel como el del infierno de Dante, en plan de que abandonemos toda esperanza los que entremos), la sensación general cambia. No hay tiendas de antigüedades que parecen Macdonald's: hay gasolineras donde los números del surtidor aún giran mecánicamente -clap, clap, clap- y no son cifras digitales. Tampoco hay alojamientos uno tras otro; sólo casas particulares. Donde en Acadia se pelean los comercios para vendernos langostas de juguete, de peluche, de plástico e incluso de verdad, en la Deer Isle se apilan junto a los graneros de las viviendas particulares jaulas para pescar esas langostas que se comerán en la isla vecina. La carretera está parcheada, repleta de baches y con cambios de rasante vertiginosos. Es la diferencia entre un lugar al que hay que cuidar al turista que llega de un lugar donde se vive y se trabaja. Un último detalle: si en la bahía de Bar Harbor había imitaciones de veleros y yates privados inimitables, en las de Deer Isle hay barcos pesqueros.
Por supuesto, eso incluye a Stonington. Pocos turistas alcanzan este puerto. Los hay despistados porque de aquí zarpa el ferry a la Isla de Haut, una Acadia en miniatura. Cuando digo despistados hablo de seis en total que me he cruzado en todo el pueblo tras una hora de paseo. Stonington, o eso dicen las placas, vive de la pesca y de la industria del granito. Últimamente (esto lo dice la guía de la Lonely Planet) han arribado algunos artistas tan despistados como los turistas. ¿Causa o consecuencia de las siguientes fotos?
Aclararé la última foto. Tras ese rimbombante nombre, está en el cine/teatro/sala de ocio del pueblo. Nada especial: eso lo hay en mi pueblo de la sierra también. Bueno, este edificio data de 1912 y en Estados Unidos, en un pueblo minúsculo como Stonington, me atrevería a decir que es llamativo. Me ha enamorado (el pueblo, no la ópera concretamente). Pese a la niebla o por la niebla. Porque sí. Una última doble imagen para que comprobéis vosotros mismos las diferencias entre la calle principal de la Bar Harbor del turismo y la Stonington de la vida real:
En un mundo donde es tan común mirar resignado la mano de planes rotos que te ha tocado en suerte y probar con un farol a ver si hay suerte, viene bien tener uno de estos días a buena contramano. Aunque los puentes escondan siempre alguna trampa.
Amanece en Provincetown, cuando ya el sol brilla por todo el Atlántico. Pero vayamos por partes:
1) A las seis menos cinco de la mañana quedan ocho minutos para la salida oficial del sol este 7 de septiembre. Las nubes han remoloneado por la noche y oprimen la mañana en la última playa de Cape Cod, aquí donde los peregrinos pisaron tierra prometida. Un rompeolas de roca separa mar abierto de marismas. Sobre los bloques, una gaviota y yo.
2) A las seis en punto, la noche aprieta antes de marcharse; las gaviotas, tan de alaridos desesperados de natural, graznan como brujas en la hoguera. También lo hace la que está a mi lado, que no se inmuta ante mi presencia a dos metros. 3) A las seis y dos minutos, sobre el chapaleo de las olas calmas contra las rocas, en medio de la nada, reina la sensación de habitación cerrada, de noche testaruda, de naturaleza obcecada, de peligro latente. De miedo irracional.
4) A las seis y tres minutos, los elementos se rinden. El sol le ha dado al interruptor de la vida. Desde Oriente, vuelve la luz. Las gaviotas echan a volar.
Incluso las nubes se diluyen y, unos diez minutos después, desde una posición más entrada en el pueblo, ya se puede tomar la imagen de apertura de este post. Mejor tomárselo con sol, porque luego uno se mete un atracón de ocho horas de coche (en realidad, hay seis y poco desde Provincetown a Bucksport, donde dormiré estas cinco noches restantes y me iré moviendo por todo Maine, pero atravesar Boston fue atravesar dos horas de regalo en atascos) y Maine te recibe así:
Normal: esta es la tierra de Stephen King (todo aquel que me podía decir algo de Maine me decía esto primero) y tiene que dar miedo por decreto adentrarse en sus bosques, sus mil lagos, su gente de carácter arrinconado y extremo, huraña a primera vista, sus verdes y sus marrones en otoño, sus langostas y sus cien faros. Sus fantasmas. No me duele reconocerlo, por mucho que me lleve todo el día hablando de Faulkner y de Foster Wallace. Me gusta Stephen King. Mucho (y no sólo me parece siete veces infinitos mejor escritor que cualquier superventas de moda ahora) Es más: fue Stephen King quien me inoculó definitivamente el amor por la lectura que habían prologado los cómics. En esa edad terrible (como muy bien sabe el rey del terror haciendo protagonistas a tanto crío) que conforma el tramo de los diez a los trece años, uno descubre la cruda realidad, toda la mierda que la vida nos va a echar encima tarde o temprano. Quizá no lo aprendamos en ese momento, seguramente tardaremos muchos años más en asumirlo y, con suerte, apañarnos para pelear, pero hay una sensación ominosa que se nos clava en el ama. Y hay que buscar escapatorias. A mí me vino a rescatar primero La Patrulla X y luego Stephen King. En mi casa nunca hubo demasiados libros de cultura general y no tuve la suerte de conocer a Stevenson o Twain a los doce años; en todo caso, algo de Dumas, Salgari y Sherlock. Estaba condenado a King, toda vez que la única lectora real de mi larga familia de seis hermanos era mi hermana mayor (gracias infinita, Lola), asidua a las novelas de terror y románticas (nunca han dejado de estar de moda). Por eliminación, tuvo que ser Stpehen King. Empezando con el de las novelas con protagonista preadolescente. Véase El Talismán (ésta con Peter Straub), El misterio de Salem's Lot, Los ojos del dragón, Apocalipsis (o La danza de la muerte, primero y la versión extendida después), El cuerpo o It... Así, hasta leer todo lo que tuviera publicado en español para cuando yo tenía unos 15 años. Si los mutantes me salvaron, la Maine de King me regaló el perfecto mundo imaginario al que escaparme.
Por lo tanto, debía obligada visita al 47 de West Broadway de Bangor, vivienda más habitual de King:
Cuentan que suele pasar la mayor parte de su tiempo en esta casa, que se la compró con los millones que ya ganó desde su primera novela publicada, Carrie. Hoy, la cancela de vehículos estaba abierta y había un Mercedes coupé (por ende, queda eliminada la opción de que sea alguien del servicio) aparcado de través en un lateral (confirmado: no era el servicio). No vi a nadie. De hecho, ni dentro ni fuera. En el barrio residencial donde está la vivienda, no pasaba ni el aire. Mucho menos vampiros, con la solana que hacía. Por lo que he tenido que hacerme la foto yo mismo. Y luego pasear hasta donde dicen que podría situarse la alcantarilla donde todos flotan allí abajo y los payasos tienen dientes de tiburón.
Salem's Lot, Derry, Castle Rock, Chester Mill... los pueblos más famosos y comunes en la bibliografía de King son ficticios. Hay algunos, como la propia Bangor, que son el trasunto más aproximado posible que existe de Derry (donde transcurre It, sobre todo); y luego hay novelas (como la misma Salem's Lot) donde aparecen múltiples referencias de pueblos reales que hacen posible una triangulación geofráfica donde debería ubicarse la ciudad. Luego, en la vida real, no está. Entre Cumberland, Falmouth y Portland (todas reales) deberían quedar las casas fantasmas de Salem's Lot. Lo que hay es una autopista parecida a ésta (no ésta, para ser sincero).
Sin embargo, en la propia Bangor hay suficiente para sentirse como en el interior de una novela de King.
Hay casas de madera en amplias avenidas en cuestas, iglesias protestantes, autobuses escolares ocupados por un par de críos y ¿os acordáis de esa sensación de miedo irracional que se sufre en el momento antes de amanecer? Pues en Bangor, ciudad fea e insulsa donde las haya, se desparrama por las calles. En su gente también: en la principal librería del pueblo, la vendedora es una sesentona (muy) pasada de peso, que respira como un trailer derrapando, el pelo blancuzco de tinte amarillo sucio, la dentadura tan enmohecida que los dientes frontales conforman un solo muro sin intersticios. Se hace la simpática. Sólo se lo hace. O será que para mí Maine esconderá siempre sombras tras las últimas luces de verano, monstruos tras cada rincón. Mi caja de pandora de los trece años. Allá donde aprendí que siempre es recomendable dormir con las botas puestas. Anochece en Bucksport, en el corazón de Maine.
Si me pusiera a enumerar cosas tristes, correría dos riesgos: no acabaría nunca y acabaría con vuestra paciencia. Pero, como es la época y viene a cuento, uno de los paisajes multiplicadores de la melancolía (esa suerte algo dulzona de la tristeza) de mayor efectividad es el de un pueblo veraniego cuando se acaba la temporada.
No es sólo el frío, el mal tiempo, la lluvia, las nubes que secuestran el sol que tostara a los turistas; las terrazas recogidas de sillas y mesas de aluminio candadas, los cajillos de vidrio reciclabe acaparando moho en los trasteros o bajo las barras; los camareros vuelta al paro. Es todo eso, claro. Pero también es como si al mismo pueblo le arrebataran los glóbulos rojos y los blancos, los leucocitos y el oxígeno, el viento chocando por las esquinas furioso, sin nadie ni nada que le frene los aullidos. He vivido inviernos de Conil (en los ochenta y los noventa, fíjate) y la playa de Novo Sacti Petri cuando la urbanización que la ha conquistado ahora no existía ni sobre plano, los críos robando los banderines de un campo de golf con media docena de hoyos entonces. El final del verano es triste por muchas razones, pero quizá la más importante sea que ha pasado otro verano y nunca hicimos lo que soñamos que íbamos a hacer. A lo que iba. Cape Cod (Cabo Bacalao, traducido) es una península con forma de anzuelo al sur de Massachusetts. Frente a sus costas hay islas de renombre como Martha Vineyard (lugar de veraneo para presidentes USA) o Nantucket, no menos exclusiva como puerto franco de yates aunque famosa por su pasado ballenero que inmortalizara Moby Dick. Pero Cabo Bacalao acumula pueblos y kilómetros de playas hasta la punta del gancho, donde viene a morir la tierra americana.
Donde también se puede decir que nació. Aquí pisaron tierra por primera vez los peregrinos del Mayflower. La gloria se la ha llevado la vecina Plymouth, al otro lado de la Bahía y en tierra firme. A Provincetown, que así se llama este pueblo al borde de la nada geográfica, renunciaron por falta de calado y de sustancia, que aquí no se veían árboles, sólo dunas y más dunas. Y un puñado de gaviotas gordas, ahítas de pescado sin pescar.
Cuatro siglos después, el pueblito de Provincetown es la Chueca de Cape Cod, así como un vetusto lugar al que vienen a inspirarse artistas de todo tipo. También es escenario de aquella novela tan mala de Norman Mailer que sólo perdura por el sarcasmo (involuntario hasta en eso) de su título: 'Los tipos duros no bailan'.
Pese al otoño imprevisto que ha tomado las costas de Cabo Bacalao, quedan retazos de la juerga que ya no podrá ser; queda latente una animación contra viento y marea (nunca mejor dicho, toda vez que el huracán cansado Hermine continúa regalando borrascas residuales), una resistencia a no rendirse ante el otoño. Una última venta de imanes con forma de langosta, vamos. Porque los flotadores con forma de ballenatos que adornan los comercios a pie de carretera, y que retozan en golpes sordos con kayaks de plástico para críos al son del viento, ya tendrán que esperar al verano de 2017. ¿Y cómo he llegado de Boston a Provincetown? Físicamente (la psicológica la dejo para el final), pues porque ya ha comenzado la ruta en carretera propiamente dicha, con su respectivo copiloto colgado del retrovisor. Saluda, Americanity:
Antes de que saltara al coche, todavía hubo tiempo para un último paseo por Boston, también contra viento y marea, y también muy marítimo todo. En un rincón del barrio financiero está el museo del Tea Party, barcos de época reconstruidos a la vera, en recuerdo de otro de esos detonantes (hubo unos pocos, más de lo que se piensa) de la Guerra de la Independencia. Al caso que nos ocupa, la revuelta de los comerciantes de Boston contra la subida de impuestos que se saldó con la destrucción de toneladas de té que ese día no se sirvió a las cinco. Que todo esto se convirtiera en caldo de cultivo guerrillero ya se encargó la Corona Británica, que cerró el puerto bostoniano hasta que no se compensara por el dinero perdido (tiempo estupendo el de hoy, como se puede apreciar en la imagen siguiente).
Unos años después, vino "el disparo que oyó todo el planeta". Qué gancho tienen los americanos con sus cosas. La frase adorna el primer enfrentamiento a tiros entre colonos y soldados británicos (se entiende que por parte de los dos bandos, dado que los ingleses ya habían disparado contra civiles alguna que otra vez). Se produjo entre Lexington y Concord, sobre un puente donde hoy se homenajea por igual a los caídos ingleses y a los locales:
Sin embargo, de Concord me quedo mejor con otro tipo de batallitas. Las literarias. Siendo un pueblo a las afueras de Boston, de unos 17.000 habitantes hoy, allí han vivido o nacido Ralph Waldo Emerson, el fundador del trascendentalismo americano (que dicho así no suena importante, pero fue la corriente artística básica del XIX en el mundo académico y quizá su discípulo más representativo y reconocible sea Walt Whitman); Nathaniel Hawthorne (La letra escarlata), Louise May Alcott (Mujercitas) y Henry David Thoreau (La desobediencia civil). Todos prácticamente coetáneos. Tanto, que Hawthorne compró a la familia Alcott su casa de campo (luego vino una tercera escritora que nadie conoce, pero en fin). Que es la siguiente:
Aunque Alcott escribió Mujercitas un poco más arriba, en la misma carretera. Aquí:
Y, al otro lado del pueblo, Thoreau se escaparía durante dos años al corazón del bosque, a orillas del lago Walden, para vivir de cerca en plena naturaleza (no estaba ni a cinco kilómetros del pueblo). Construyó su propia cabaña de madera, cultivaba sus judías y meditó. Además, escribió un libro, llamado con el nombre de su estanque, que es precursor absoluto (y de actualidad absoluta por mucho que hayan pasado dos siglos) de esas ganas que nos dan a todos de largarnos a un pueblo perdido a ver crecer los tomates. Aquí me tienen frente al lago en cuestión:
Y esto es una estatua del propio Thoreau con una réplica de su cabaña un poco más arriba:
A Thoreau le bastó con una hora de caminata bosque adentro para abandonar la vida civilizada. Otros, en cambio, nos tenemos que empujar hasta el fin de las carreteras, donde los GPS se vuelven locos y entran en un bucle infinito de "recalculando", para encontrar algo que no tenemos muy claro haber perdido.
Como cantaba Bob Dylan (y si ya lo ha dicho Bob Dylan no hay forma de decirlo mejor), más allá de aquí, la nada: 'Beyond here lies nothin' But the mountains of the past'