viernes, 13 de septiembre de 2019

Cuatro estaciones en la penitencia por Faulkner


Bienvenidos a Yoknapatawpha, el condado imaginario que William Cuthbert Faulkner erigió para, como él mismo dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, ilustrar todos esos valores que, pese a quien le pese, hacen al ser humano digno de prevalecer: el valor y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la empatía, el sacrificio. 

Lo hizo hablando de excombatientes y agricultores, esclavos y discapacitados mentales (mutilados hay unos pocos también), arribistas, usureros, ingenuos, cobardes, comerciantes y herreros, ganaderos y caballeros decadentes, valientes y estúpidos, asesinos y héroes, jueces y proscritos, buscavidas, buscones, cazadores, predicadores y monjas, caballos y perros. La tierra, el campo, la ciudad que evoluciona, la guerra que sigue en tiempos de paz. El hombre. 

Lo hizo desde su tierra natal, Oxford (su fugar paso por Hollywood le dio dinero y las ganas definitivas de no salir mucho más de Mississippi). Donde pasó la mayor parte de su vida si somos exactos. Donde está enterrado, que es la primera parada de mi estación de penitencia/homenaje particular: 


El cabezón entre tumbas no es un fantasma, sino yo mismo.

Descansa Faulkner junto a su mujer. Ya conté el año pasado (en la historia al final de ese post) la vida hogareña y lo que le costó casarse con Estelle (ella se casó con otro antes porque el padre no permitió una boda con un tipo que quería escribir). También hay una de las hijas en la trasera del monolito.

De vez en cuando, hay quien deja botellas de bourbon junto a la tumba para homenajear a quien murió de beber demasiado. 

Me habrá tocado mañana de limpieza. 




Del final (eso de no respetar los tiempos lógicos es muy de Faulkner) paso a la eternidad. A la que dejó tras de sí el que muchos consideran el mejor escritor americano (al menos está entre los cinco primeros en cualquier lista). No muy lejos del cementerio, en la plaza principal de Oxford (al noreste de Mississippi) llega la segunda parada en la esquina que ocupa la Square Books, una librería estupenda que reserva una estantería completa para Faulkner, pero que también presenta selecciones muy cuidadas de autores del resto del sur, así como de cualquier materia en general. De ficción a ensayos, pasando por poesía o infantil. 

Una joya en una localidad de vibraciones algo alteradas. Porque Oxford es una localidad que lo tiene todo para ser bucólica y hervirse en su propia tranquilidad. Pero es, muy por encima de la vecindad de Faulkner, la sede principal de la Universidad de Mississipi, lo que duplica en temporada escolar sus 20.000 habitantes censados y convierte sus calles en una locura circulatoria de niñatos y niñatas móvil en mano y con coches más caros que la renta per capita media de la ciudad. 

La vida académica lo marca todo en Oxford. Sus grandes bulevares repletos de centros comerciales y establecimientos de comida rápida, su pasión por el equipo universitario (los Rebels, en su versión futbolera) que lleva medio siglo sin ganar nada (es muy del Sur eso del orgullo por los tiempos pasados y el morirse de hambre en el presente)... 

Ahora que estamos de lleno en la temporada deportiva, se explica lo que viene a continuación, mi tercera parada faulkneriana




Es Rowan Oak, la casa donde vivió Faulkner durante décadas, a unos diez minutos andando de la plaza principal. Hoy ha sido la tercera vez que la visito (en 2013 y 2018 las dos anteriores) y cuando así se lo he dicho al que estaba de guardia en la casa/museo me ha dejado entrar gratis. 

No había nadie, claro (vendrían tres personas más en la hora siguiente). El tipo, que no sabía cómo esconderse tras un modesto "está bien" cuando le he preguntado si le gustaba Faulkner (lo que en el lenguaje universal significa que tirando a no) lleva aquí desde 2013. Cuando se lo he recordado, me ha dicho que ojalá que no, que ya está cansado pero que no sabe cómo salir de este puesto. La propiedad pertenece a la Universidad y, por ejemplo el año pasado, había dos estudiantes ayudándole. Pero este año, añade, se han complicado las condiciones para contratar becarios y han puesto muchas pegas. Luego, ha dado una lección de neoliberalismo al decir que ojalá fuera privado el sitio y no público, porque si fuera así "habría una tienda de regalos, una cafetería y se harían las cosas como tienen que hacerse" (lo que en el lenguaje universal de los que se quejan de su trabajo significa que así cobraría más también). 

El tipo a todo esto, me recuerda mucho a este: 




¿Os acordáis del tío de la urticaria en 'Algo pasa con Mary? 

No me estoy metiendo con él. Solo digo que se parece (y sin la urticaria). Además, por esas cosas del destino, y junto al extra de no pagar (que hice al final, de todos modos), el hombre me permitió un pequeño lujo, como retirarme la mampara que protege los pasillos en cada acceso a las habitaciones y hacerlo, en concreto, en el estudio donde Faulkner escribía. Así fue como pude hacer una foto en condiciones y de cerca a su máquina de escribir (luego, me hizo la foto de rigor desde el umbral ya... aunque se puede apreciar la mampara apartada que también sobrepasé).





El caso es que es normal que el tipo se aburra. Dice que aquí viene muy poca gente. En todo caso, con eso de los partidos de los Rebels, se notan picos puntuales si es por la tarde y los visitantes tienen un hueco por la mañana. La temporada alta, en cualquier caso, también la explica la universidad: es en agosto, cuando empiezan a desembarcar los estudiantes y sus familias buscando alojamientos y tal. 

Por lo tanto, Faulkner y Rowan Oak serían un oasis aún más apartado de no existir la Ole Miss (que es como se llama a la universidad).




Una lección ante la que nadan a contracorriente en New Albany, una ciudad unos 50 kilómetros al noreste de OXford y que fue donde nació realmente Faulkner. La cuarta parada de este rosario que ha ido al revés, de la tumba a la cuna. 

Solo vivió un año allí, pero en el cruce de las calles Cleveland y Jefferson (no creo que sea casualidad que la capital de su condado literario se llame Jefferson), donde hoy se encuentra esta casa de ladrillo similar a la de madera de entonces, vino al mundo el pequeño William: 




Hasta hace muy poco, a New Albany le daba igual Faulkner y no había nada con su nombre. Hoy empieza a ser una encantadora (encantadora por lo que tiene de melancólica) plaga. Hay un museo del condado donde la mitad de la colección se dedica al escritor, hay un jardín algo cutre en dicho museo con flores y citas en obras donde se habla de esas flores, está la casa... y ya...

Antes, la carretera que une Oxford con New Albany también lleva el nombre de Faulkner (lo de escénica es porque atraviesa un bosque protegido). 





Y poco más. Lo que importa de Faulkner está en sus libros.

Como todo de la gente que escribe.  

jueves, 12 de septiembre de 2019

400 familias en la plantación



Fue una plantación-pueblo porque tenía hasta colegio, además de barracones a decenas, y en ella vivían cuatro centenares de familias de aparceros. Miles de personas. Negras. Las Dockery Farms fueron ideadas por un emprendedor (o como se llamase entonces), William Alfred Dockery, en 1895. Compró miles de hectáreas junto al río Sunflower, un afluente del Yazoo, que es un río que compite en caudal en esta zona con el mismísimo Mississippi, porque le vio posibilidades para el cultivo del algodón. Dicen los carteles que informan del conjunto que era un hombre que trataba de forma justa a sus empleados.




Puede ser. El caso es que entre la hierba que crece sin freno, la humedad aplastante de la zona, los mosquitos que devoran lo que haya por allí con sangre, el calor por encima de los 40 grados (sumen la humedad, otra vez) y las jornadas de sol a sol, los trabajadores de la granja se reunían por la noche y cantaban sus penas o para espantar sus penas. Aunque es imposible saberlo, dicen que aquí mismo nació el blues. Así lo atestigua nada menos que BB King, para quien la presencia de Charley Patton y su familia durante años en esta reata de establos dan fe del título honorífico. También pasaría por aquí Robert Johnson, el pionero del club de músicos que mueren a los 27 años y al que la leyenda sitúa vendiendo su alma al diablo a cambio de la eternidad. 

El diablo le vendió una eternidad en vida muy cortita.




En fin, que no quiero repetirme mucho con estos lares, porque ya los visité en 2014 y lo contaba algo más extensamente aquí

En cualquier caso, la plantación-pueblo y sus 400 familias son un botón de muestra en una zona como es la del Delta del Mississippi a la que se le caen de los bolsillos genios musicales por metro cuadrado. Así lo cuenta el Museo del Delta, en la capital oficiosa del entorno, Clarksdale. La lista de aportaciones musicales de bebés que vieron la luz en las inmediaciones es extenuante y va desde el propio rey BB King a Muddy Waters, John Lee Hooker, Ike Turner, Sam Cooke... amén de una abrumadora alineación de estrellas desconocidas para el resto del universo pero sin las que no se entendería toda la música del siglo XX (y cada vez menos del XXI, porque la mayor parte de la música generalista de este siglo es incomprensible a todas luces). 

Aun así, Clarksdale se derrumba pedazos.


Esto es la milla de oro de Craksdale. Y no es ironía.

No hace mucho, hubo un intento de gente famosa con dinero que quiso revitalizarla. Incluso Morgan Freeman abrió un restaurante de 150 euros el cubierto y le duró un puñado de años. Con 150 euros viven 15 familias de Clarksdale en un solo día. 

Mucho duró.  

Hay también festivales que atraen a lo mejor del país y de donde sea por unos días. Pero suena a esas reuniones de pijos que se visten de hippies para conectar con la madre naturaleza en alguna isla veraniega y luego vuelven a sus vidas en las terrazas de la Castellana y en los after de Chamberí.




Clarksdale es pobre de solemnidad. He contado a cuatro turistas en mis tres horas allí. Además de las tiendas cerradas, solo hay un par de museos/tiendas ad hoc y media docena de comercios que se dedican a arreglar o fabricas instrumentos musicales (debe de ser que la gente viene aquí a eso desde todo el Estado).

Quizá es que hay que ser pobre como una rata para honrar al blues. Ya lo dijo Muddy Waters, toda una referencia del género, cuando hizo carrera y, como tantos otros, cogió en la misma estación de tren que ahora acoge al museo, el 'Chicago Nine' que unía el Sur con la ciudad del viento. Allí, pasados Memphis y San Luis (otras dos ciudades que dicen haber inventado el blues) fue donde realmente el blues se subió a la catapulta y se hizo internacional. 

También se hicieron estrellas los pobres cantantes del Delta. Decía que Waters llegó a quejarse ya de mayor que se subía al escenario en Chicago y le daba a la gente lo que quería, que aquel público jamás había oído el verdadero blues, "el que tocábamos cuando no teníamos dinero".

Estate tranquilo Muddy, cantes por donde cantes ahora. Al Delta sigue sin llegar el dinero. 

Por mucho cartel que pongan en Clarksdale al estilo Las Vegas (aunque un poco torpes, hacerlo pegado a los semáforos para que no haya foto limpia), del cruce de dos caminos míticos como el de la autopista 61 (ya Dylan la elevó a los altares absolutos) y la 49. Allí mismo, a todo esto, vendió su alma Johnson. 




Aunque hay carteles en el Museo que piden por favor no creerse esa historia diabólica.

Lo dice en serio. 

Mejor ver que creer a secas. 

Como esta otra imagen de la 61 profunda (me metí a buscar un diner para desayunar en una aldea llamada Duncan y al menos me llevé a la boca la foto):


Va a ser que la cámara hace el efecto entre sol y cartel (como me pasó con Treme el otro día) sin saber yo cómo. 

Ver se ve aún que el algodón sigue cubriendo el Delta y que el negocio más básico, como es una gasolinera, no fluye.





Hablando de ver. Aquí estoy (tampoco había nadie a quien pedir que me hiciera foto; los mosquitos eran grandes pero estos móviles gigantes que nos gastamos ahora pesan demasiado... y no tienen sangre): 



miércoles, 11 de septiembre de 2019

300 años de maldición... y uno de propina





Nota previa: las rutas del 9 y el 10 de septiembre pasaron a formato Facebook, con unas fotos y sus pies explicativos y poco más porque tanto en Memphis como en Nueva Orleans me dediqué a pasar la tarde de fiesta. 

Ruta del 11 de septiembre: Nueva Orleans (Luisiana)-Oxford (Mississippi). Unos 600 kilómetros.


No voy a recordar los 300 años de historia de Nueva Orleans (los cumplió el año pasado) por mucho que el título del post hable de ello. Ya en 2014 me afané en repasar todas sus calamidades (las más grandes) y en 2015 hice una parada más pausada en el post Katrina.  

Monumento en honor a las víctimas del huracán realizado por Sally Heller con restos de la misma catástrofe.

Voy a hablar bien de Nueva Orleans. 

Bueno, eso no es nuevo precisamente. Aunque cuando digo que voy a hablar bien lo digo como un político que se siente orgulloso de lo que ha hecho por su electorado. Porque la Nueva Orleans de ahora es muy distinta a la de 2014 o 2015, que fue cuando la visité durante casi dos semanas si se suman ambos años. Seguramente, el impacto del Katrina costó de digerir y de asumir. Eso está claro, si bien el centro más turístico no se vio afectado por aquello. 

Muchos de los barrios que se hundieron bajo las aguas ya no existen y jamás volverán.

Son detalles. Ahora, digo. Hoy, Nueva Orleans es una ciudad menos inhóspita. Hay mucho vagabundo y más buscavidas que nunca con aspecto sospechoso. Eso habrá siempre porque es una ciudad completamente rota desde lo social y lo económico para un porcentaje muy elevado de sus habitantes. Si a eso sumamos que la miel turística atrae a los oportunistas que por hacer una gracieta se ganan un dólar fácil... pues eso... Según por dónde andes, la sensación de inseguridad es elevada. 

Eso no se cambia con un par de obras. 



O más de un par. Será por los 300 años que celebraron por todo lo alto en 2018 o porque ya toca levantarse tras la tragedia. El paseo del río ya es un paseo en condiciones y no un sendero de aficionados por el que podías caer al agua si ibas borracho (y aquí va la gente muy borracha a menudo). De hecho, para llegar a él desde la plaza Jackson (y el vórtice de turistas que es el Café du Monde con sus beignets) antes había que cruzar las vías durante unos 100 metros que hacían que te sintieras como en el arrabal más peligroso de Detroit. Ahora, está asfaltado y con unas losetas muy monas. Civilizado. 

Ya no hay vagabundos durmiendo en las escaleras que daban al paseo. 



Por lo general, el centro tiene otro aspecto. Sigue apestando a calles imposibles de baldear con tanto alcohol derramado, orines y basura cociéndose en la humedad imposible de la zona (es el primer sitio en el que la aplicación de mi móvil me da tanta diferencia entre temperatura real y sensación térmica: hasta seis grados de más de impacto)... y eso creo que no cambiará. De hecho, ese olor a calle mal limpiada (o sin limpiar), sobre todo si es en zona de marcha donde se juntan el alcohol y los baños por esquinas lo descubrí aquí y cada vez lo huelo en más barrios de España y de otros sitios. 

Volviendo a Nueva Orleans, es una sensación de recuperación que se extiende a zonas adyacentes al centro, como el distrito de negocios, antes una especie de polígono abandonado  tras el estallido de la burbuja inmobiliaria en el Levante español y hoy reconstruyéndose manzana a manzana con nuevos garitos y comercios. 

Y siguen las obras. La plaza de España junto al río (donde hay cerámica talaverana con el escudo de cada una de las provincias) se reconvierte en fuente (está en obras desde hace más de un año), la avenida junto al pabellón de congreso mutará a parque en la mitad de su ancho, el tranvía vuelve a pasar por delante de Congo Square (que también terminó al fin sus obras de años)...


En la Congo Square ya se reunían a cantar y bailar los indios que vivieron en la zona antes de la fundación francesa. Luego, desde el siglo XIX tomaron el testigo los esclavos y dicen que aquí es donde nació la música americana.

En realidad, Congo Square es solo una plaza dentro del parque Louis Amstrong que acoge esta zona y varias estatuas más.


Poco a poco, Nueva Orleans levanta la barbilla orgullosa de sí misma y de su capacidad de superación. 

Ya. 




Porque ahí está el agua. Sea el Mississippi o la que cae del cielo a tortazo limpio. En los últimos dos meses (la última vez hace menos de dos semanas), Nueva Orleans ha sufrido dos inundaciones debido a fuertes tormentas. No ha sido el Dorian ni ningún huracán salvaje. Solo lluvias fuertes que han demostrado que el sistema de drenaje es una mierda con hasta 15 centímetros de altura del agua en pleno centro (que es plano y que incluso anda por debajo del nivel del río) y que la ciudad sigue a años luz de estar preparada de verdad frente a su mayor desafío.  

Ya lo sé. Eso pasó también en Madrid en verano. Y ahora en el Levante. Cada vez más y en más sitios. No obstante, Nueva Orleans tiembla cada vez que nota que el agua vuelve a por ella. Tiene siglos de historia a sus espaldas de venganzas acuáticas.

Por si acaso, el Ayuntamiento ha pintarrajeado todas las calles con marcas señalando la altura de la crecida (hay negocios del centro con sacos terrenos aún en las puertas). 




Todo controlado.  

Que es lo que dicen en las películas de miedo antes de que se desate la pesadilla.