En lo más profundo de Treme, cuando la noche ha adquirido esa oscuridad densa que precede a las lunas perezosas (las menguantes siempre se hacen de desear), los taxistas se pierden. No hay iluminación en las calles bacheadas (el taxi, un todoterreno enorme, va dando saltos como atravesara una jungla), en los porches penden faroles sin bombilla y el coche frena en cada esquina, a la caza en vano de un cartel que señalice la N Robertson Avenue.
Sea como sea, seguramente porque el alma del barrio se transforma en brújula involuntaria, se termina llegando al Candlelight Lounge, un barracón iluminado en la negrura, la casa cuartel de la Treme Brass Band los miércoles (y cuando les da la gana) por la noche.
No hay fijos en el grupo, sólo sillas para que se unan los que estén disponibles esa noche o aquellos a los que les apetezca improvisar media docena de solos, a uno por canción. Todos son músicos porque la vida tenía que explotarles por algún lado, vapuleados en barrios pobres, arrastrados en lodo de los huracanes, acostumbrados a vivir entre la melancolía obligada de una Second Line camino de un entierro y la alegría vomitada a bocanadas en los garitos que los acojan. Son la Treme Brass Band y tocan cuando y donde sea, manteniendo un legado que nada menos que es el origen de toda la música que sacude a la ciudad. Sin rendirse, incluso si Uncle Lionel, el alma del grupo, la imagen de la banda que sirvió de icono al barrio más icónico de la ciudad más musicalmente icónica, muriese hace dos años y muy poco.
El tío Lionel es ahora una rostro omnipresente en el Candlelight, sea en fotografías, sea en dibujos, sea en la memoria. Sea, también y por qué no, en la puerta del baño (qué mejor hombre para ilustrar a los hombres, han pensado en la banda):
Queda Benny al frente. Quedan las decenas de miembros que, de un modo u otro, se pasan por el garito, van y vienen, tocan y acompañan. Esta noche de 16 de julio (en el segundo aniversario más una semana de la muerte de Lionel Batiste), el jefe de escena es el saxo, que hace las veces de vocalista y de maestro de ceremonias. Junto a él, apenas media docena de miembros. Suficientes.
La estrella de la noche es un chaval. No más de 25 años, de color muy negro, grande pero esbelto, pelo largo a medas rastas (un Yannick Noah de joven), que toca la trompeta pocket (la versión pequeña de las trompetas más comunes, casi como la que tocaban en el Séptimo de Caballería) y deja asombrados a compañeros y públicos en cada solo. Para soplar así esa trompeta hay que tener más alma que pulmones.
En un segundo plano acompasan a los solistas la tuba y los dos percusionistas, los tres viejos zorros del grupo. Al frente, se incorporan trompetas de distinto estilo e incluso un blanco (con traje, podría servir para tiburón de Wall Street) se atreve a rivalizar en toque y sorprende a locales y visitantes. A su lado, como en duelo de trompetistas, un tipo muy delgado (el único que lleva corbata), barbita fina, pelo en descontrol apenas sujetado con coleta alta, también de color, le contesta como una metralleta.
Ra-ta-ta-ta.
Aplauso cerrado.
El saxo, el líder, sonríe. Es grande también, grande de barriga prominente, canoso en los límites de la calvicie, ojos idos, dientes mellados, voz ronca; va preguntándole a la gente en una canción qué conoce realmente de Nueva Orleans. Que si el río, que si el French Quarter, que si las bandas de Treme.
Por lógica, no se podía (aunque no hacía falta advertirlo porque nadie lo usó) utilizar el flash y eso deja las imágenes muy pobres. |
La gente, con eso de hablar de la banda, la gente es lo que menos importa. O no: porque cuando uno toca, escribe o habla es para que alguien le corresponda y, quizá, disfrute con ello.
Hay turistas, un par de orientales incluidas, pero a las entrañas de Treme no llegan las huestes de Bourbon Street. La señora de la puerta no sé si les dejaría. La señora de la puerta puede tener 70 años y pesar 120 kilos. El pelo es blanco, rizado y corto. Espera a los clientes en ángulo muerto tras la puerta, sorprendiendo para cobrar los 10 dólares de la entrada. De no ser por sus carnes por debajo de la cintura, seguro que resbalaría de su sillón de oficina en cuero gastado de lo repantingada que te recibe. Sólo se incorpora cuando le das 20 dólares y busca el cambio que guarda cerca de su corazón: esto no es poesía, sino que mantiene a cubierto la recaudación en el interior del sujetador.
Y miras el local: es un barracón, sin lugar a dudas. Faltan las literas para los reclutas o para los huérfanos. De diez metros de ancho y unos 60 de largo, diáfano, con el escenario a la izquierda según entras, la barra a continuación y una cocina separada por un mueble de pladur donde habrán guisado las alubias con arroz que son cortesía de la casa. Como en el barrio, la luz es escasa, reducida a lo que den de sí tiras de pequeñas bombillas como luces de Navidad pero que no son de Navidad, son del color de la leche.
La mitad derecha queda reservada para las mesas. Sorprendente: con mantel de tela... un detalle si los lavaran a diario.
Pero al Candlelight no se va a medir la blancura de los manteles, condenados a mancharse de alubias y de cerveza. La camarera (en los cincuenta, dicharachera, de pantalón corto y camiseta sábana con el logotipo del local) bien se encarga de animar la velada y, además de jalear los momentos estelares, va levantando a los clientes para que bailen. Da palmas, da besos a los habituales, se pierde con el cambio, canta, baila y hace de casamentera entre los grupos de chicas y de chicos. Con los que vienen en pareja no guarda piedad y son los primeros a los que incita a salir a bailar. Todos le hacen caso.
Tengo suerte de que yo pida cervezas y me haya sentado con los ilustres del barrio. Un tipo de sesenta años, de aire mestizo y esa elegancia caribeña de sombrero de fieltro, camisa chilaba y bigotillo de antiguos dictadores; y uno de color mucho más oscuro, fuerte, en los cincuenta, con ese aspecto serio que le serviría para hacer de sargento de policías en la ficción, pero con camisa de flores porque es noche y ha venido a escuchar música.
-Yeeeeeeeeeeesssoooooooooooooooo.
Que es como grita Yes, Sir en cada arrebato tras un solo o al final de una copla.
Ambos, el colono de los años 20 y el poli de los 90, pierden la noción de la música cada vez que sale a bailar una morena con traje de verano muy corto y botas de cowgirl. Resoplan por cómo se mueve la blanca (porque es blanca) y por cómo trae loco al novio, cuya torpeza en el baile exaspera a la chica.
Otras parejas van y vienen y ninguna de las que casa la camarera fructifica. Sin embargo ella es feliz, grita de alegría y hace sentir a todo el mundo parte de la fiesta. Al final, se sienta agotada en una esquina.
Sentado al frente de la banda (en el descanso), con la indómita y ubicua camerera. |
Precisamente, cuando la noche se va alargando más allá de la medianoche, la pista se vacía y de pronto surgen, de lo más profundo del barracón, dos parroquianos (negros, claro). Uno, largo y huesudo como si fuera el zombie de un pívot de baloncesto que acaba de salir de algún cementerio cercano, delgado de haber comido mal toda su vida (puede tener cuarenta o cincuenta o sesenta), en camisa de tirantes, pantalón corto y calcetines con chanclas. Acarrea una mochila al hombro y un paraguas sobre el que rota en el baile. Tira la mochila y rota. Y rota. Y se tambalea.
No se cae.
A su lado, un parroquiano más representativo del barrio, acaso más normal (¿qué significa normal?). También en los cincuenta, constitución y vestimenta que se espera de la gente común (¿qué significa común?); sombrero, por supuesto. La normalidad es sólo aparente: ha arrancado papel higiénico del baño y se lo ha puesto como tira de Miss Treme (sueña que dirige un desfile de carnaval). En la mano, agita más papel de baño en modo de serpentina. Una chica blanca con aspecto de local (no del barrio, de la ciudad) se atreve a bailarle el agua y está a punto de producirse una desgracia cuando casi la tira.
No se caen.
A todo esto, la banda sigue a lo suyo y el jefe de ojos en la nuca aprovecha que cantan aquello de My bucket's got a hole in it para pasar el cubo de las propinas.
La noche se va acabando, la música se va acallando, la abuela de la puerta llama desde un móvil tamaño campo de fútbol a los taxis para los clientes, la camarera se encarga de que se respete el orden de llamada (I gotcha, babe, va diciendo y señalando) a la puerta y me deja claro que el viernes hay nueva actuación.
La luna se asoma al fin.
A quién le importa la luna mientras la música sigue conquistando el cerebro.
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