Señoras y señores, les presento el océano Atlántico (o golfo de México o Bahía de Atchafalaya -muy grandes los nombres indios-, dependiendo de a qué nivel geográfico bajemos), a unos diez metros escasos del morro del coche.
Sin el mar, y sin todos los accidentes que ha operado la naturaleza en contubernio sádico entre el mar y los ríos que se desbocan (más que desembocan) al sur de Louisiana no se podría entender a los Cajún.
Ah, pero ¿eso no era una salsa? También. Pero sería simplificar tanto como asegurar que la gripe es sólo española porque la cepa mortal que asoló medio mundo (casi 100 millones de personas murieron en torno a 1918) recibió el apelativo de española.
Los cajún son casi una raza propia. Son granjeros y pescadores, vividores y bailarines; le cantan a todo lo que se mueve y cuando su música mezcla con los negros se llama zydeco. Sus orígenes son franceses: los orígenes y parte de la lengua que hablan, que le da patadas a la torre Eiffel como si fuera una película de catástrofes (qué manía con cargarse la torre tras un primer plano de un pintor o un panadero con boina).
Los Cajún (entonces colonos galos en Nueva Escocia) vivían felices en L'Acadie, en plena Canadá, en un día tan lejano como 1755 (ahora, a su territorio americano lo denominan Acadiana). Como pasa en toda guerra, los daños colaterales te bombardean donde menos te lo esperas y, como ganaron los ingleses una de las escaramuzas en tierras canadienses (y estos franceses eran católicos, vaya por dios), los echaron a patadas.
Durante tres décadas estuvieron dando tumbos, muriendo a espuertas contra los indios o contra las inclemencias del tiempo, hasta que desembarcaron en Nueva Orleans y, toda vez que la ciudad era una ciudad (y tres décadas a cielo raso te quitan las ganas de convivir con seres humanos durante un tiempo, así como que dio la casualidad que llegaron justo en el momento en que Nola era española, tras tanto tiempo francesa), se adentraron marismas adentro, aprendieron a navegar por los bayous y por los riachuelos, por los pantanos, los falsos lagos y los lagos fetén. Pescaron, cultivaron y cantaron.
(Nota: bayou es una expresión autóctona de Louisiana y, más o menos, hace referencia a todo cuerpo de mar que se adentra en la tierra, ya sea un afluente, un brazo del río, un estero, una laguna...)
(Nota: bayou es una expresión autóctona de Louisiana y, más o menos, hace referencia a todo cuerpo de mar que se adentra en la tierra, ya sea un afluente, un brazo del río, un estero, una laguna...)
Sus descendientes siguen pachurreando un francés americanizado (el francés que hablamos los gaditanos pero en inglés) y constituyen una comunidad muy singular y diferente a todo lo yanqui.
Para empezar, comen muy bien. Eso de que Nueva Orleans es la mejor ciudad para comer en Estados Unidos es cierto en gran parte gracias a los cajún y sus costumbres. Aun así, si quieres comer pescaíto frito bueno lo puedes tomar en Sevilla (y los habrá estupendos) pero si quieres el auténtico hay que bajar a Cádiz.
Con la comida Cajún, igual; sólo que hay que subir desde Nueva Orleans a Cajun Country en lugar de bajar.
Aquí (y esto) cené en la noche del miércoles. En una esquina de Lafayette (que es como la capital del Territorio Cajún) está el Bon Temps Grill (Buenos tiempos a la parrilla, vamos), donde ponen de lo mejorcito de la comida cajún. Y la tortilla de patata (si hablamos de símbolo) de este tipo de comida es el boudin, una mezcla picante de chorizo, salchicha, supongo que tripas, la textura de nuestras morcillas y carne (un mix de todos nuestros embutidos, vamos; o un tipo de embutido propio, mejor dicho). Lo más blanquecino de la foto de arriba es el boudin; lo más rojo es su salchicha, muy similar al chorizo criollo.
Luego están las especias (todo pica) y con una mezcla de ellas y pan rallado especial cubren dn costra la parte de arriba de una tilapia (o de cualquier pescado o carne: suele llevar el distintivo de 'blackeaned'. Pese a que parezca un pollo quemado, el pescado está tierno y jugoso.
Se lo montan muy bien estos cajún.
Sobre todo, porque luego se van de fiesta (en Lafayatte, que tampoco es que sea muy grande, de unos 120.000 habitantes -Cádiz es más grande-) a alguno de los 40 locales donde CADA NOCHE hay algún tipo de concierto.
Tras varias cervezas y un par de margaritas (Bobby, el camarero del Blue Moon, debe de ser uno de los cuatro americanos a los que les gusta el ciclismo y el hombre se pone a las ocho todos los días la emisión del tour -en diferido, claro-; sólo que ayer lo habían adelantado por alguna liga escolar de fútbol americano) tenía que desayunar fuerte.
Suspiro (grandemente) al recordar el French Press (vaya nombrecito), donde esta mañana me pusieron este sandwich de huevo, bacon, queso y boudin (con patatas).
Adiós ligera resaca y hola paseo por lo profundo de Louisiana, la porción de tierra que intenta convivir con el agua (ya sea del océano y de los ríos, como dije, pero también del cielo, desde donde cae con rabia también).
Fijaos en el tamaño de los barcos que navegan por las marismas (como un atunero de Barbate, como mínimo).
Es momento ya de volver al principio del post y a Holy Beach, una pequeña playa (nada turística, a tenor de su estado y que permiten a los coches meterse en el agua si les place, y sí idónea para pescar) tras la que se llega después de conducir casi dos horas entre tierra que apenas se sustenta entre agua, agua y agua.
Me bajé del coche treinta segundos y volví corriendo cuando los mosquitos (del tamaño de abejas) empezaron a atacarme. Como fuego de cobertura había libélulas de clase bombardero (el grosor de su cuerpo era como un dedo humano... y esto no es exageración).
Antes me dio tiempo a tomar esta perspectiva de las casitas a pie de playa (y de infierno de insectos):
Mirad de nuevo la foto. Los pilares que veis en las casas no son encantadores porches sino eso, pilares. Las casas (las de esta playa y muchas millas a la redonda; unas más y otras menos, a cada cual según sus posibilidades y su cartera) no tienen planta baja porque están construidas directamente en alto sostenidas por vigas. En el hueco que queda aprovechan para aparcar los coches, las barquitas y otros enseres. ¿La razón? Las inundaciones que siempre sobrevienen del Golfo de México.
Sigo con mi desvío intentando bordear la costa, cruzando puentes por encima de canales, lenguas de mar, esteros, pantanos... Mi visión de la carretera es como si hubiera entrado en el hiperespacio, con la diferencia de que en lugar de rayos de velocidad se abalanzan contra mí miles de libélulas que chocan entre sí, me esquivan en el último momento o se estampan contra el parabrisas.
Me siento como en un videojuego cuando la carretera se acaba y...
Ups, un ferry. Hay hasta un ferry para cruzar un obstáculo acuoso. Lo vi, además, en primera fila.
Después, voy conduciendo por más tierra de supervivencia en su estado más límite (hay carteles que señalan las vías de evacuación; hay carteles alertando de caimanes a pie de carretera), una tierra que conoce la amenaza latente y continua. Porque eso es la Acadiana: un lugar en el que se combate cada día y por eso hay que comer bien, salir a cantar y a bailar, incluso no preocuparse de pronunciar bien el francés; y no pensar demasiado en que, al día siguiente, hay que empezar de nuevo la lucha. Los parias son parias y la vida nunca es sencilla cuando tienes poco y estás acostumbrado a perderlo todo.
Ahí está al agua del Mississippi, que ruge con la desesperación de haber rodado cientos de millas atravesando la tierra y finalmente alcanza el mar; ahí está el agua del océano, que no quiere intrusos nunca, ni tierra ni ríos y los repele a su manera; y luego está el agua de lluvia, la más imprevisible, la más letal, la que viene con huracanes y alienta riadas que se tragan todo lo que el hombre ha erigido como un desafío; la que enfada a río y mar. Y también es la que te recuerda que, al final y sin excepción que valga, la naturaleza se cobra su préstamo.
Ahí está al agua del Mississippi, que ruge con la desesperación de haber rodado cientos de millas atravesando la tierra y finalmente alcanza el mar; ahí está el agua del océano, que no quiere intrusos nunca, ni tierra ni ríos y los repele a su manera; y luego está el agua de lluvia, la más imprevisible, la más letal, la que viene con huracanes y alienta riadas que se tragan todo lo que el hombre ha erigido como un desafío; la que enfada a río y mar. Y también es la que te recuerda que, al final y sin excepción que valga, la naturaleza se cobra su préstamo.
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