No pude llegar más lejos porque no había carretera. Hasta aquí se puede conducir entre bayous y marismas y se podría decir que es el punto transitable más al sureste de Louisiana. Al otro lado de los arbolitos, hay estero, o pantano, o afluente, o puede que hasta el Atlántico (o todo a la vez, seguramente). Si la península que preside Nueva Orleans es una especie de cuerno invertido, ésta es su punta.
De hecho, el extremo (con el poético nombre de Venice: sólo tiene el nombre de bonito) se encuentra a más de 100 kilómetros al sur de Nueva Orleans y conducir por la Highway 23 se va convirtiendo, milla a milla, en una experiencia solitaria; desde el bullicio de las circunvalaciones de la urbe y el ajetreo de los pueblos satélite, el asfalto se vacía y durante una hora un camión de reparto y mi coche nos hacemos mutua y exclusiva compañía bajo esa misma sensación desoladora de catástrofe inminente.
Vas en paralelo al Mississippi (no lo ves, aunque casi le oyes roncar a unos veinte metros a tu izquierda) y se siente que la civilización se disipa, los árboles van decreciendo en número y tamaño y el cielo se va abriendo, más grande, más preñado de nubes que ya te devolverán tu merecido.
Al final, no había playa que valga, sino una serie de diques maltrechos, puertos de tercera categoría y un par de fábricas que, si las han puesto en este culo del mundo, es que algo nocivo harán para el hombre. Y ciénagas.
Aún quedarían dos horas de vuelta hasta Nueva Orleans, pero aquí se ponía fin sentimental a la ruta en carretera, con 2.700 millas (unos 4.000 kilómetros) recorridos y ningún incidente reseñable.
Foto, ¿no?
Me la hicieron estos amables mariscadores (la única presencia humana a excepción de las pick ups que iban y venían de las oscuras factorías):
Tocaba remontar de nuevo el Mississippi; ahora sí, desde su desembocadura.
De vuelta a Nueva Orleans.
Me voy a tomar unas cervezas y cenar bien.
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