lunes, 29 de agosto de 2016

Ruta Pop 4: más allá de la trilogía



¿Hay alguna cuarta parte buena? En el cine, quiero decir. Si las segundas partes penan con el estigma de un dicho popular (pero, sin embargo, hay ilustres –y numerosos- ejemplos donde se mejoró a la primera) y las terceras suelen ser pastiches insufribles o decepciones en los mejores casos, la cuarta es ya territorio cutre sin una sola decepción.

En efecto, los ochenta (esa década a la que todo el mundo se apunta y proclama su pertenencia) también nos legaron el inicio de las grandes sagas que nunca terminaban, el estiramiento del chicle más allá de la lógica narrativa de la trilogía. El todo por la pasta sin miedo al ridículo.

Incluso lo vendían como un propósito de cierre mentiroso. Véase el primer gran caso de cuarta parte de una franquicia de éxito. Viernes 13, que se proclamaba como “capítulo final” y luego la saga continuaría hasta su duodécima edición. (Inciso: habrá ejemplos menores de cuartas partes anteriores, pero me quedaré con las que se lanzaron con alharacas de fenómeno cultural). Viernes 13 abrió el fuego en 1984 (su compañera de fatigas, Pesadilla en Elm Street, no haría la cumbre del 4 hasta 1988).




Un año después, en 1985, Rocky dio el golpe (chiste fácil) y los que sí teníamos edad en aquella época para ponernos sentimentales ahora la recordamos como aquella peli de Iván Drago, guerra fría y patriotismo hasta en la cartelera. 



Pero buena, lo que se dice buena, es otra cuestión. 

Los batacazos de crítica de Superman y Loca Academia de Policía en 1987 certificaron que aquello de las cuartas entregas era absurdo.




Porque después la cosa se diluyó durante casi una década, hasta que Arma Letal se pegó un tiro en el pie atreviéndose a poner el 4 en el cartel. Ya para entonces se llevaba esconder los números tras nominaciones generales. Véase el caso de los Batman o de Alien. Y luego, con el nuevo siglo, llegaron los reboot. La cuarta parte tenía que ser un reseteado para una nueva generación. Casi siempre para bien: Batman, Superman, Spiderman o los X-Men agradecieron el lavado de cara mientras daban paso a un nuevo híbrido de cuarta parte: la conclusión de la tercera, ya vendida como primera parte del final de la historia para recaudar más (Los Juegos del Hambre y tantas de ese pelaje).

Pero, después de este rollo, volvemos al principio: ¿hay cuarta parte buena?

Sí, la de la ruta pop. O eso pretendo, que sea buena. Que volverá el lunes que viene en su cuarta edición, con sus paseos, sus kilómetros de carreteras perdidas y mis homenajes a todo lo que me remueva el recuerdo.

Americanity os saluda:



Y aclaro que la ruta recorrerá Boston, Walden, Cape Cod y Maine, sobre todo, mucho Maine.

Sí: la Maine de los mil faros (bueno, alguno menos) y de las langostas; de los mil lagos (esto sí es verdad) y el norte profundo yanqui. También de Stephen King y de John Connolly (cuya cuarta parte de la historias de Charlie Parker, paradójicamente, quizá sea su mejor novela). De Andrew Wyeth y el frío.



Os espero el lunes (a primera hora en España) con la primera crónica del domingo americano. 

¿Os subís?


PD: Aquí recuerdo las migajas de la primera ruta; y los enlaces a la segunda y la tercera completas. 

miércoles, 6 de julio de 2016

El pasado y Faulkner



Aquí empezó mi última borrachera. 

El 'qué' es un Bulleit, un whiskey de Kentucky con sabor a frontera de cuando no había fronteras en las praderas infinitas. 

El 'cuándo', una calurosa tarde (al cambio, una vez descontado el efecto de la humedad, por encima de los 45 grados) de julio de 2015

El 'dónde', Nueva Orleans, entre calles con marchamo borbónico, cerámica talaverana y hedor a ese cóctel de alcohol derramado, orines, vómitos, lejía aguada, lluvia sobre el polvo e ilusión que disfraza la verdadera esperanza de sobrevivir a lo que nos echen encima (y que es el auténtico cóctel definidor de la ciudad, su derrota imposible). 

El 'quién', yo mismo, emulando a aquel William Faulkner que encubara su carrera literaria en los recovecos de muerte y resurrección del viejo barrio francés, entre bailes desesperados de esclavos irreductibles en los arrabales de fango, inundados cada vez que a la lluvia le da por recordarnos que nos puede ahogar a su antojo.

El 'por qué' nunca se explica del todo. Ni antes ni después. Al igual que el pasado nunca muere porque ni siquiera ha pasado (otra vez le robo a Faulkner, quien enlazó borracheras hasta el último trago un 6 de julio como hoy), resistimos por razones que nos llevamos toda la vida buscando entender. 

Eso es el futuro: seguir buscando, resistiendo quizá. Con el pasado a cuestas porque, recordemos o no, queramos recordar a o no (y en eso las borracheras son metáfora perfecta: aunque olvidemos lo que hicimos, hicimos lo que hicimos), el pasado existe. Nos existe.


Imagen de Rowan Oak, residencia durante casi toda su vida de Faulkner, en Oxford, Mississippi.

domingo, 26 de junio de 2016

Los árboles no crecen en Little Big Horn



Los árboles no crecen en Little Big Horn.

Ya no.

Pero hubo un tiempo que sí. Quedan sus esqueletos, se disuelve su memoria tras cada amanecer que se despereza sobre las llanuras de Montana, en el rincón al sureste del Estado por el que se arrastra el arroyo que da nombre al campo de batalla.

Por interés puramente narrativo, podría decir que los árboles dejaron de crecer el 26 de junio de 1876, cuando un puñado de tribus lograron superar sus odios fraternales y se unieron en contra del enemigo blanco y rubio: el general George Armstrong Custer.



Hace 125 años de aquello y hoy ya no crecen los árboles en el lugar donde los Estados Unidos sufrieron su primera derrota en suelo propio. La frase queda bonita pero es falsa: sí, es cierto que la batalla sucedió muchos años antes de Pearl Harbour y aún muchos más del 11 de septiembre, pero aquella tierra no era americana. Aquella tierra pertenecía a los bisontes y al viento y al agua y al cielo.

En todo caso, podría aducirse eso tan demagógico de que los indios son más americanos que los americanos que vinieron luego y que tenían más derecho para vivir en ella. Que no puede atribuirse la nacionalidad aquel que se la usurpó a quien la ocupaba antes.

Bueno, es una opción.



Al menos, los indios vivieron durante siglos sin extinguir al bisonte ni envenenar los ríos ni socavar las montañas. Ellos cazaban y vivían y morían.

Y ganaron, en aquel 25-26 de junio, al Séptimo de Caballería. Ganaron para perder, porque su única victoria fue el prólogo de su derrota definitiva. Tras aquella jornada de gloria, dio comienzo el infierno definitivo, el pogromo de una especie a la que reservaron pues eso, una vida en la reserva y poco más.

La batalla de Little Big Horn, Hollywood mediante, se recuerda como un canto al heroísmo. Hoy, en el lugar donde 268 casacas azules murieron (las estimaciones de las víctimas indias nunca son exactas, se habla de entre 30 y unos 130, una horquilla insultante en su mera amplitud), las lápidas de unos y otros comparten suelo agostado entre yerbajos quebradizos; las placas conmemorativas nombran a los oficiales y soldados y honran anónimamente a los innominados sioux; la proyección de un vídeo relata de forma cruda lo que es crudo: la barbarie de la guerra, la sed de venganza de Custer que le lanzó a su última trampa.

Custer fue todo lo contrario de un héroe. Era un asesino. De haber existido los tribunales internacionales de Derechos Humanos lo habrían juzgado por matar a niños, mujeres y ancianos desarmados. Puesto que así ganaba Custer las batallas en las Guerras Indias: lanzaba de cebo a un grupo de los suyos para atraer a los guerreros y él atacaba con el grueso de su caballería los poblados desguarnecidos. Luego, los guerreros indios, viudos y huérfanos, sin hijos a los que explicar el capricho de los vientos, se rendían rápidamente.

Little Big Horn es hoy un Monumento Nacional perteneciente a la Red de Parques oficial de los Estados Unidos. Allí dejan claro a quien quiera entender el tamaño del oprobio, incluso dejando un hueco nostálgico a la forma de vida pura y respetuosa con la naturaleza de los sioux. Hay monolitos para unos y otros; hay recuerdos para todos, hasta para los caballos que destriparon ambos bandos para improvisar trincheras de carne.

Hay respeto por el pasado, por los ancestros y por lo que significan en este paso por el mundo bajo los cielos, entre los vientos, sobre los valles.

Hay cierto sentido de cierre en mi caso, algo así como que no importa tanto ganar una batalla porque tu primera victoria puede ser también la última. Importa, siempre, cómo afrontas la batalla.

Pero esa es otra historia.




En Little Big Horn no hay árboles porque cuando la sangre sustituye al agua bajo la tierra no merece la pena vivir.

Hay mucho recuerdo. Que es lo que siempre queda.