jueves, 16 de julio de 2015

Día 11: Todas las secuencias han llegado a su conclusión




(Ruta de hoy: Alamogordo-Roswell-Capitan-Albuquerque. 390 millas)

Es la cara que se me ha quedado (bueno, yo tengo algo más de mofletes). Vaya desvío de dos horas más tonto para ver una soplapollez tan grande como un anillo de saturno. Dicen que el 7 de julio de 1947 una nave extraterrestre se estrelló en Roswell, hacia el este de Nuevo México, y, desde entonces (y nunca mejor dicho) todo el pueblo ha vivido del cuento de los marcianos que no sobrevivieron al siniestro. 

No es cuestión de debatir ahora y aquí si los extraterrestres existen (más o menos, se ha llegado al consenso que en Roswell no hubo nada... o eso creo, porque las conspiraciones cambian a diario). Desde luego, Roswell es hoy una feria barata del fenómeno ufológico, una concatenación de tiendas de souvenirs en el que sustituyes la gitanita del vestido rojo por un bicho verde y punto. 

Luego, está el Museo Internacional de Roswell. Podrían haberlo denominado Universal por su aspiración de punto de encuentro de razas interestalares, pero será que son humildes. 

Menos mal que cuesta sólo cinco dólares, porque llegan a cobrar más por esto y el grito se oye en Marte. Sinceramente, un grupo de escolares de sexto de primaria organiza mejores exposiciones sobre el legado almoradí que esta gente.






Ante este nivel de esfuerzo científico y divulgativo (ahora, la tienda de Prada de Texas es la capilla sixtina comparada con esto), las mejores fotos se toman fuera. La primera, donde me he dado cuenta al volcarla que la nube parece unir el mural con el cielo (se me ha ido la cabeza, sí... entendedlo: el calor). 

La segunda, sinceramente, es una pamplina.



Mi conclusión es que los extraterrestres no se estrellaron en Roswell porque su GPS les señaló tarde de un desvío en su camino a Plutón. Sinceramente, si albergan vida inteligente nunca vendrían a un lugar así (o sea, Roswell es una trola):


No muy lejos de la trampa turística que es Roswell (hasta los concesionarios compiten por ver cuán altos pueden poner globos y muñecotes verdes inflables), se encuentra el condado de Lincoln, donde campó a sus anchas y se hizo famoso Billy, el Niño, aprovechando una cruenta guerra de terratenientes. Lo mataron mucho más al noroeste y, sinceramente, ya me he desviado hoy lo suficiente. Os dejo un par de fotos del pueblito de Lincoln, donde labró su fama el chaval. 



Os lo debo. Después de tanta insustancialidad repartida en 500 kilómetros (aunque después del miércoles intenso con el negro y el blanco), recupero tres comidas de estos días. Para aquellos preocupados por el nivel de ingesta, os digo que desde el lunes no como a mediodía y sólo he desayunado de verdad un día. Además, el lunes cené sándwich de gasolinera porque en Sanderson no me abrieron ni un mísero bar.

Por eso, el repaso exprés gastronómico se concentra en sólo dos lugares y tres platos. El primero, el en Drugstore Hotel de Fort Davis, donde también dormí, en la noche del martes. Allí me pedí un entrecot (o como lo llamen ellos) que dicen que había premiado una revista de Texas.

Supongo que sería una revista de instituto... del instituto local. 



No es que estuviera malo... tenía hasta cierto sabor... pero cuando lo mejor del plato (los aros eran congelados) es la rebanada de pan bimbo tostada con un poco de mantequilla...

A la mañana siguiente, no obstante, se resarcieron los muchachos. Mira que llevo días (repartidos en varios años) en este país y nunca había desayunado tortitas. Ignoro si es ilusión de primerizo o qué (creo que sólo he tomado las tortitas del VIPS), aunque las disfruté bastante con su correspondiente sirope casero (y huevos revueltos y patatas de desayuno y salchicha...) 



Sin embargo, he dejado lo mejor para el final. Se trata de la hamburguesa especial del Rockin BZ Burger, un garito a las afueras de Alamogordo, sin ninguna pretensión, con siete u ocho mesas y una mujer que atiende por igual a los clientes y a sus hijos (la niña tiene decorada con sus pinturitas del cole medio local). Además de la muy buena carne, lo que distingue a esta hamburguesa es que lleva chile verde (en Nuevo México, la rivalidad Madrid-Barça se dirime entre los partidarios del chile verde o del rojo). Espectacular. Y jugosa, pese al picante. Muy picante. 



Por si fuera poco, me pedí alitas picantes. 

¿Será por eso que dormí regular? ¿Y que estaba de un humor mínimo para mojigaterías extraterrestres? 

En fin, con la canción (y el vídeo, madre mía) de hoy nos venimos arriba cual platillo volante...




miércoles, 15 de julio de 2015

Día 10: En blanco



Ruta de hoy: Fort Davis-El Paso (Texas)-Alamogordo (Nuevo México). 381 millas.

En negro, debería empezar. Pero todo tiene su reverso y el blanco llegará. Lo primero fue el negro, el pequeño fiasco, el guiño cruel que nos hace pensar que somos más importantes de lo que somos y nos quejamos de mala suerte y bla, bla, bla...

Ya, como si mi destino no lo compartieran anoche un millar de personas. 

Veréis, que le estoy dando mucha intriga a una tontería. De las pocas cosas que se puede hacer en el profundo Texas del suroeste se encuentra ir al Macdonald Observatory (nada que ver con las hamburguesas), uno de los más importantes del país y que es aclamado por todas las guías de viaje por organizar noches estelares de estrellas (valga la redundancia). Así que reservé y me planté anoche:



Sólo que ayer, a eso de la media tarde, empezaron a caer tormentas como venganzas divinas y, a la noche, el aspecto que presentaba el cielo era el siguiente (atención al único claro a la derecha).



Quisiera puntualizar aquí, sin parecer lastimero, que en Texas apenas llueve, que la de anoche fue la única noche encapotada en muchas semanas. 

Y bueno, otra cosa es que el sitio es precioso (el paseo valió la pena y vi un par de estrellas y todo), pero es una ratonera. Es decir, que como no me fuera antes de que fuera a caer la más grande sobre el millar de personas congregadas y todas huyeran a sus coches a bajar colina abajo una carretera de eso, de montaña, en plena tormenta... pues eso, que me fui al poco de empezar, con el pobre guía intentando enhebrar el puntero láser hacia alguna estrella. 

Chiste fácil del día: fue otro tipo de noche estrellada.  

Sin embargo, el diablo se fue vistiendo de... Prada... (joder, otro chiste pésimo):




¿Un espejismo? En plena autopista del desierto entre Valentine y El Paso, a kilómetros y kilómetros de cualquier resquicio de vida habitable (bichos no incluidos), Texas nos regala una tienda de Prada, con un escaparate lleno de una lujosa colección. 

La tienda no es tal, sino una obra de arte. O eso dicen sus autores, que decidieron no sé si criticar el consumismo absurdo o sólo llamar la atención y copiaron una tienda de Prada al estilo de las que están en Puerto Banús o Ibiza (que las habrá, digo yo) y llevarla al desierto. Lo de la colección es cierto: en su interior (no se puede acceder, obviamente) está lo mejorcito y lo último del año 2005, que fue cuando se materializó la idea. 

Sí, os lo estáis preguntando: la chica de negro se estaba haciendo fotos no sé si para un book personal o para el anuario del Instituto.

De la mayor banalidad (puede que no) a la cruda y dura realidad de Ciudad Juarez (esto, sin duda crudo y duro), el epítome infernal del cuarto trasero americano, la ratonera para mujeres en cuya montaña aconsejan leer la biblia en lugar de violar y matar a las niñas (en su gemela de El Paso hay una estrella, la estrella solitaria de Texas). Dicen que El Paso es la segunda ciudad más segura de Estados Unidos (sólo superada por una anodina de Nebraska; a saber quién va a hacer qué a Nebraska), en contraposición con su hermana mexicana. 



Roberto Bolaño siempre glosará mejor las siguientes fotos: “Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen futiles, ininteligibles" (2666). 

Ay, los griegos... para lo que han quedado...    





Poco después del puñado de outlets de altas marcas (estos no eran obras de arte reivindicativas) a las afueras de El Paso, se abandona Texas (no hace ni tres días que entré en el Estado y un cartel me situaba a 900 millas de El Paso) y se entra en Nuevo México. Y es raro, porque no obedece a ninguna razón lógica, pero aquí me siento algo mejor... hay lugares inexplicablemente insanos, tensos, oscuros, recelosos: Texas te hace sentir extraño.



Nuevo México... bueno... la verdad es que no he podido entrar mejor en Nuevo México, que me ha dejado al final del día stendahlizado por completo a causa de las White Sands. 



Vayamos por partes: para llegar a este parque nacional hay que adentrarse durante más de cien kilómetros a tiro de misil. Han leído bien: hay días que la carretera que va de Las Cruces a Alamogordo se corta durante horas porque el ejército (o la rama militar que toque) hace pruebas de lanzamiento de misiles. Campo tienen desde luego por delante, porque entre ambas ciudades se extiende una llanura encajonada por dos grandes cordilleras. Según la guía del parque no es un valle (o valley) porque nunca ha habido río o corriente de agua que la atraviese; entonces es un "basin" (la traducción al español es cuenca, pero me da que no coincide con lo que la chica dice: si alguien sabe del tema que me diga cómo se llama a un valle sin agua en castellano, se agradece el apunte). 

En medio de ese valle (y del lanzamiento de misiles, que se instauró pocos meses después de Pearl Harbour y sigue hoy en día, aunque en los folletos lo maquillan un poco diciendo que también se probaron aquí los cohetes para la carrera espacial), están las White Sands, una sucesión de postales invernales a 45 grados sin sombra que valga (porque no hay árboles que sobrevivan aquí, apenas matojos de la especie más baja, y las alimañas y los escarabajos sólo asoman la cabeza al atardecer). La arena es blanca como sal o azúcar. Nada de ese blanco que le asignamos a ciertas playas; blanco madridista es esto. Además, por la propia composición del mineral que la forma, no quema; siempre se queda fría (os podría contar cómo se originó geológicamente, pero es tarde y me estoy alargando). 









Ya que he mencionado la palabra atardecer. He vuelto para la puesta de sol (y las nubes de ayer en Texas me han seguido hoy, pero al menos no ha llovido) y aquí es cuando ya me quedo sin palabras. 

Para sortear la congoja, me atengo a la fábula y os cuento que circula la leyenda de que, al ponerse el sol, el fantasma de una mujer llamada Manuela vaga por las dunas buscando a su marido, un conquistador español del siglo XVI que lo mataron los indios. Yo creo que no la he visto, pero dicen que los fantasmas salen en las fotos, así que las repasaré mejor mañana por la mañana...

Os dejo éstas de la última hora de la tarde, y en las que aparecen turistas tangibles, mientras tanto: 




Lo que no he dicho es que te puedes adentrar con el coche por un recorrido en pleno parque natural de una decena de millas, con lo que la sensación de aislamiento se incrementa (aunque haya niños gritando y tirándose en trineos por las dunas). Así que si encima suena lo siguiente...


martes, 14 de julio de 2015

Día 9: Corriendo a...

(Ruta del día: Sanderson-Terlingua-Presidio-Fort Davis (todo en Texas): 294 millas (seis horas de conducción por la reducida velocidad máxima en el Parque Natural).




¿Y ahora qué? Los nueve halcones negros me miran fijamente (especial miedo me dan los que están sobre el guardarraíl), calculando hasta qué punto me voy a acercar o no. Sobre el asfalto, se asa a la parrilla del desierto un jabato (que, más allá de un cómic o un tipo duro es jabalí pequeño). Y si creéis que acojonan en formación, cuando despliegan las alas y se retiran con la displicencia de una top model prefieres no mirar atrás... y acelerar... y esperar que no vengan a por ti. 

La instantánea la he tomado en algún recóndito lugar (si no fuera recóndito, ¿por qué iban a juntarse casi diez carroñeros como en el patio trasero de un adosado?). Antes, y durante unas pocas horas de viaje, había ido esquivando a algún halcón suelto, pájaros de todo tipo y liebres que huían de la carretera. Suele suceder cuando se viaja al despuntar el día por parajes naturales y desolados. 

Pero ésa es la verdadera idea de todo el viaje: conducir por conducir, por carreteras cada cual más solitaria y... bueno, seguir conduciendo. Corriendo para llegar a... No lo sé. Hoy ha sido uno de esos días por lo que merece la pena todo esto. 

En fin, que nos quedamos ayer en Sanderson, donde tomar una foto del ocaso fue una batalla contra batallones de mosquitos, algunos del tamaño de pelotas de golf. 



Esta mañana, cuando aún no había salido el sol (le quedaba una hora) puse rumbo al oeste y luego, hacia el sur, hacia el Big Bend National Park, el punto más recóndito de la frontera entre los USA y México (es la cuña inferior que, en los mapas, se introduce en México). La frontera la marca el Río Grande. 

Luego volvemos al Río Grande. 

Antes, las formaciones rocosas en medio del desierto que van ganando capas según escala el sol (y, en medio de esa autopista que nunca tendrá hora punta ni hora de ningún tipo, a las siete de la mañana te das cuenta de lo que es el silencio porque oyes mil versiones distintas de pájaros e insectos y, sobre todo, porque oyes cuando se acerca un coche como a un kilómetro y, cuando pasa por donde estás, es como si estuviera despegando un avión... luego, el silencio de nuevo).




El paso a través del Big Bend, pese a su belleza, ha sido una lenta carrera de obstáculos. Lenta, porque no se podía pasar de 70 durante más de 100 kilómetros de recorrido (aquí se toman muy en serio lo de reducir drásticamente las velocidades en parques naturales); y de obstáculos, porque algún halcón negro ha estado a punto de encaramarse como la estrella de los Mercedes al capó.

Al final de esta carretera lo que hay es la ciudad fantasma de Terlingua (aficionados al cine, aquí es donde teóricamente -no se rodó aquí- aparece al principio de la película el personaje de Harry Dean Staton al principio de París, Texas). Ignoro por qué le siguen llamando fantasma (o no: cuestión turística) porque tiene más vida que, por ejemplo, Sanderson. Proliferan posadas falsamente auténticas y azoteas con barandillas de madera podrida desde donde los turistas se tomarán sus cañas al atardecer de violetas y rosas. 

Yo, como soy de natural alegre, me he quedado con el detalle del cementerio (la ciudad se fundó para atender unas minas cercanas y firmó su final, hasta ser descubierta por el turismo extremo -extremo por lo lejos que está-, al quedarse seca la explotación).





Terlingua, con ese aire de Caños de Meca en medio del desierto que tiene, también es la puerta de entrada a una de las carreteras más curiosas y, esto sí, extrema, de los USA. Extrema porque corre paralela durante 100 kilómetros al río Grande, es decir, la frontera natural (y real) entre Estados Unidos y México. Asimismo, es una gozada conducir por ella, sus curvas imposibles, sus cambios de rasante de montaña rusa sádica y la sensación de que no hay mucho más lejos que ir. 

Luego, te encuentras con halcones negros que te retan.







Aunque ya es tarde para abandonar, como dije el otro día, y llegamos a Presidio, localidad fronteriza de ominoso nombre (si lo primero que te encuentras, al llegar a los USA, es ese nombre...). México, tan cerca; tantos universos lejos. 


Como epílogo a esta ruta (de nuevo, pasé por otro control fronterizo, algo más exhaustivo que el anterior pero sin ningún contratiempo), ahora estoy en Fort Davis, ciudad cuyo nombre se debe a... un fuerte llamado Davis. Es uno de los conjuntos históricos más completos que quedan del cordón de fuertes que los americanos construyeron en sus fronteras más lejanas durante la segunda mitad del siglo XIX. Éste, en concreto, servía para defender la ruta sur entre El Paso y San Antonio, y tenía a varios destacamentos de infantería (negros incluidos, una vez pasada la Guerra Civil), nada de caballería, que a matar indios salían a pie.

Tiene su gracia ver su similitud más con los cuarteles modernos (sus barracones de reclutas, sus casitas de oficiales y su posición estratégica, cubiertas las espaldas por una formación rocosa) que con lo que todos pensamos que es un fuerte (ay, esos clics)... Pero tiene su gracia.  






Os presento a los niños del fuerte:


Me despido con una canción alegre, eso sí (y ya sé que va de la adicción a las drogas, pero la música acompaña a curvas en el límite y, al fin y al cabo, aquel disco se grabó en un desierto no demasiado lejano).