martes, 14 de julio de 2015

Día 9: Corriendo a...

(Ruta del día: Sanderson-Terlingua-Presidio-Fort Davis (todo en Texas): 294 millas (seis horas de conducción por la reducida velocidad máxima en el Parque Natural).




¿Y ahora qué? Los nueve halcones negros me miran fijamente (especial miedo me dan los que están sobre el guardarraíl), calculando hasta qué punto me voy a acercar o no. Sobre el asfalto, se asa a la parrilla del desierto un jabato (que, más allá de un cómic o un tipo duro es jabalí pequeño). Y si creéis que acojonan en formación, cuando despliegan las alas y se retiran con la displicencia de una top model prefieres no mirar atrás... y acelerar... y esperar que no vengan a por ti. 

La instantánea la he tomado en algún recóndito lugar (si no fuera recóndito, ¿por qué iban a juntarse casi diez carroñeros como en el patio trasero de un adosado?). Antes, y durante unas pocas horas de viaje, había ido esquivando a algún halcón suelto, pájaros de todo tipo y liebres que huían de la carretera. Suele suceder cuando se viaja al despuntar el día por parajes naturales y desolados. 

Pero ésa es la verdadera idea de todo el viaje: conducir por conducir, por carreteras cada cual más solitaria y... bueno, seguir conduciendo. Corriendo para llegar a... No lo sé. Hoy ha sido uno de esos días por lo que merece la pena todo esto. 

En fin, que nos quedamos ayer en Sanderson, donde tomar una foto del ocaso fue una batalla contra batallones de mosquitos, algunos del tamaño de pelotas de golf. 



Esta mañana, cuando aún no había salido el sol (le quedaba una hora) puse rumbo al oeste y luego, hacia el sur, hacia el Big Bend National Park, el punto más recóndito de la frontera entre los USA y México (es la cuña inferior que, en los mapas, se introduce en México). La frontera la marca el Río Grande. 

Luego volvemos al Río Grande. 

Antes, las formaciones rocosas en medio del desierto que van ganando capas según escala el sol (y, en medio de esa autopista que nunca tendrá hora punta ni hora de ningún tipo, a las siete de la mañana te das cuenta de lo que es el silencio porque oyes mil versiones distintas de pájaros e insectos y, sobre todo, porque oyes cuando se acerca un coche como a un kilómetro y, cuando pasa por donde estás, es como si estuviera despegando un avión... luego, el silencio de nuevo).




El paso a través del Big Bend, pese a su belleza, ha sido una lenta carrera de obstáculos. Lenta, porque no se podía pasar de 70 durante más de 100 kilómetros de recorrido (aquí se toman muy en serio lo de reducir drásticamente las velocidades en parques naturales); y de obstáculos, porque algún halcón negro ha estado a punto de encaramarse como la estrella de los Mercedes al capó.

Al final de esta carretera lo que hay es la ciudad fantasma de Terlingua (aficionados al cine, aquí es donde teóricamente -no se rodó aquí- aparece al principio de la película el personaje de Harry Dean Staton al principio de París, Texas). Ignoro por qué le siguen llamando fantasma (o no: cuestión turística) porque tiene más vida que, por ejemplo, Sanderson. Proliferan posadas falsamente auténticas y azoteas con barandillas de madera podrida desde donde los turistas se tomarán sus cañas al atardecer de violetas y rosas. 

Yo, como soy de natural alegre, me he quedado con el detalle del cementerio (la ciudad se fundó para atender unas minas cercanas y firmó su final, hasta ser descubierta por el turismo extremo -extremo por lo lejos que está-, al quedarse seca la explotación).





Terlingua, con ese aire de Caños de Meca en medio del desierto que tiene, también es la puerta de entrada a una de las carreteras más curiosas y, esto sí, extrema, de los USA. Extrema porque corre paralela durante 100 kilómetros al río Grande, es decir, la frontera natural (y real) entre Estados Unidos y México. Asimismo, es una gozada conducir por ella, sus curvas imposibles, sus cambios de rasante de montaña rusa sádica y la sensación de que no hay mucho más lejos que ir. 

Luego, te encuentras con halcones negros que te retan.







Aunque ya es tarde para abandonar, como dije el otro día, y llegamos a Presidio, localidad fronteriza de ominoso nombre (si lo primero que te encuentras, al llegar a los USA, es ese nombre...). México, tan cerca; tantos universos lejos. 


Como epílogo a esta ruta (de nuevo, pasé por otro control fronterizo, algo más exhaustivo que el anterior pero sin ningún contratiempo), ahora estoy en Fort Davis, ciudad cuyo nombre se debe a... un fuerte llamado Davis. Es uno de los conjuntos históricos más completos que quedan del cordón de fuertes que los americanos construyeron en sus fronteras más lejanas durante la segunda mitad del siglo XIX. Éste, en concreto, servía para defender la ruta sur entre El Paso y San Antonio, y tenía a varios destacamentos de infantería (negros incluidos, una vez pasada la Guerra Civil), nada de caballería, que a matar indios salían a pie.

Tiene su gracia ver su similitud más con los cuarteles modernos (sus barracones de reclutas, sus casitas de oficiales y su posición estratégica, cubiertas las espaldas por una formación rocosa) que con lo que todos pensamos que es un fuerte (ay, esos clics)... Pero tiene su gracia.  






Os presento a los niños del fuerte:


Me despido con una canción alegre, eso sí (y ya sé que va de la adicción a las drogas, pero la música acompaña a curvas en el límite y, al fin y al cabo, aquel disco se grabó en un desierto no demasiado lejano). 




No hay comentarios:

Publicar un comentario