viernes, 18 de julio de 2014

Cowgirls, confederadas y ¿¿¿¿Tom Hanks????

Día 5







El día ha ido de batallitas y de batallazas. Quizá de las mayores batallas jamás libradas. Por lo tanto, urge un orden jerárquico e iremos de las pequeñas historietas a la HISTORIA (ya no sólo la inicial, todo en mayúscula, porque, qué si no es la Segunda Guerra Mundial). 

Haya paz. Empecemos por las cosas agradables y retrocedamos a la noche del jueves. Tomemos una cerveza bien fría en uno de los mejores bares de Estados Unidos, según la revista Esquire: el Erin Rose, a apenas diez metros del bullicio inmundo de Bourbon Street, es un antro angosto, repleto de viejos (no simulando viejos) recuerdos y fotos de ex habituales. Imaginad el tono gamberro de un pub irlandés con el encanto de los bares chungos españoles de barra a todo lo largo y compadres del barrio codo con codo. 



Tiene de irlandés el origen, supongo que los dueños, una versión helada del café irlandés y el Old Dubliner (en la imagen con una cereza ahogada en el vaso y, creedme, es la mejor cereza que he tomado), un cocktail a base de Jameson, amaretto y ya no recuerdo qué más. Me tomé tres, mientras disfrutaba de una selección excelente de música (pusieron varias de los Black Keys, lo que es razón inmediata de devoción). Supongo que la mejor forma de medir la calidad de un garito es que que entras para tomarte una cerveza y hacer tiempo un cuarto de hora y te largas dos horas y media después con varios copazos encima. Con varios copazos y con esta copla de regalo:  





Mi intención inicial era acudir al Preservation Hall, pero cuando vi que la cola para entrar superaba el centenar de incautos dos horas antes de empezar cambié de opinión. Y me largué al Mid-City Rock and Bowl. Lo de 'mid-city' sólo lo contemplo como una broma pesada para locales, porque está a tomar tres pueblos de lejos. Por fuera, y entre grandes extensiones de centros comerciales y drive-in de comida basura, tiene esta pinta:



Lo de Bowl es por bolera. Porque es una bolera que, mientras que los músicos se preparan en el escenario, muy bien que da dinero gracias a chavales disparatados. Después entiendes muchas cosas sobre Nueva Orleans y por qué en esta ciudad se pone a cantar uno y llena los locales. Os contaba el otro día sobre el Candlelight que su clientela aunaba muy distinta procedencia. En la bolera que nos ocupa, los jueves por la noche es la velada zydeco (así se denomina a la música cajún tocada por negros de origen igualmente francés; mientras que los cajun blancos derivaron hacia el country, los de color lo hicieron hacia el blues aunque los instrumentos estelares sean el acordeón y el frottoir que, perdonadme si existe nombre en español para ello, es como una armadura o un rallador que el tipo se pone sobre la barriga y que toca arriba y abajo como si fuera una botella de anís en manos del abuelo en Nochebuena). 

Es, decididamente, música para bailar. Y la gente va a la bolera a bailar. La gente, y aquí es por lo que digo que los locales de música en directo siempre estén a rebosar, incluye a toda condición de gente: los críos postadolescentes (novatos de universidad) que estaban en la bolera, los veinteañeros, los de treinta, los de cuarenta, cincuenta, sesenta... Hasta los de setenta. Los blancos pobres, los blancos que parecen tener un rancho, los negros zydecos y los de los suburbios, los inevitables asiáticos/turistas, el gay que a media sesión se va al coche a cambiarse la camisa sudada, los vecinos ejemplares que dejan el cortacésped y se ponen la ropa de bailar, el señor mayor calcado a Vicente Ferrer que ha venido solo pero que saca a bailar a toda jovencita que se despista. 

Sólo tomé una imagen de la pista de baile (sin flash y sin ver lo que sacaba) y da fe de lo ecléctico de la pista de baile:



¿Y a qué sonaba? Es música ligera que muchos relacionarán con el country, pero yo diría más bien que es como una versión yanqui de la música celta (pensad en las canciones más ligeras de los Celtas Cortos). El mejor momento, cuando en una lenta, toda la pista gira en círculo, cada pareja a su propio paso: dando vueltas sobre sí mismos, caminando de espaldas, levantando los brazos, cogidos de la cadera, mirando al frente... 

Las chicas, las que se notaba que eran expertas en la noche de los jueves en la bolera, usaban sin excepción botas de cowgirl.

Siguió la noche y llegó la mañana del viernes, mi quinto día en Nueva Orleans y último completo antes de ponerme en ruta de verdad mañana, sábado.

El día vino lluvioso y así ha estado sin parar, arremetiendo con violentas tormentas de vez en cuando. Buena jornada para irse de museos. Como el de la Guerra Civil, un museo con un nombre políticamente tan correcto porque en realidad es un museo confederado (hace décadas era lugar de peregrinación de aquellos que aún lloriqueaban por los tiempos en los que tener a un negro esclavo era como tener un móvil). 



Una pena que no dejasen hacer fotos en el interior, aunque la verdad es que el museo consiste en un puñado de trajes, armas, utensilios de guerra en general de los oficiales y soldados del Sur. A la puerta, el sesentón que vendía tíckets me llegó a preguntar si de verdad el gallego o el catalán son muy distintos al español. Me guardo la respuesta que le di para no herir susceptibilidades. 

Los que sí se sintieron heridos en lo más hondo de su corazón fueron los habitantes del sur durante muchos años una vez perdida la guerra. Tras su paso por prisión yanqui, el que fuera presidente de los Estados del Sur, Jefferson Davis, fue a pasar sus últimos años de vida a Nueva Orleans, donde murió y fue enterrado y fue desenterrado para enterrarlo de nuevo en su tierra natal. No sé hasta qué punto sus últimos años de vida fueron tan tranquilos como esperaba porque una de sus hijas, Winnie, no le dio más que disgustos a la vejez: no se le ocurrió otra cosa que romper su compromiso con algún buen partido sureño porque estaba enamorada de un yanqui. Cómo se pusieron los corrillos de la alta sociedad. La pobre Winnie murió a los 34 años sin haberse casado con nadie.

Por lo demás, el museo es discretito (tiene el honor de ser el museo más antiguo de Louisina, eso sí) y apenas revela curiosidades como que la que todos conocemos como bandera confederada no fue la bandera oficial de los Estados del Sur, sino sólo la enseña de batalla de uno de los muchos regimientos. Pasado el tiempo, los veteranos la adoptaron como suya y por eso ha quedado en el imaginario popular como lo que no es. 



A imaginario popular pocas cosas le ganan a la Segunda Guerra Mundial, quizá la contienda de la que todos hayamos visto, leído y escuchado más en nuestras vidas. A unos 100 metros del coqueto museo confederado se agolpan enormes estructuras de acero que componen el Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial. Es tan ambicioso el conjunto que la mitad de las naves (dan la sensación, por color y por los materiales de construcción, que imitan a grandes barcos) aún no están abiertas al público y a su entrada te reciben trozos de muro tras los que se parapetaron los alemanes en las playas de Normandía. 

O un par de aviones (el primero, un bombardero) en el pabellón principal:




O más aparatitos de guerra:




Señoras y señores, aquí, ante el buque anfibio de desembarco, hay que detenerse:



Hay que rendir tributo porque esta lancha con la que desembarcaron miles de soldados hace 70 años es la razón por la que el Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial de los USA (no hay otro en todo el país) está en Nueva Orleans. Andrew Jackson Higgins fue la mente que ideó este tipo de buque y el hombre era un empresario de Louisiana que había desarrollado lanchas similares para usos comerciales en los estrechos bayous y entre meandros del Mississippi. A partir de ese modelo, él mismo diseñó la versión para desembarcos masivos.

Amén de la nota local, el Museo es un completo y estupendo repaso a las condiciones de vida en Estados Unidos y en el frente, con imágenes gigantes a lo largo y ancho de los pasillos y con perlas como la famosa máquina Enigma que se utilizó en la contienda por parte de los espías.




No falta casi ningún detalle de las indumentarias, los equipos o el armamento usado por americanos, alemanes y japoneses, así como testimonios en audio de protagonistas (no políticos, sino simples ex soldados o trabajadoras de las fábricas). Y si te quedas con ganas de más te puedes meter a ver la película en 4D (sigo sin saber muy bien qué es eso de la 4-D, ya sea en ecografías para críos o en películas, pero si lo quieren vender así...) sobre el conflicto. 

Tampoco han ahorrado medios con ella. Empezando por Tom Hanks, que es quien la presenta, pero es que las voces del documental son de Kevin Bacon, Viola Davis, Tobey Maguire, Neal Patrick Harris, James Cromwell... Y se han gastado mucha pasta, incluyendo efectos reales (los sillones del teatro se mueven) y elementos físicos que se integran en las imágenes. 

Bueno, para pasar el rato no está mal, si bien pone un poco de los nervios su visión (es su país y ganaron ellos y están en su derecho) con tanto patrioterismo. Aunque lo que me desesperó más es que, precisamente, se ponen poéticos y minimalistas (un flash en blanco y fundido a negro, sillones que se retuercen, clonc, clonc, clonc) cuando llegan a lo de las bombas atómicas (antes, no han dejado de quejarse que los japoneses no se rendían y que incluso los civiles se convertían en kamikazes y así no había quien ganara nada)...

Pero insisto: que hagan lo que quieran que para eso es su museo.

Fuera, sigue lloviendo e incluso el día se va poniendo más negro. Los adoquines, que en las proximidades del museo rinden tributo con nombre y rango a los que lucharon en la guerra (imagen del inicio del post), resbalan. No es día para pasear ni para prácticamente nada. 

Sin embargo, puede que un día como el de hoy sea perfecto para visitar el humilde recuerdo que la ciudad le rinde a las víctimas del Katrina. Construido a partir de materiales de desecho que las inundaciones se llevaron consigo, la artista Sally Heller lo bautizó como Scrap House (casa de restos) y supone un mejor recuerdo (ubicado además en la zona de galerías de arte y museos de la ciudad) que convertirse en un buitre carroñero y pagar por un tour a que te lleven a ver los barrios sin reconstruir tras tantos años.

  

jueves, 17 de julio de 2014

Jugando a góticos

Día 4





A medida que pasan los días y soy el único tontoturista que le da por salirse del French Quarter (tontoturista y alma en general, que poca más vida me encuentro allá por donde voy), pienso que las guías alternativas tienen algo de razón cuando aseguran que el verdadero interés y encanto de Nueva Orleans está lejos del centro más comercial y tan histórico como el resto (todo es antiguo, decadente, no importa dónde vayas: la diferencia es que huele mejor que en el centro).

Bueno, que no llevo un párrafo y ya me he empezado a desviar. Esta mañana decidí no desayunar junto al hotel y probar en el que dicen que es el mejor sitio de desayunos de toda Nola, el Surrey's Juice Bar. Lo malo es que hay que cogerse un autobús. ¿Lo malo? Si yo adoro los autobuses y ya me muevo en Nola como si llevara viviendo años aquí. Además, por apenas 3 dólares puedes subirte y bajarte de cualquier autobús o tranvía durante un día. 

Así que me fui otra vez al Garden District (que es el de los casoplones por el que pasé ayer fugazmente) y tras conseguir que el gato me posara como el dibujo de gato de detrás, entré en el garito y me pedí unas salchichas (aunque aquí las ponen en forma circular, cual hamburguesa) con huevos y patatas y el inevitable zumo de naranja en un sitio especializado en zumos:




¿Y es el mejor? Pues no lo sé. A mí me gusta más el Ruby Slipper... pero... seré yo, que no tengo paladar. 

Lo que tengo es valor, por echarme a andar nada más terminar durante dos horas, para conocer de cerca el famoso barrio del jardín, el de las casas señoriales e históricas (la mayoría son del siglo XIX).






Como apuntes concretos, la segunda perteneció a un oficial confederado en el último tercio del siglo XIX y la última fue el hogar de la novelista Anne Rice (la de Entrevista con el vampiro) hasta hace pocos años. Una pena que no lo siga siendo porque en su día la mujer abría su casa a los turistas y jugaban al gótico sureño. Era tan dada a estos jueguecitos que la Rice incluso representó su propio entierro en un cementerio muy cercano, el Lafayette, Number One (parecen perfumes, los cementerios aquí). 

A diferencia del Saint Louis, éste se ve que está más cuidado (aunque solera, y cuando dices solera quieres decir que es viejo, no le falta), por aquello de haber sido construido en zona noble en la década de 1830. Eso no quitó que durante muchos años se enterrasen en él alemanes e irlandeses (el rincón irlandés de Nola no está lejos de aquí) que murieron a mansalva por la fiebre amarilla. 





El monumento de la segunda fotografía es un túmulo compartido por una brigada de bomberos desde hace siglos. 

El sol apretaba y era hora de cambiar de escenario y cruzarme media ciudad en otro autobús hasta el final de la Explanade avenue, por debajo de la cual cruza el Bayou Saint John, un brazo de río (no es afluente porque no desemboca ni nace en ningún lado propio, sino sólo del propio Mississippi). La historia dice que aquí es donde se fundó Nueva Orleans, ya que suponía una forma muy eficaz de acortar el camino del río entre tanto meandro y, además, se asentaba en zona firme. Otro día hablaré de historia (que de eso poco he hablado y se merece bastante atención)...



Bajando Explanade de vuelta al centro vas atravesando uno de los extremos del barrio de Treme, donde la arquitectura es más sencilla en líneas generales pero, al estar en contacto con zonas más adineradas, no es el barrio humilde que se le presupone en estos límites (para entender un poco más el Treme, mirad el artículo nocturno). 






Sea como sea, en la zona más simple del Treme está el Lil Dizzy's, donde paré a almorzar y probé, cuatro días después de llegar, el famoso Gumbo (una mezcla de sopa de mariscos más chorizo, salchichas picantes, más carne indeterminada y arroz).



Y después vino otro poboy (el pan estaba mucho mejor que el del Domilise's), éste de salchicha picante (especialidad de la casa).



Que el Lil no es un garito cualquiera (lo que en el lenguaje de los bares significa que es un bar muy recomendable) queda claro cuando ves que la mitad de la clientela son policías, locales o estatales. Como nota seriéfila, aquí es donde Toni Bernette, la abogada de las causas perdidas de Treme, se reunía con sus contactos policiales (y más de una vez le hacían el vacío por andar denunciándolos).

Otra prueba de que la realidad supera la ficción:



Como para entrar a atracar.

En lo más profundo de Treme...

Noche 3 (Interludio)





En lo más profundo de Treme, cuando la noche ha adquirido esa oscuridad densa que precede a las lunas perezosas (las menguantes siempre se hacen de desear), los taxistas se pierden. No hay iluminación en las calles bacheadas (el taxi, un todoterreno enorme, va dando saltos como atravesara una jungla), en los porches penden faroles sin bombilla y el coche frena en cada esquina, a la caza en vano de un cartel que señalice la N Robertson Avenue.

Sea como sea, seguramente porque el alma del barrio se transforma en brújula involuntaria, se termina llegando al Candlelight Lounge, un barracón iluminado en la negrura, la casa cuartel de la Treme Brass Band los miércoles (y cuando les da la gana) por la noche.



No hay fijos en el grupo, sólo sillas para que se unan los que estén disponibles esa noche o aquellos a los que les apetezca improvisar media docena de solos, a uno por canción. Todos son músicos porque la vida tenía que explotarles por algún lado, vapuleados en barrios pobres, arrastrados en lodo de los huracanes, acostumbrados a vivir entre la melancolía obligada de una Second Line camino de un entierro y la alegría vomitada a bocanadas en los garitos que los acojan. Son la Treme Brass Band y tocan cuando y donde sea, manteniendo un legado que nada menos que es el origen de toda la música que sacude a la ciudad. Sin rendirse, incluso si Uncle Lionel, el alma del grupo, la imagen de la banda que sirvió de icono al barrio más icónico de la ciudad más musicalmente icónica, muriese hace dos años y muy poco.



El tío Lionel es ahora una rostro omnipresente en el Candlelight, sea en fotografías, sea en dibujos, sea en la memoria. Sea, también y por qué no, en la puerta del baño (qué mejor hombre para ilustrar a los hombres, han pensado en la banda):



Queda Benny al frente. Quedan las decenas de miembros que, de un modo u otro, se pasan por el garito, van y vienen, tocan y acompañan. Esta noche de 16 de julio (en el segundo aniversario más una semana de la muerte de Lionel Batiste), el jefe de escena es el saxo, que hace las veces de vocalista y de maestro de ceremonias. Junto a él, apenas media docena de miembros. Suficientes.

La estrella de la noche es un chaval. No más de 25 años, de color muy negro, grande pero esbelto, pelo largo a medas rastas (un Yannick Noah de joven), que toca la trompeta pocket (la versión pequeña de las trompetas más comunes, casi como la que tocaban en el Séptimo de Caballería) y deja asombrados a compañeros y públicos en cada solo. Para soplar así esa trompeta hay que tener más alma que pulmones.

En un segundo plano acompasan a los solistas la tuba y los dos percusionistas, los tres viejos zorros del grupo. Al frente, se incorporan trompetas de distinto estilo e incluso un blanco (con traje, podría servir para tiburón de Wall Street) se atreve a rivalizar en toque y sorprende a locales y visitantes. A su lado, como en duelo de trompetistas, un tipo muy delgado (el único que lleva corbata), barbita fina, pelo en descontrol apenas sujetado con coleta alta, también de color, le contesta como una metralleta. 

Ra-ta-ta-ta.

Aplauso cerrado.

El saxo, el líder, sonríe. Es grande también, grande de barriga prominente, canoso en los límites de la calvicie, ojos idos, dientes mellados, voz ronca; va preguntándole a la gente en una canción qué conoce realmente de Nueva Orleans. Que si el río, que si el French Quarter, que si las bandas de Treme.


Por lógica, no se podía (aunque no hacía falta advertirlo porque nadie lo usó) utilizar el flash y eso deja las imágenes muy pobres. 


La gente, con eso de hablar de la banda, la gente es lo que menos importa. O no: porque cuando uno toca, escribe o habla es para que alguien le corresponda y, quizá, disfrute con ello. 

Hay turistas, un par de orientales incluidas, pero a las entrañas de Treme no llegan las huestes de Bourbon Street. La señora de la puerta no sé si les dejaría. La señora de la puerta puede tener 70 años y pesar 120 kilos. El pelo es blanco, rizado y corto. Espera a los clientes en ángulo muerto tras la puerta, sorprendiendo para cobrar los 10 dólares de la entrada. De no ser por sus carnes por debajo de la cintura, seguro que resbalaría de su sillón de oficina en cuero gastado de lo repantingada que te recibe. Sólo se incorpora cuando le das 20 dólares y busca el cambio que guarda cerca de su corazón: esto no es poesía, sino que mantiene a cubierto la recaudación en el interior del sujetador.

Y miras el local: es un barracón, sin lugar a dudas. Faltan las literas para los reclutas o para los huérfanos. De diez metros de ancho y unos 60 de largo, diáfano, con el escenario a la izquierda según entras, la barra a continuación y una cocina separada por un mueble de pladur donde habrán guisado las alubias con arroz que son cortesía de la casa. Como en el barrio, la luz es escasa, reducida a lo que den de sí tiras de pequeñas bombillas como luces de Navidad pero que no son de Navidad, son del color de la leche.


La mitad derecha queda reservada para las mesas. Sorprendente: con mantel de tela... un detalle si los lavaran a diario. 

Pero al Candlelight no se va a medir la blancura de los manteles, condenados a mancharse de alubias y de cerveza. La camarera (en los cincuenta, dicharachera, de pantalón corto y camiseta sábana con el logotipo del local) bien se encarga de animar la velada y, además de jalear los momentos estelares, va levantando a los clientes para que bailen. Da palmas, da besos a los habituales, se pierde con el cambio, canta, baila y hace de casamentera entre los grupos de chicas y de chicos. Con los que vienen en pareja no guarda piedad y son los primeros a los que incita a salir a bailar. Todos le hacen caso.



Tengo suerte de que yo pida cervezas y me haya sentado con los ilustres del barrio. Un tipo de sesenta años, de aire mestizo y esa elegancia caribeña de sombrero de fieltro, camisa chilaba y bigotillo de antiguos dictadores; y uno de color mucho más oscuro, fuerte, en los cincuenta, con ese aspecto serio que le serviría para hacer de sargento de policías en la ficción, pero con camisa de flores porque es noche y ha venido a escuchar música.

-Yeeeeeeeeeeesssoooooooooooooooo.

Que es como grita Yes, Sir en cada arrebato tras un solo o al final de una copla.  

Ambos, el colono de los años 20 y el poli de los 90, pierden la noción de la música cada vez que sale a bailar una morena con traje de verano muy corto y botas de cowgirl. Resoplan por cómo se mueve la blanca (porque es blanca) y por cómo trae loco al novio, cuya torpeza en el baile exaspera a la chica. 

Otras parejas van y vienen y ninguna de las que casa la camarera fructifica. Sin embargo ella es feliz, grita de alegría y hace sentir a todo el mundo parte de la fiesta. Al final, se sienta agotada en una esquina.

Sentado al frente de la banda (en el descanso), con la indómita y ubicua camerera.


Precisamente, cuando la noche se va alargando más allá de la medianoche, la pista se vacía y de pronto surgen, de lo más profundo del barracón, dos parroquianos (negros, claro). Uno, largo y huesudo como si fuera el zombie de un pívot de baloncesto que acaba de salir de algún cementerio cercano, delgado de haber comido mal toda su vida (puede tener cuarenta o cincuenta o sesenta), en camisa de tirantes, pantalón corto y calcetines con chanclas. Acarrea una mochila al hombro y un paraguas sobre el que rota en el baile. Tira la mochila y rota. Y rota. Y se tambalea. 

No se cae.

A su lado, un parroquiano más representativo del barrio, acaso más normal (¿qué significa normal?). También en los cincuenta, constitución y vestimenta que se espera de la gente común (¿qué significa común?); sombrero, por supuesto. La normalidad es sólo aparente: ha arrancado papel higiénico del baño y se lo ha puesto como tira de Miss Treme (sueña que dirige un desfile de carnaval). En la mano, agita más papel de baño en modo de serpentina. Una chica blanca con aspecto de local (no del barrio, de la ciudad) se atreve a bailarle el agua y está a punto de producirse una desgracia cuando casi la tira. 

No se caen.

A todo esto, la banda sigue a lo suyo y el jefe de ojos en la nuca aprovecha que cantan aquello de My bucket's got a hole in it para pasar el cubo de las propinas.

La noche se va acabando, la música se va acallando, la abuela de la puerta llama desde un móvil tamaño campo de fútbol a los taxis para los clientes, la camarera se encarga de que se respete el orden de llamada (I gotcha, babe, va diciendo y señalando) a la puerta y me deja claro que el viernes hay nueva actuación. 

La luna se asoma al fin. 

A quién le importa la luna mientras la música sigue conquistando el cerebro.