domingo, 8 de septiembre de 2024

Clásicos de carretera y mantel


Volvamos atrás. Pensemos que el primer mensaje publicado ayer era como eso que llaman 'cold open' en películas y series, un anticipo antes de créditos, música e incluso acción con el protagonista de verdad. 

Ahora sí: la ruta pop vuelve a la carretera en una nueva edición (de la primera de 2013 no hay registros completos, solo retazos, pero las demás se pueden consultar en el archivo del blog: bien en julio o septiembre, donde haya más post, ahí estará la ruta pop de ese año). En resumen, cada verano desde entonces me marcho a Estados Unidos, alquilo un coche y sumo kilómetros tratando de visitar lugares que signifiquen algo en la cultura pop general: literatura, cine, música, series... sean lugares reales o trasuntos, sean pueblos de nacimiento o casas familiares, sean una inspiración para poema o canción, sea, en más de múltiples ocasiones, hallazgos sobre el camino. Cualquier excusa vale y este año serán unos 5.000 kilómetros en poco más de una semana, visitando Chicago y los estados de Wisconsin, Minnesota, Dakota del Norte, Montana, Wyoming, Nebraska, Iowa y de vuelta a Illinois. 

Y vale que la mansión de Faulkner o la simbología de Wilco quedan fenomenal para el postureo, pero desde el primerísimo día de hace más de un decenio, ¿sabéis qué es lo que pidió más el (escaso pero ilustre) lector de este diario de viajes? Carnaza. 

Carnaza entendida como comidas al más puro estilo de dinner de carretera y colesterol en la sangre, desayunos con los que comerían los invitados de una comunión entera en España o cenas que el equipo de waterpolo nacional no se podría abrochar ni sumando esfuerzos. 

Suena exagerado y lo es. 

Casi siempre. 

Así que como este año se ha arrancado un poco en falso, lanzo la primera entrega de comilonas ya mismo, sin esperar al último día. Para no quemar más de la cuenta, me limitaré a Chicago y sus casi dos días completos. 


¿Chicago dices? ¿Que yo veo muchas series, me insistes? Pues la primera visita era obligada: la fachada que le tomó 'The Bear' a este rincón del centro, si bien por dentro no tiene nada que ver. El objetivo era probar su famoso bocadillo de carne asada. Sobre la bocina llegué, que vaya cola se montó en el aeropuerto con inmigración y cerraba a las cinco. Apuré y a las cuatro y media estaba en la puerta. 

La primera en la frente: cerrado por vacaciones justo esta semana. 

Solo cierra una semana al año y tenía que ser esta (por el Labor Day, vale, pero en fin...).

Así que no me quedó otra, le hice una foto por cumplir la visita y me puse a pensar dónde se podría enjugar la decepción. Miro alrededor y justo al lado hay un bareto donde hay una pizarra con gracietas con muy poca gracia ('sí, los rumores son ciertos, vendemos alcohol'), pero miro un poco más arriba en la placa que hay junto a la puerta y resulta que se trata de The Green Door, la taberna más antigua de Chicago, abierta en 1872 y superviviente a la Ley Seca. 

Vale, aceptamos taberna más antigua de Chicago. Que es cierto su encanto de irlandés con madera vieja (no con pintura envejecida) y carteles que tuvo que mirar Al Capone (esto me lo estoy inventando). 




Aquí la comida es la que es: de pub de toda la vida (en la imagen, un sándwich de filete de pollo a la plancha y ahumado en picante; pasable). Porque en este sitio se bebe. Cerveza local (marca propia incluida) y de los estados adyacentes (Michigan suele tener más peso cervecero) viendo el partido que pongan ese día en la tele. 



Enjugado el prurito turístico en parte, de allí me dirigí al Kumiko, única coctelería de Chicago que logró meterse entre las 100 mejores de este año. Gran parte de su encanto proviene de su esencia japonesa: no es que los únicos whiskys que hayan sean de allí ni que el resto de bebidas (del sake a incluso sucedáneos del vermú europeo) también vengan desde el otro lado del mundo. Su fuerte es que marida los particulares cócteles con bocados no menos japoneses: ostras con salsas agridulces, pescado crudo o frito, fideos o lo que se tercie. Yo ya había comido, pero me hice fuerte con tres cócteles:





Por orden: el primero es una versión del Sazerac (qué pesado soy con llevar Nueva Orleans a todo) pero con el particular vermú japonés, elaborado con ocra. Diría que un 8. 

El segundo se llamaba Cloud Hopper y el nombre me engañó (por el pintor). Es una mamarrachada: lleva sobre todo licor de arroz y mezcal, además de suero de leche y algo de fruta. A mí me supo a arroz con leche al que no le han puesto el arroz y se le han caído del estante superior del frigorífico unas natillas del día anterior. Un 3. 

El tercero era un Old Fashioned (que es básicamente whisky con soda y angostura en su versión original), al que además de usar un whisky nipón se le añadió como toque ácido un buen jerez palo cortado. Me podrá la tierra, pero se merece un 9.    


Pasada la primera noche (y un día especialmente largo, con el viaje de por medio y hasta 26 horas seguidas sin dormir), tenía que empezar el primer día completo de la ruta pop con fuerza. Así que no hubo experimentos y me fui (tras un paseo de dos horas con el amanecer) al Wildberry Pancakes & Cafe, cuyo nombre y aspecto parecen una franquicia con ínfulas, pero que sirve los mejores desayunos de Chicago. Y, como su nombre indica, las mejores tortitas. Estas que me pusieron llevaban crema de cacahuete, coco, plátano y sirope. 



Un valor seguro... así como muy grande de tamaño y sabor. 

Que eso no me obligó a seguir paseando y decidir que a la comida que tenía reservada en un barrio algo alejado del centro lo haría andando. En Chicago hay metros, trenes, autobuses y hasta taxi, lo sé. 

Pero me dio por ahí. Adelantando el recuento (porque me volví también andando), según el Google Fit el jueves me hice 35 kilómetros andando, con casi 40 grados en la ida y tormenta de verano a la vuelta. 

En fin. A lo que iba. Tiré hacia Wicker Park y Logan Square, que son la versión americana de Malasaña, con su aspecto decadente a la vez que moderno, sus tiendas de segunda mano y versiones sublimadas de marcas grandes, sus locales de comidas exóticas y su aversión por la taberna de Chicago de toda la vida (en Malasaña resiste algún bar de siempre más). Iba con tiempo de sobra.

Tanto, que llegué tres horas antes de la reserva de la comida y me metí en otro recomendado por todas las guías: el Big Star. Otro spoiler: fue el mejor del día (el único no esperado). Es una taquería sin ningún mexicano a la vista pero seguramente en la cocina, porque sus tacos eran espectaculares: 




El primero, de camarones. Bien dicho: camarones. Por mucho que parezcan y tengan el tamaño de gambas, sabían como a camarones de La Isla. Que de eso algo sé. 

El segundo, no menos bueno: de carne asada y picante. 

Cervezas no menos buenas y los siete magníficos al rescate en la televisión. 



Que debería haberles llamado después del robo al que fui sometido en el Giant. Se trata de un italiano con miras muy altas y precios todavía más altos. Porque a ver: vale que por una pasta con bacon, gorgonzola y jalapeños te cobren 25 dólares sin que ningún ingrediente de postín justifique el precio. Estaba espectacular en cualquier caso y eso de estar a medio metro de donde lo hacen tiene su punto. Más duele que no se pueda pedir uno una cerveza a cinco o seis euros y evitar las copas de vino a 16 o 17 dólares porque las cervezas valían 15 también (y no eran especiales, que las he visto en otros sitios a eso, a 5 euros la botella). Ya puestos, descubro dos vinos italianos. 


Pero, pero, pero... Steve Mcqueen de mi vida. La foto engaña con las proporciones. 



¿Veis eso blanco de ahí? La Lonely Planet la recomienda encarecidamente: ensalada de cangrejo. La carta pone que el precio es según mercado. El tamaño es el de media cucharada de helado al estilo que los sitios viejunos ponen la ensaladilla cuarteada. Ensaladilla parece y ensaladilla es a fin de cuentas. Lo de atrás no son pretzels, sino patatas al estilo waffle (en congelados La Sirena creo que los venden) fritas. 

26 dólares uno encima de otro.  

Entre ensaladilla, pasta de universitario aventajado, vinos y propina, casi 100 dólares. 

Os pilla Yul Brynner y os arranca el pelo a jirones hasta dejaros como él. 

En fin, que había que bajar el disgusto. 



Esto otro se llama The Violet Hour. No tiene cartel ni señas. Tampoco luz (como veréis pronto en las fotos), por mucho que en la foto sí que haya solazo. El menú que he vinculado no tiene nada que ver con el que había. Ponen nombres originales y descripciones que se pasan de 'algo supuestamente divertido que no tiene demasiada gracia'. Una de las camareras también era de esas. Además de soltar una chapa de diez minutos sobre lo especiales que son.

Suerte que no tenía que ponerle cara de entenderla porque con la poca luz que había no me veía. 




El primer cóctel se llamaba 'As if'. Siendo andaluz, uno las palabra y así, así me quedé. El típico cóctel con voda y sabores afrutados. Casi de todo incluido en la Costa Dorada. El segundo tenía nombre que he olvidado pero hacía gracieta sobre la hombría de los hombres. Era su versión del old fashioned.

Pues vale. 

A esas alturas del día, con el cansancio del jet lag del día anterior, las caminatas interminables y el orgullo herido del bolsillo, ya me daba un poco igual todo. 

Todavía me cayó una tormenta de una hora (de la que me resguardé solo a medias) de camino al hotel.

Lo mejor era irse a dormir y despedirme de Chicago a la mañana siguiente en el Wildberry con unos bizcochitos con salchicha, huevos pochados, salsa de cerdo y patatas machacadas. 



Así sí.

Así se podía empezar la ruta. 

sábado, 7 de septiembre de 2024

¿Es esto América?


"El círculo se cierra", proclama entre orgulloso y nostálgico un sesentón en la cola de acceso al concierto que retoma, tras un parón veraniego, el Festival Outlaw que este año reúne sobre un escenario a dos leyendas de la música americana de casi el último siglo: Willie Nelson y Bob Dylan. Orgulloso porque aquí está, en Somerset, un adormecido pueblo en la orilla oriental del Mississippi, la que baña Wisconsin. No muy lejos (las distancias son tan eufemísticas por aquí) de donde nace el río madre que saja en dos (en tantos aspectos) el país, en la vecina Minnesota, con la Duluth dylaniana a unos 200 kilómetros también río arriba. Nostálgico, porque le comenta a otro sesentón que va con bastón y el pie escayolado que casi no recuerda el concierto de John Mellencamp (el tercer grande de hoy) del que luce camiseta (gira de 2005) de lo borracho que iba; que hoy ni eso, que tendrá que conducir. Orgulloso porque aquí está, en efecto, junto a miles de personas que forman un público que, si hay que ponerse a hacer una media de edad, difícilmente baja de 50 años (y soy generoso, que por debajo de 25 he visto a un par, entre miles y miles de gorras, algún sombrero vaquero, mucha bota vaquera, un solo joven de color, ningún asiático y a saber si algún hispano no muy oscura la piel). 

Nostálgicos casi todos, porque, como Nelson (91 años) o Dylan (83) la edad aprieta. El orgullo es llegar hasta aquí sabiendo que el fin se acerca.

Eso será cuando tenga que ser. Que se lo diga a la pareja (en efecto, por encima de 60) que, pocos minutos antes de arrancar el festival, baila en un pasillo junto al control de sonido el 'On the road again'. Y la sonrisa que lucen constata que tanto que siguen. 

Antes de empezar



Al poco, incluso unos minutos antes de hora fijada (las viejas -dicho lo de viejas como adjetivo descriptivo ineludible- glorias tampoco están para terminar esto a medianoche), toma el escenario Southern Avenue, un grupo formado en su mayoría por lo que podrían ser nietos. Blues, pop, gospel, toques sureños por todos los costados (el nombre no engaña) con una solista potente al estilo de las antiguas estrellas de color de... claro está, el sur. Suenan demasiado bien para el caso que le hace la concurrencia de la que se ganan su respeto poco a poco, con cierta displicencia de quien ha visto tanto. Pero se lo ganan. Incluso aplauden algo. 

La energía, que nunca se destruye. 'No te rindas', cantan en su última canción y pretenden (sin mucho éxito, como cada vez que la solista toca palmas para que le sigan) que el público los coree. Que viene John, maja. Ya tendrás tu oportunidad. 

A ser posible sin el sol en la cara. Para cuando arranca, el atardecer se recuesta sobre el Mississippi y sobre la loma donde los que compraron las entradas más baratas asisten al concierto como en un día de playa caletera, de Cádiz Cádiz: sillita plegable (alquilada a la entrada, que de casa no se podía traer) y manta en vez de toalla, que esto es casi Canadá en altitud; luego, al caer la noche, los termómetros se hunden por debajo de los diez grados.

Con la humedad que adereza el Mississippi aquí cerca. 

No manta, aquí faltan fogatas.

De calentar al respetable se encarga John Mellencamp. No es un crío tampoco, con los 72 años que le contemplan. Y es salir en tromba la banda arañando guitarras y machacando la batería y más de media audiencia se levanta brazos en alto. Habrá mucha camiseta de Nelson, algunas de Dylan, pero aquí se baila cuando Mellencamp lo dice. ¿Lo que decíamos de la energía? Como si las 10.000 personas del prado se la hubieran transmitido. Canta todos sus clásicos (digo yo que lo son por las reproducciones de YouTube de las que reconozco) y, hacia el final, antes del bis de regalo, se pone a versionar su propio clásico, 'Pink houses', en la que repite si esto no es América, hablando de gente humilde que lo pasa mal, de los suburbios de color y él añade a mexicanos e hispanos. 



Dos metros a mi espalda, un hombre entre la generación de Nelson y Dylan (digamos que 88 años), mira con cara de circunstancias la olla en ebullición en la que se ha convertido el recinto. Lleva una gorra de Trump y, cuando acaba Mellencamp, aplaude educadamente en pie. 



Lo bueno es bueno y hasta el concierto llegan los vientos electorales. Junto al anciano republicano, y mientras me comía el atasco camino al aparcamiento, un tipo en el arcén sostiene una bandera americana y un cartel que, en la distancia, creía yo que era de la organización señalando el camino. No. O sí, señalaba otro camino, que es el del voto para Kamala Harris. Nadie le pita, nadie le hace un mal gesto. Ni bueno. 

La política baña los jardines y los sembrados por todo Wisconsin (en 2020 ganó Biden, pero en 2016 Trump rompió una racha demócrata que venía desde Reagan, a principios de los ochenta). Cuanto más se va a las ciudades, más azul (aclaremos que el azul es demócrata y el rojo republicano); cuanto más se adentra en la campiña, rojo. 

En una ciudad industrial a a la vera del río en Minnesota creció Dylan. El Premio Nobel de Literatura es como es y no es casualidad que tarde casi tres cuartos de hora en montar su piano tras el huracán Mellencamp. Hay que templar los ánimos en el intermedio. Vaya si lo hace. Cuando lleva dos canciones, medio auditorio aprovecha para irse al baño, rellenar las cervezas y los infames cócteles con fresa o melón, o pillar algo de comer en el centenar de tenderetes que rodean el recinto. 

Al principio, le falla la voz, hasta que logra calentar más adelante. No le resulta sencillo, inaugurando su puesta en escena con una rareza como 'Silvio', una canción de los 80 muy rápida y que exige vocalmente. A continuación, da las buenas noches como canta, rota la voz y entre murmullos desde su piano del que no se levantará. Tras el despliegue blusero, toca frenar y elige 'Shooting star', más reconocible por algún asistente, pero que avisa de que será un concierto calmado y a lo suyo. La banda, como siempre, embellece y eleva lo que masculla el jefe y hay quien baila las baladas amargas de Dylan (iría con unos pocos de esos vodka con sandía encima). Casi nada de clásicos indiscutibles, excepto un par en la recta final (el primero, el mejor momento de la noche y el segundo, para cerrar repertorio): 'A hard rain's a-gonna fall' y 'Ballad of a thin man'.

Con la última, característica por su insistente 'Do you, Mister Jones?', Dylan debe de recordar que está muy cerca de casita y se recrea al estilo vocal de Minnesota pronunciando 'Duya' ostensiblemente.  

Es el momento que casi parece humano. 

Es Dylan. 

Aquí no hemos venido a pasarlo bien, sino una noche con Dylan. Si te gusta, tienes (tengo) mucha suerte. 

Si no, pues aprovecha para comprarte unas alitas de pollo. 

La euforia es cosa de la familia Nelson. Willie supera los noventa años y también le cuesta cantar. Casi recita, como el bisabuelo (o tatarabuelo, no sé) que es, su clásica versión del 'Whiskey river', durante la que tarda dos minutos en quitarse el sombrero vaquero y lucir su inconfundible badana roja en la frente. A las tres canciones y media, deja los trastos en la familia y descansa para reponer fuerzas y regalar a la audiencia con su 'On the road again'.




Ah... de esto iba este blog. De carretera. 

De eso hablaré mañana, que arrancó la ruta en mi mañana de viernes (tarde noche en España), pero con eso de ir pillado para llegar al festival tuve que escribir crónica desde los interludios de los conciertos y este sábado. 

Prometo fotos de comidas para compensar.   

Bueno, vale. Os dejo el bocadillo y la cerveza que me tomé en el aparcamiento del festival, donde había decenas de coches abiertos con asistentes haciendo botellón antes de entrar. 



PS: No exagero tampoco si digo que la media de personas que sacaron su móvil para hacer foto o grabar un vídeo era de una por cada 500 asistentes. Y un par de segundos, nada de estar todo el concierto grabando. Yo fui de los que grabó algo, lo admito. Pero dos momentos de 30 segundos. 

martes, 18 de junio de 2024

Siete preguntas sobre 'Sangre Quemada'



Con eso de andar siempre comparando todo con echarse a la carretera, esto de publicar una nueva novela podría definirse como un nuevo regreso al volante. Es el sexto en diez años, si bien esta 'Sangre Quemada' que sale ahora a la venta (muy pronto, habrá novedades de presentaciones y disponibilidad para su compra) se parece más a una ruta recalculada; para los que solo se han guiado en su vida por el móvil, quizá habría que recordar que los viejos GPS y su Amparo -la voz femenina que nos perdía de vez en cuando también- recurrían a esa expresión cuando te pasabas la salida indicada. 

Quiero decir, y ya voy al grano, que esta novela fue escrita hace más de diez años, incluso antes de esas fechas de finales de 2014 en las que se publicó mi primera novela 'Una aventura pop'. Mucho ha cambiado desde entonces aunque poco en esta novela. Quizá le quité en la última leída antes de entregarla a la editorial dosis de edulcorantes a un final que se merecía ser agrio como el resto del relato. Pero, como decía, voy al grano de las preguntas y respuestas. 

1) ¿De qué va?

Esta es fácil. Hay una sinopsis que explica lo que tiene que explicar. Aun así, lo reduzco todavía más: un grupo de trabajadores recién despedidos de la fábrica en la que han trabajado toda su vida toma por asalto la única iglesia del pueblo para exigir que se les haga caso. El entorno es un pueblo al que podríamos ponerle la etiqueta de ser el más pobre de Andalucía. La fecha, lo peor de la Gran Recesión que arrancó en 2008. 

2) ¿Está basada en hechos reales?  

Sí y no. Muebles Sotillo no existe. Como tampoco Sotillo de la Frontera, el pueblo donde transcurre casi todo el libro. Ni siquiera la provincia donde se desarrolla existe como tal, vecina de Cádiz y Sevilla (según se dice). Pero está claro que el paisaje es un trasunto de Cádiz, desde la capital hasta el municipio protagonista, aunque este último sí es una invención completa incluso en lo geográfico. No es Puerto Serrano ni Jédula. Mucho menos tiene algo de San Fernando. Es Sotillo de la Frontera, un pueblo novelado y, como tal, con mucho de realidad y biografía personal en él. 

3) ¿Y los personajes son reales?

En absoluto. Son todos personajes de novela. Por lo tanto, pueden ser de absolutamente imaginados a un remedo en ciertos rasgos y actitudes de personas que he conocido. Pero sería absurdo buscar parecidos o coincidencias. No las hay. O las hay en cada momento. Lo que no existe es ajuste de cuentas con nada ni nadie. 

4) ¿Pero es realista?

No hay zombis esta vez, si eso es lo que se pregunta. Todo lo que se narra podría pasar (o haber pasado y jamás nos enteramos). La crisis que arrancó en 2008 se llevó por delante millones de empleos y todavía hoy vivimos las consecuencias (sin embargo, no he tocado nada desde que la acabé en 2014).

5) ¿Y negra?

Es muy oscura, pero no es de género neg

ro. Hay tiros, muertos y periodistas, con lo que podría correr el riesgo de encasillarla, aunque si tuviera que elegir un género sería más bien: denuncia social/periodística.

6) ¿Por qué esa estructura?

Eso de hacerme las preguntas tiene truco, lo sé. No contestando a mi propia pregunta directamente, esta vez el estilo es más directo, menos florido o discursivo que en otras novelas. Hay mucha ironía, aunque más amarga porque, como decía dos puntos atrás, intentaba ser realista. En cuanto a la estructura, por un lado es una novela coral, con capítulos cortos de personajes distintos (los secuestradores, periodistas, políticos, policías, familiares de unos y otros, empresarios) en los que se altena el 'Ahora', que es el secuestro en sí, y los 'Antes' y 'Después', donde se narra el pasado de unos y otros o los acontecimientos previos al secuestro o las consecuencias de todo ello. 

7) ¿Por qué Kaizen Editores?

Esta respuesta es un 'Muchas gracias'. Porque ellos confiaron en mí al poco de salir de la pandemia. Conocí a Daniel Lanza y a Javier Fornell también a finales de 2014 cuando, al mismo tiempo que me estrenaba con mi nueva novela, formaba parte de una antología de relatos de terror llamada '13 puñaladas'. Siguiendo el chiste fácil, entre el elenco de aquel libro han volado más de mil puñaladas por una u otra razón, pero el vínculo siguió con más de uno de aquella aventura. Ahora es un lujo participar de una editorial local, de Cádiz, que va poco a poco pero que ahí está, en las librerías de la provincia y cada vez en más sitios. Así que termino de la única forma posible: Gracias, Dani y Javi.