sábado, 4 de agosto de 2018

Última hoja: un resumen imposible



(Nota previa: si quieres saber de qué va esto, lo explico más o menos aquí y las 
normas aquí)

Al dejar el coche, en Chicago, tras toda la ruta.

El Toyota Camry, antes de salir de Maine.


Un dato/hecho: 18.148,5 kilómetros (o 11.277 millas). Han sido los kilómetros que he hecho en coche entre el 5 de julio y el 2 de agosto... a los que habría que sumar, según la aplicación del móvil, algo más de 420 kilómetros andando (de los que unos 40 fueron en bicicleta por los dos tours en Chicago y San Francisco). 

Estados: Hay 48 estados agrupados en los USA (luego están Alaska, Hawai y Puerto Rico). En este viaje he tocado 41. Por abreviar, solo me han faltado los siete siguientes: Colorado, Kansas, Nebraska, Misuri, Oklahoma, Kentucky y Virginia Occidental (todos ellos agrupados en el interior). Aun así, en estos siete he estado en otras rutas, con los que sí, he tocado cada uno de los estados 'unidos'.

El motel Viking, en Detroit, con mi coche al fondo y algo de miedo en el cuerpo porque bueno, era un poco límite en todos los sentidos. No pasó nada, eso sí.

Una canción: '505', de Artic Monkeys. Porque, quitando a los Decemberists, es el grupo que más ha sonado en esta ruta y porque la cerré con un concierto en directo en Detroit (donde doblaba la media de edad de los presentes, pero bueno, la verdad es que estos chicos son un pequeño espectáculo, incluyendo aquí un homenaje a los locales White Stripes...) en la que uno de sus grandes momentos fue cuando tocaron esta 505. Además, canción de carretera (505 es un número de habitación) y sobre lo que esperamos o no al volver a donde sea que volvamos. 





Un libro: 'Bajo el volcán', de Malcom Lowry. Si no existiera Faulkner, sería mi autor preferido. También, si hubiera escrito algo más (apenas tiene media docena de novelas frente a las 40 obras maestras de Faulkner) quizá podría discutirle algo más. Esta obra, aun así, se codea con las mejores del autor sureño y está en mi top ten. Y no hay nada mejor que un volcán destacar lo más impresionante (no sé si lo mejor, es muy pronto para eso) de todo el viaje: los cien kilómetros de la Carretera del Colmillo del Oso, entre Montana y Wyoming, en las estribaciones del parque Yellowstone: cordillera de montaña, entre altos pinos, ambiente invernal en verano; alta sierra donde se cruza de un Estado a otro a más de 3.000 metros de altitud entre túneles de montículos de nieve hasta de 20 metros de alto en pleno julio; y leve descenso al valle que sirve de antesala del parque natural más inabarcable de los USA. Hay quien comenta que es la carretera más hermosa del país. Por lo que yo he recorrido, no lo niego.   



Una película: 'Amor a quemarropa', de Tony Scott. Sí: mi película más querida que, además, arranca en una Detroit que hace 25 años ya se describía como decadente y peligrosa. Hoy ha empeorado, aunque ha adquirido una especie de orgullo que la hace hermosa en su derrota (como una de esas familias caídas de desgracia de Faulkner, vamos) y se resiste a que la vituperen: su emblema favorito en las tiendas de regalos es 'Di solo cosas bonitas de Detroit'. Junto a Baltimore, sus calles están repletas de casas abandonadas y vagabundos, pero se resiste a morir. En los alrededores, humean y se oxidan durante treinta o más kilómetros a la redonda, las fábricas, muchas de ellas ya cerradas. El centro se obceca en ser un lugar amable (y lo consigue)... el problema es que el concepto centro suele ser muy reducido en los USA. Al ser mi último día de ruta quedó un poco olvidada y no, no se merece Detroit quedar fuera de esta ruta. 



Una comida/bebida: El desayuno de la casa del Blue Cannyon Grill, a las afueras de Cameron (Arizona), en la confluencia de la Desert View Drive, que viene del extremo oriental del Gran Cañón del Colorado y la Carretera 89 que va hacia el norte, hacia Utah. Pastelitos, salsa gravy, salchichas, bacon, patatas, huevos revueltos. Nada especial. Ni siquiera especialmente bueno. Lo elijo en un día de condecoraciones porque llevaba casi tres horas despierto: me levanté a ver amanecer en el Cañón, paseé por allí y por el mirador de Desert View, me comí un atasco (a las siete de la mañana, en efecto) por obras y llegué al fin a este bar en mitad de la nada (pero había un Burger King al lado), en pleno territorio navajo, donde las que servían eran navajos puros (la mujer de la caja me preguntó si quería una "bai", así pronunciado para referirse a una "bag") y me sentó como pocas otras comidas. De bien, digo. Es decir, la pongo como uno de esos momentos grandes sin ninguna razón de peso. Solo porque es un buen momento en la rutina de un viaje.

Una interestatal (la que cruza Seattle), desde lo alto.

Un error: El diseño de la ruta era demencial de origen. Una media de 700-800 kilómetros diarios da muy poco margen a detenerse a asimilar o profundizar. Está claro que hay decenas de rincones que se merecían más reposo y atención, en lugar de salir huyendo al siguiente punto. Si me arrepiento de algo es de eso... de la premura en todo lo que hacía... pero claro: si hubiera querido darle a cada lugar el tiempo que se merece hablaríamos de un viaje de dos o tres meses. ¿Si podría haber hecho algo distinto? Seguro, pero si quería darle toda la vuelta al país en 25 días (y pasar por algunos lugares irrenunciables que quizá me exigieron desvíos) pocas opciones tenía.

En cualquier caso, fuera un error de concepto o no, me siento afortunado de que no haya surgido ningún imprevisto. Más allá de las dos revisiones para cambiar el aceite (cada 5.000 millas saltaba el aviso), el susto que se quedó en anécdota del Policía que me paró en Arkansas, los inevitables atascos por obras (aunque tengo la sensación de que en esto también tuve suerte, ya que siempre me parecía que había muchos más atascos al otro lado de la carretera, en la dirección contraria) o la forma de conducir de ciertas zonas como Florida o casi toda la costa este en general. 

Lo dicho: suerte de que no pasara nada.  

La niebla y las nubes impidieron un amanecer claro en Gettysburg, pero no me quejaré de que haya niebla nunca.

Un descubrimiento: Ninguno de mis lugares sagrados me ha defraudado en el regreso. Ni Little Bighorn, ni Nueva Orleans, ni Oxford, ni las White Sands, ni las Badlands, ni Maine, ni Gettysburg. A todos ellos seguiría volviendo. De muchos no me quería ir. Tampoco otras repeticiones como el Gran Cañón o San Francisco defraudaron. Sin embargo, hablamos de descubrimientos y, como siempre sucede con las casualidades, se disfruta especialmente de aquello que no te esperabas. Fueron casualidades, y grandes hallazgos: 



-Las inmediaciones de Yellowstone y la carretera que le antecede en su esquina noreste. Ya lo he contado al principio del post, pero es que no pensaba acercarme porque exigía un desvío y lo hice por no decir que no he ido a Yellowstone. 



-La entrada oriental de las Badlands y el camino hasta la Pine Ridge Reservation. A mitad de camino en aspereza de su hermana mayor, las verdaderas Badlands, en este rincón aún se puede cultivar y ver árboles. Luego, en la reserva de los lakota, que es casi un desierto, se aprende la crueldad de la historia oficial hacia la que fue la tribu más poderosa hace menos de dos siglos.



-Montana: mi nuevo Estado preferido. Cielos inmensos, carreteras desiertas. Lo que uno piensa cuando piensa en un gran viaje por los USA. Al evitar los Kansas y Nebraska me aparté un poco de esta delicia particular de otras rutas de verme solo durante kilómetros y kilómetros en largas rectas, pero Montana ha cubierto el hueco. A eso hay que sumar que es donde me he encontrado a gente más maja. Y hace frío en verano y es donde son más razonables con las velocidades en carretera (en Texas pecan de irresponsables a veces con un exceso de permisividad). Y está Little Bighorn, y el azar me llevó por delante de donde pasó su última noche Custer de camino al cementerio. Yo creía que sería dura zona de paso y punto ciego de la ruta. Lo que decía de las sorpresas por casualidad.



-Joshua Tree: Estaba fijado en ruta y dormía allí a propósito. Ver atardecer y amanecer al día siguiente, sin embargo, superaron todas las expectativas. Lo único negativo, el ambiente algo viciado que existe en los pueblos colindantes, que tanto me recordaron a las viejas películas del oeste.



-Desert View, en el Gran Cañón: Mientras todos los turistas (porque es donde están los alojamientos) se apiñan en las zonas habituales, este rincón permanece casi vacío. Una pena descubrirlo por la mañana, porque las vistas del atardecer deben de ser insuperables (en la parte conocida, unas montañas tapan el ocaso). Además, eso de tener una torre que es lo más parecido a un faro que hay en miles y miles de kilómetros a la redonda...

Enorme suerte que desde la ventana del hotel en Chicago pudiera ver amanecer.
-Chicago: La segundona que ni siquiera es la segunda en cifras (por tamaño y población, Nueva York y Los Angeles están por delante). Ni falta que le hace serlo. Por un lado, es cierto que se nota cierto complejo en eso de reivindicarse en todo momento frente a las grandes metrópolis. Aunque quien no llora, no mama. Es una gran ciudad, pero su centro es fácilmente abarcable a pie; esa playa (de lago, sí, aunque tan inmenso que parece mar), esos paseos, ese museo, esos rascacielos, esos perritos calientes sin ketchup y con bastante verdura, esa vida, esa pasión (y hasta hace un año) maldición deportiva, esos trenes elevados, esas putas (con perdón) sirenas de emergencias a un volumen que incluso a un medio sordo como yo mareaban como pasaran cerca, esas cervezas artesanales, ese comienzo de la ruta 66, ese final o comienzo, no lo tengo claro, del Medio Oeste... Frente a la parafernalia peliculera, televisiva, popera que hacen de NY y LA (son las primeras hasta en eso, en tener siglas propias) un escenario donde todos sentimos haber estado alguna vez aunque sea la primera vez que las pisemos, Chicago atesora el encanto de la ciudad hecha a sí misma en mitad de la nada. Mira, como Estados Unidos.

PD: El béisbol. Todo un descubrimiento ir a ver un partido en directo... ¡Vamos, Cubs!    



-Donde nace el Mississippi: estaba previsto, sí. Una vez más, fue una suerte llegar sin apenas nadie alrededor, con el lujo de poder sentarme a solas y mojar los pies. 

En Montana, Maine, Michigan... y junto a Americanuty, claro...

Una imagen: Hacia el oeste, con el sol del amanecer en el retrovisor. 

A Oxford va mucha gente que se cree escritor.

Una historia: Ya no me queda mucho más que decir. Ahora mismo, unas 30 horas después de aterrizar en Madrid, apenas puedo aclararme y, mucho menos, resumir un viaje de estas dimensiones. Por experiencia de otros años, sé que solo el paso del tiempo situará cada experiencia o momento en su sitio. Aquello que dije en uno de los primeros días, cuando hablé de sufrir el síndrome de Stendhal antes de entrar en Yellowstone, se puede hacer extensible a toda la ruta. Demasiados momentos, demasiados lugares, demasiadas sensaciones, demasiadas historias. Solo lamento que mucho de ello se perderá sí o sí porque no se puede recordar todo. Guardo, por un lado, 3.500 fotos realizadas en este mes y los textos de este blog y alguna nota (pocas, para lo que daba de sí). Pero sé que mucho se perderá como la niebla mañanera del Pacífico norte o de Maine, del Mississippi o de Montana. Es lo único que lamento ahora. 

Aun así, algo perdurará de lo mejor o, si perdura sin que yo sepa muy bien por qué, será por algo. 

Lo que sí es seguro es que no dejaré de volver de una forma o de otra (ahora mismo, se me hace complicado pensar en superar esta ruta) y que solo el tiempo me demostrará todo lo que he aprendido o conocido o descubierto o recuperado o dejado atrás. Y no hablo solo de lugares o kilómetros. 

Ya sabéis, historias o historias dentro de otra historia que dan pie a otra historia.

Ah: muchas gracias por acompañarme. 

Nos vemos en la carretera.