martes, 11 de noviembre de 2014

Leyendas rotas



¿Oís eso?





Gracias, Fernando Navarro. Gracias por Acordes Rotos. Gracias por la Ruta Norteamericana. Gracias por Elliot Smith y por Alex Chilton. Por Thunders o Chesnut.


Ya sea con la literatura, con el cine (y las series, ese hermano menor insolente que reta al primogénito de un tiempo a esta parte) o con la música, llega un momento en el que quieres más y tu propio horizonte te limita. Pides consejos, tiras del hilo de aquel autor, de lo que le gustaba, de quién aprendió a escribir o rodar, buscas caras B o directos inverosímiles. Pero todo (incluso los amigos a quien recurrir) tiene sus límites.


Entonces llegan las casualidades. Por lógica interna de este blog (carreteras, música, cultura pop –que no música pop a secas-, Estados Unidos...), el de de Fernando Navarro era, como él mismo define a sus invitaciones, una parada para repostar obligatoria. Cada entrada se convierte en un nuevo cruce de caminos, en un intermitente que pones hacia algún asfalto en primera impresión polvoriento pero definitivamente sorprendente.  


Aunque yo he venido a hablar hoy de su libro.


Acordes Rotos. Retazos eternos de la músicanorteamericana repasa la vida de 33 (como la velocidad de los viejos long play) genios indiscutibles, más o menos conocidos, pero todos ellos imprescindibles para entender el siglo XX de la música americana (y todos sabemos que si hay algo en lo que ha conquistado Estados Unidos al resto del mundo es en el Reino de la Cultura). Lo hace sin aspavientos culturetas (pero con un envidiablemente inmenso conocimiento de causa), en formato blog: apenas tres páginas de papel por personaje, aunque te quedes con ganas de 30 páginas más en cada caso; incluso aprovecha las circunstancias vitales de según quién para hablar de la sociedad americana de aquellos años (Gran Depresión, lucha contra segregación racial, contracultura hippie, guerra fría y hasta el germen de la crisis actual). Porque el artista es el artista y es su entorno, por mucho que uno de los rasgos del malditismo esté en la incapacidad para asumir la vida que te ha tocado vivir.


Hay nombres universales (Marvin Gaye, Buddy Holly, Charlie Parker) a los que la muerte calló (y les cayó) jóvenes (alguno se calló y cayó él mismo) y hay un puñado que moriría a edad de abuelo, aunque pobres, incomprendidos y arrasados por los excesos. También por el exceso de soledad, que puede ser más peligrosa que el alcohol o las drogas.

Hay también gente como Jeff Buckley, cuyo Grace (el álbum al completo, pero en concreto la canción homónima) sonaba en la radio del coche cuando tomamos aquella curva y apareció en el horizonte, como un montón de trastos abandonados por dios en la alfombra del desierto,  Monument Valley...




El perro sólo dormía, al tibio sol de un mediodía de septiembre.
O Robert Johnson, aquel tipo que inuaguró el club de los 27 (sí: el de Kurt Cobain y Amy Winehouse, jóvenes; pero el de Brian Jones, Hendrix, Joplin, Jim Morrison...) y que le vendió el alma al diablo con tal de inundarse del espíritu de ese blues que oía todas las noches en la Dockery Farm
  
Da igual los nombres: al terminar cada capítulo… miento: al mismo tiempo que lees cada capítulo, tienes que contenerte las ganas de ir a buscar esa canción o ese disco y constatar su grandeza. Porque sí, puedes conocer el Everyday o el Peggy Sue de Buddy Holly; puedes haber oído la leyenda de cómo murió en el mismo avión que Ritchie Valens (el de La Bamba) e inspirar aquel día que la música murió (American Pie: la canción, no la película, por dios). Puedes saber todo eso. Pero vas a descubrir (siempre hay universos nuevos por descubrir: siempre) mucho más de cualquier mito y, desde luego, se te van a abrir las puertas de una treintena de leyendas. Y, en cuestión de leyendas, hay que hacer caso a esa sentencia del Hombre que mató a Liberty Valance: "This is the West, sir. When the legend becomes fact, print the legend".


Porque todos son leyendas. Leyendas rotas, las más universales de su especie, a las que nadie ni nada silenciará su eco. Y todos son indispensables para entender a los Beatles o a los Rolling, a Dylan y Springsteen, a los Who o a Pink Floyd, a los Sex Pistols y los Clash, a los U2 y REM, a los Strokes y Wilco, a los Artic Monkeys o los Black Keys. A Antonio Vega y a Quique González (quien también por cierta lógica aplastante tenía que escribir el prólogo).


Siendo pedante, todos son indispensables para entenderse a uno mismo... que es de lo que va la música, la literatura, el cine: las artes.


Corre, lee, escucha, imagina.


Vuelve a imaginar.

     



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