(Nota previa: para un análisis a fondo y documentado sobre la serie -y muchas más., mejor os desviáis hacia este blog)
No hace mucho tiempo… o sí: hará este otoño 25 años nada menos… la Gran Vía de Madrid estaba repleta de grandes cines con varias plantas de altura (yo vi una película una vez desde el piso 9), monumentales teatros centenarios con cartelería gigante en sus fachadas; como buen provinciano recién aterrizado en la capital, se me caía la baba con los Kevin Costner o Tom Hanks de 40 metros por 40 metros (medio campo de fútbol) de tamaño y pintados por un gremio sobre el que me pregunto qué habrá sido de ellos ahora que todo es serigrafía.
Bueno, quizá se me caía la baba más
con las Meg Ryan de ese tamaño.
También se me caía la baba en el
interior de las salas, de sillones rojizos, mullidos, entre balconería y pedrería
de imitación, en penumbra entre ese olor antiguo de cine veterano que no me
voy a molestar en describirlo porque solo los que lo han olido saben lo
maravilloso que es. Salas donde, en la primera sesión de tarde, apenas se entrevían
a señoras mayores en visones (seguramente, de imitación también; todo era una
imitación) y caballeros de gabardina y traje de lana gruesa; hace 25 años, el
frío en Madrid llegaba ya en octubre y, por lo tanto, los recuerdos de mis
primeros cines madrileños son de chulapos ancianos bien abrigados.
Hace 25 años, la acera de los
impares de Gran Vía (la más cercana a Sol) era la acera del Madrid Rock (sí, queridos jóvenes:
había tiendas de tres plantas que solo vendían discos) y la otra, la de la Ser.
También se reconocían los distintos puntos de la Gran Vía en función de sus
cines. Hoy, quedan tres como tales (Callao, Palacio de la Prensa y Capitol),
otros siguen ejerciendo de teatros (aunque para musicales) y otros tantos se
han convertido en multinacionales de ropa.
También hay edificios
clausurados, incluso en plena Gran Vía, que no han reabierto en ninguna condición
posible pese a los años transcurridos desde su cierre como cines. Está –o estaba-
el Rex, junto al Capitol, donde podías ir a ver los grandes estrenos cuando
estaban a punto de quitarlos de la cartelera, el cinecito –porque era uno
pequeñito, coqueto- de las últimas oportunidades; y, en el número 35 (impares:
la acera del Madrid Rock; en este caso, al poco de salir de Callao y enfilar
hacia la Casa del Libro), el Palacio de la Música, con tres salas a cada cual más
enorme y, por lo tanto, tres grandes cartelones con las estrellas en vívidos
colores.
Allí, a mediados de noviembre del
año 1993, en una sesión de las cuatro de la tarde, entre señoras de collares
ruidosos y toses de señores que fumaban tabaco negro, me metí (en efecto, iba solo al cine porque tenía tanta ansia de ver todo lo que ponían que no podía esperar a ir acompañado) a ver una película
porque me sorprendió el elenco de estrellas que se anunciaban en su carátula:
Brad Pitt, Gary Oldman, Val Kilmer, Dennis Hopper y Christopher Walken y, como protagonistas destacados (los más desconocidos), Christian Slater y
Patricia Arquette. La película (para los que me conocen es casi evidente desde
el título del post) era Amor a quemarropa (True Romance). Dirigida por el
hermano bueno de los Scott (para mí, Tony era mejor director que Ridley, lo siento)
y con un guion de un tal Quentin Tarantino, quien con el dinero que cobró por él,
pudo rodar su primera película, Reservoir Dogs.
A esas alturas de mi vida (a los
18 años te crees que lo has vivido todo), me creía un amante del cine. Pero
Amor a quemarropa me demostró cómo de grande podría ser el amor verdadero (y no
farolero, como dicen en otra película que no hace falta que os señale).
¿A qué viene todo esto? A que, 25
años después, y también tras casi una década de seguimiento de series, me he
topado con una digna sucesora de Amor a quemarropa en la pequeña pantalla (o
grande, porque en proporción a mi casa, mi tele es grande). Se ha comparado ya
mucho The End of the F***ing World a True Romance. Más allá del argumento, la serie toma prestado mucho más que la sinopsis básica (pareja de incomprendidos
comete crímenes casi sin pretenderlo y huye de todo y todos). Es un homenaje constante.
No voy a detenerme en todos ellos
(la camisa rojiza con motivos cantosos del chico, la chica de rubio artificial,
el tratamiento de la música, cabinas telefónicas solitarias en medio del páramo, el humor
negro, el final en una playa, el destino fatalista de los perdedores). Quizá sí
en lo esencial: es la serie de adolescentes más realista que he visto en mi
vida (pese a ir de crímenes, atracos, persecuciones…). Porque los protagonistas
son verídicos en su obvia exageración alegórica. Son apenas 160 minutos (ocho
capítulos de unos 20 cada uno; una película larga) a un ritmo frenético en la
acción y en las cargas de profundidad que va soltando por el camino como quien
no quiere la cosa.
Al final, no es más que una
historia de amor. La crítica soterrada a las nuevas tecnologías apuntala el
conjunto: lo primero que vemos de Alyssa, la protagonista, es que destroza su móvil
e insulta a una compañera de instituto porque le acaba de mandar un mensaje por
el móvil cuando ambas estén sentadas una junto a la otra; el chico de la
gasolinera, un solitario llamado Frodo (¿de verdad te llamas Frodo?) es incapaz
de transgredir con algo más contundente que beberse de un trago una botella de
leche porque tiene la imaginación amputada; el protagonista es un psicópata que mata animales, sueña con dar el paso a los seres humanos y metió la mano en una fredidora de aceite hirviendo porque es incapaz de sentir nada. La imaginación, la aventura, el riesgo, en todo este entorno,
como sinónimos de los sentimientos puros. De vivir. Porque de eso va la serie,
de la necesidad de todo ser humano de sentirse querido y de amar; de lo capaces
o incapaces que somos para el amor.
Que todo eso es un lío monumental cuando se
tienen 17 años es el punto de partida.
25 años después, como corroboran también todos los adultos de la serie en segundo plano, en las mismas seguimos.
Así que no me preguntas qué serie
veo ahora. Estás tardando en ver esta. Y saber de qué va eso del puto amor
entre humanos.