Aquí empezó mi última borrachera.
El 'qué' es un Bulleit, un whiskey de Kentucky con sabor a frontera de cuando no había fronteras en las praderas infinitas.
El 'cuándo', una calurosa tarde (al cambio, una vez descontado el efecto de la humedad, por encima de los 45 grados) de julio de 2015.
El 'dónde', Nueva Orleans, entre calles con marchamo borbónico, cerámica talaverana y hedor a ese cóctel de alcohol derramado, orines, vómitos, lejía aguada, lluvia sobre el polvo e ilusión que disfraza la verdadera esperanza de sobrevivir a lo que nos echen encima (y que es el auténtico cóctel definidor de la ciudad, su derrota imposible).
El 'quién', yo mismo, emulando a aquel William Faulkner que encubara su carrera literaria en los recovecos de muerte y resurrección del viejo barrio francés, entre bailes desesperados de esclavos irreductibles en los arrabales de fango, inundados cada vez que a la lluvia le da por recordarnos que nos puede ahogar a su antojo.
El 'por qué' nunca se explica del todo. Ni antes ni después. Al igual que el pasado nunca muere porque ni siquiera ha pasado (otra vez le robo a Faulkner, quien enlazó borracheras hasta el último trago un 6 de julio como hoy), resistimos por razones que nos llevamos toda la vida buscando entender.
Eso es el futuro: seguir buscando, resistiendo quizá. Con el pasado a cuestas porque, recordemos o no, queramos recordar a o no (y en eso las borracheras son metáfora perfecta: aunque olvidemos lo que hicimos, hicimos lo que hicimos), el pasado existe. Nos existe.
Imagen de Rowan Oak, residencia durante casi toda su vida de Faulkner, en Oxford, Mississippi. |