Los
árboles no crecen en Little Big Horn.
Ya
no.
Pero
hubo un tiempo que sí. Quedan sus esqueletos, se disuelve su memoria tras cada
amanecer que se despereza sobre las llanuras de Montana, en el rincón al
sureste del Estado por el que se arrastra el arroyo que da nombre al campo de
batalla.
Por
interés puramente narrativo, podría decir que los árboles dejaron de crecer el
26 de junio de 1876, cuando un puñado de tribus lograron superar sus odios
fraternales y se unieron en contra del enemigo blanco y rubio: el general
George Armstrong Custer.
Hace
125 años de aquello y hoy ya no crecen los árboles en el lugar donde los
Estados Unidos sufrieron su primera derrota en suelo propio. La frase queda
bonita pero es falsa: sí, es cierto que la batalla sucedió muchos años antes de
Pearl Harbour y aún muchos más del 11 de septiembre, pero aquella tierra no era
americana. Aquella tierra pertenecía a los bisontes y al viento y al agua y al
cielo.
En
todo caso, podría aducirse eso tan demagógico de que los indios son más
americanos que los americanos que vinieron luego y que tenían más derecho para
vivir en ella. Que no puede atribuirse la nacionalidad aquel que se la usurpó a
quien la ocupaba antes.
Bueno,
es una opción.
Al
menos, los indios vivieron durante siglos sin extinguir al bisonte ni envenenar
los ríos ni socavar las montañas. Ellos cazaban y vivían y morían.
Y
ganaron, en aquel 25-26 de junio, al Séptimo de Caballería. Ganaron para perder,
porque su única victoria fue el prólogo de su derrota definitiva. Tras aquella
jornada de gloria, dio comienzo el infierno definitivo, el pogromo de una
especie a la que reservaron pues eso, una vida en la reserva y poco más.
La
batalla de Little Big Horn, Hollywood mediante, se recuerda como un canto al
heroísmo. Hoy, en el lugar donde 268 casacas azules murieron (las estimaciones
de las víctimas indias nunca son exactas, se habla de entre 30 y unos 130, una horquilla insultante en su mera amplitud), las
lápidas de unos y otros comparten suelo agostado entre yerbajos quebradizos;
las placas conmemorativas nombran a los oficiales y soldados y honran
anónimamente a los innominados sioux; la proyección de un vídeo relata de forma
cruda lo que es crudo: la barbarie de la guerra, la sed de venganza de Custer
que le lanzó a su última trampa.
Custer
fue todo lo contrario de un héroe. Era un asesino. De haber existido los
tribunales internacionales de Derechos Humanos lo habrían juzgado por matar a
niños, mujeres y ancianos desarmados. Puesto que así ganaba Custer las batallas en las
Guerras Indias: lanzaba de cebo a un grupo de los suyos para atraer a los
guerreros y él atacaba con el grueso de su caballería los poblados
desguarnecidos. Luego, los guerreros indios, viudos y huérfanos, sin hijos a
los que explicar el capricho de los vientos, se rendían rápidamente.
Little
Big Horn es hoy un Monumento Nacional perteneciente a la Red de Parques
oficial de los Estados Unidos. Allí dejan claro a quien quiera entender el tamaño del oprobio,
incluso dejando un hueco nostálgico a la forma de vida pura y respetuosa con la naturaleza de los
sioux. Hay monolitos para unos y otros; hay recuerdos para todos, hasta para
los caballos que destriparon ambos bandos para improvisar trincheras de carne.
Hay
respeto por el pasado, por los ancestros y por lo que significan en este paso
por el mundo bajo los cielos, entre los vientos, sobre los valles.
Hay
cierto sentido de cierre en mi caso, algo así como que no importa tanto ganar
una batalla porque tu primera victoria puede ser también la última. Importa,
siempre, cómo afrontas la batalla.
Pero
esa es otra historia.
En
Little Big Horn no hay árboles porque cuando la sangre sustituye al agua bajo
la tierra no merece la pena vivir.
Hay mucho recuerdo. Que es lo que siempre queda.