domingo, 26 de junio de 2016

Los árboles no crecen en Little Big Horn



Los árboles no crecen en Little Big Horn.

Ya no.

Pero hubo un tiempo que sí. Quedan sus esqueletos, se disuelve su memoria tras cada amanecer que se despereza sobre las llanuras de Montana, en el rincón al sureste del Estado por el que se arrastra el arroyo que da nombre al campo de batalla.

Por interés puramente narrativo, podría decir que los árboles dejaron de crecer el 26 de junio de 1876, cuando un puñado de tribus lograron superar sus odios fraternales y se unieron en contra del enemigo blanco y rubio: el general George Armstrong Custer.



Hace 125 años de aquello y hoy ya no crecen los árboles en el lugar donde los Estados Unidos sufrieron su primera derrota en suelo propio. La frase queda bonita pero es falsa: sí, es cierto que la batalla sucedió muchos años antes de Pearl Harbour y aún muchos más del 11 de septiembre, pero aquella tierra no era americana. Aquella tierra pertenecía a los bisontes y al viento y al agua y al cielo.

En todo caso, podría aducirse eso tan demagógico de que los indios son más americanos que los americanos que vinieron luego y que tenían más derecho para vivir en ella. Que no puede atribuirse la nacionalidad aquel que se la usurpó a quien la ocupaba antes.

Bueno, es una opción.



Al menos, los indios vivieron durante siglos sin extinguir al bisonte ni envenenar los ríos ni socavar las montañas. Ellos cazaban y vivían y morían.

Y ganaron, en aquel 25-26 de junio, al Séptimo de Caballería. Ganaron para perder, porque su única victoria fue el prólogo de su derrota definitiva. Tras aquella jornada de gloria, dio comienzo el infierno definitivo, el pogromo de una especie a la que reservaron pues eso, una vida en la reserva y poco más.

La batalla de Little Big Horn, Hollywood mediante, se recuerda como un canto al heroísmo. Hoy, en el lugar donde 268 casacas azules murieron (las estimaciones de las víctimas indias nunca son exactas, se habla de entre 30 y unos 130, una horquilla insultante en su mera amplitud), las lápidas de unos y otros comparten suelo agostado entre yerbajos quebradizos; las placas conmemorativas nombran a los oficiales y soldados y honran anónimamente a los innominados sioux; la proyección de un vídeo relata de forma cruda lo que es crudo: la barbarie de la guerra, la sed de venganza de Custer que le lanzó a su última trampa.

Custer fue todo lo contrario de un héroe. Era un asesino. De haber existido los tribunales internacionales de Derechos Humanos lo habrían juzgado por matar a niños, mujeres y ancianos desarmados. Puesto que así ganaba Custer las batallas en las Guerras Indias: lanzaba de cebo a un grupo de los suyos para atraer a los guerreros y él atacaba con el grueso de su caballería los poblados desguarnecidos. Luego, los guerreros indios, viudos y huérfanos, sin hijos a los que explicar el capricho de los vientos, se rendían rápidamente.

Little Big Horn es hoy un Monumento Nacional perteneciente a la Red de Parques oficial de los Estados Unidos. Allí dejan claro a quien quiera entender el tamaño del oprobio, incluso dejando un hueco nostálgico a la forma de vida pura y respetuosa con la naturaleza de los sioux. Hay monolitos para unos y otros; hay recuerdos para todos, hasta para los caballos que destriparon ambos bandos para improvisar trincheras de carne.

Hay respeto por el pasado, por los ancestros y por lo que significan en este paso por el mundo bajo los cielos, entre los vientos, sobre los valles.

Hay cierto sentido de cierre en mi caso, algo así como que no importa tanto ganar una batalla porque tu primera victoria puede ser también la última. Importa, siempre, cómo afrontas la batalla.

Pero esa es otra historia.




En Little Big Horn no hay árboles porque cuando la sangre sustituye al agua bajo la tierra no merece la pena vivir.

Hay mucho recuerdo. Que es lo que siempre queda.