jueves, 5 de septiembre de 2019

Cuatro formas de empezar

Un final que sí fue: las dos últimas hojas manuscritas por Twain con las que termina Tom Sawyer.

Uno puede tirar de frases bonitas, que parecen redondas porque suenan bien y tal, pero no, en el fondo son pamplinas que se quedan en una cosita resultona. De hecho, yo iba a arrancar con algo así como que en los viajes el comienzo es lo único que sabes cómo va a ser. 

Pues no. 

Aquí van cuatro arranques diferentes o, dicho de otra forma, variaciones sobre lo que se piensa que será una cosa y termina siendo muy distinta: 



El que me hizo pensar en la frasecita: Estaba yo desayunando en el Lou Mitchell de Chicago cuando se me vino a la cabeza la tontuna. Estaba yo, en efecto, y durante más de media hora solo un cliente más, un poli de Chicago. De seis a seis y media fuimos los únicos clientes de un local en que se ha hecho tanta cola a lo largo de la historia que es famoso porque regala agujeros de donut a los clientes que tienen que esperar. Aunque ese es un detalle. El sitio, un diner de los que encuentras en la América profunda de los pueblos que votan a Trump y de las carreteras con una gasolinera, una vía del tren y un puñado de vacas (ni el Mcdonald's llega a ellos), es famoso porque dicen que quien se lanza a la Ruta 66 es donde desayuna antes de quemar asfalto. Incluso es una especie de Lugar Histórico Nacional reconocido por Washington. No en vano, la carretera más famosa del mundo comienza unas pocas manzanas más al Este, a los pies del lago y no ha pasado ni un kilómetro cuando tiene su garito de referencia para coger fuerzas. 

Así que pensé en eso, en que los viajes nunca se sabe cómo terminarán. Sí como empiezan. 

Ya. 



He probado desayunos mucho mejores. Huevos revueltos, no sé (dicen que en el Lou, que cumplirá cien años en un par de vueltas de calendario, son su especialidad), porque no recordaba yo que un huevo sabía a algo después de lustros comiendo del Mercadona o del Dia. 

En Hannibal construyeron un faro con el centenario de Twain en homenaje por ser la luz para todo el pueblo. Es de pega, porque no alumbra ni se ve desde el río, pero es mono.

El de la incertidumbre: Fue salir del Lou y se fueron torciendo las cosas. Había pedido el coche de alquiler para las siete en punto, nada más abrir la oficina. Lo recogí a las nueve, después de que tardaran casi dos horas en acatar que la única forma de arreglar un problema informático en este mundo pasa por apagar y encender de nuevo todo.

Más allá de la gracieta, el retraso añadía un problema a mi primera jornada de carretera, con más de 650 kilómetros por delante, y a la que había añadido 100 kilómetros extra sobre lo previsto nada más despertarme. Resulta que hoy jueves (para ceñirme a mi horario) duermo en Hannibal, al norte de Missuri, porque allí vivió su infancia y adolescencia Mark Twain (ya estuve en 2013), pero me dio por trastear qué se puede hacer aquí y me enteré de que Twain no nació aquí, sino en un pueblecito a unos 60 kilómetros al este. Y que hay un museo y poco más. Pero que fue donde nació el que considero mi medalla de plata literaria. Así que me he empeñado, pese al retraso de salida, en sumarme asfalto a la jornada inaugural. 

La casa donde nació Twain, metidita en un museo madero a madero.

El fantasma: No son pocos los documentos que señalan que Twain (o Samuel Clemens, si somos pulcros) nació en Hannibal cuando a este pequeño y soñoliento pueblo a orillas del Mississippi (y frontera con Illinois) se mudó a los cuatro años. Hasta esa edad, el escritor vivió a la vera de otro tipo de agua, el de un lago un poco más al oeste en otra localidad minúscula con nombre dorado: Florida. Allí nació en una cabaña de dos habitaciones que los brutos de Misuri han decidido meter toda ella dentro de un museo (y así digo yo que se ahorran apechugar contra los elementos y su mantenimiento). Poco más queda en esa zona, a la que no acceden ni coches ni prácticamente nadie. Es verdad que en Hannibal fue donde Twain se hizo un niño y un adolescente y de sus aventuras junto al río madre le vino la inspiración para Tom y Huckleberry. 



Sin embargo, Florida da pena: hoy no vive nadie oficialmente (algún coche se ve) en su término municipal abandonado y el deterioro viene de lejos: ya a principios de los 60, viendo que el pueblo era cada vez más fantasma decidieron quitar la escultura y dejaron el murete. 



De noche, tiene que dar un poco de miedo aquello... sobre todo, porque no hay más que una carretera mal asfaltada para entrar y salir. Al otro lado, solo hay bosque y agua.

El agua: Terminemos, ahora sí, como tendría que haber empezado: con Twain. Decía uno de esos tipos que demuestra que el ingenio siempre estuvo ahí y no lo inventaron las redes sociales que sus libros eran como el agua y el de los grandes genios como un buen vino y que él era afortunado porque todo el mundo bebe agua. 

La casa donde creció Twain en Hannibal, hoy museo y con un cubo de pega junto a la valla en homenaje a Tom.

No obstante, con el Mississippi tan cerquita conviene no hacer muchas gracias líquidas. Andaba Hannibal orgullosa de cumplir este 2019 sus 200 años de historia, con homenajes a sus combatientes de todas las guerras nacidos en sus calles y con una multiplicación de actos en torno a su hijo predilecto. Y llegó la naturaleza y a finales de mayo se hartó de quedarse en su cauce y provocó una de las mayores crecidas en muchas décadas. Se llamó a todos los habitantes de la ciudad y del condado, a la Guardia Nacional y hasta a los presos de una cárcel cercana. El dique aguantó y la crecida no inundó el pueblo, situado ligeramente por debajo del nivel del río si el agua hubiera saltado la barrera. Un par de meses después, los carteles de agradecimiento más grandes no son a los soldados sino a todo el que ayudó para retener la crecida.

Al menos, esa historia no acabó del todo mal.


La estatua de Twain al timón presidía orgullosa el muelle. Hoy, está vallada la zona y en obras para recuperar los efectos de la crecida. 
     

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