(Ruta del día: Luling-San Antonio-Sanderson. 333 millas).
Fuera (y ahora), el desierto de piedra y matorral, ni la arena quiere asomar la cabeza.
Pero antes vino la gloria. O algo así. A los americanos les encantan sus mitos y no les importa convertir en leyendas desastres y errores.
El Álamo, o la batalla del mismo nombre que tuvo lugar en San Antonio en 1836, fue un sinsentido. Bonito, que queda bien en las películas y en el imaginario colectivo (si ya tienes ganado el imaginario colectivo no sé por qué querrías algo más) y que aúna el heroísmo, el valor, el coraje y la determinación. Todo, por nada. ¿Qué hay más bonito que un esfuerzo imposible? (pese a que, como diría Ortega y Gasset, los esfuerzos inútiles empujan a la melancolía).
Aunque he venido aquí a criticar (o ensalzar, yo qué sé) la capacidad de los Estados Unidos para vestir una escaramuza absurda en símbolo.
No os voy a aburrir con la historia de la batalla, en la que unos 200 texanos y americanos de nuevo cuño murieron a manos de miles de soldados mexicanos en un asedio que duró 13 días. Por aquel entonces, Texas pertenecía a México (que la había recibido de España no mucho antes) y que, como siempre sucede en todas las guerras, hizo estallar todo por los aires cuando se metió en las cosas del dinero. México subió los impuestos a diestro y siniestro y los colonos de origen americano que habían ido ocupando por su cuenta y riesgo las tierras del este texano (sin importar que pertenecieran a España o México, ellos la reclamaban -como hacían los demás colonos por todo el Medio Oeste- como tierra americana) se levantaron en armas.
Así fue como un primer grupo organizado se coló en San Antonio de Béjar y ocupó el Álamo, apenas una pequeña misión española en el centro de la ciudad (la iglesia que queda, vamos, y de la que no se puede hacer fotos en el interior... aunque no hay nada de interés dentro), obviamente, nada preparada para una defensa militar. Entre los integrantes del famoso grupo estaban varios cabecillas de la revuelta, con el coronel William B Travis a la cabeza, y dos famosos de la época, Jim Bowie y David Crockett.
México no iba a consentir la afrenta y el general Santa Ana reunió un ejército de más de seis mil hombres y marchó a paso ligero hasta San Antonio (que la cosa no pintaba bien ya debió de barruntarlo en el camino cuando le nevó -sí, en Texas- y se batieron récords de bajas temperaturas que mermaron sus fuerzas). Pero mucho tienes que mermar a seis mil hombres para que no lleguen todavía miles a su destino.
Cercaron El Álamo y al décimo tercer día lo tomaron. Murieron unos 600 mexicanos por unos 200 defensores (todos, excepto media docena de mujeres y niños), es decir, que se cumplió el viejo axioma defendido por Wellington de que una fortaleza se toma por asalto y por las bravas si tienes, al menos, tres veces más hombres que tu enemigo.
Luego, quemaron todos los cuerpos de los derrotados (excepto el de un hermano de un oficial mexicano, al que permitieron enterrarlo) y ya está.
¿Ya está?
El Álamo no jugó ningún papel relevante en la posterior victoria de Texas (ese mismo año, cuando Sam Houston ganó a Santa Ana en San Jacinto y proclamó su independencia). El propio Houston se negó a enviar refuerzos al Álamo y ni siquiera supuso el mayor escarnio en la sed de venganza tejana porque unas semanas después, los mexicanos masacraron a todo tipo de texanos en Goliad y eso sí que enfadó a Houston.
Por lo tanto, ¿qué?
Pues nada, que todo esto no ha impedido una mitología desmedida, que incluye gestos como el de Travis la última mañana antes de la batalla final, cuando reunió en el patio a todos sus hombres y pintó con su espada una línea en la arena. "Quien cruce la línea estará dispuesto a luchar hasta el final". Y todos la cruzaron.
También, a qué negarlo, está muy bien que se repitan por todas partes del monumento los nombres de los caídos y que los americanos visiten esta capilla y los patios aledaños con una veneración rayana en la religión.
A todo esto, en San Antonio no había mucho más que hacer un lunes por la mañana... acaso, si hubiera sido en la tarde noche, habría molado tomarse algo fresquito en su famosa ribera.
Fue lo último de agua que vi antes de viajar al suroeste, hacia el desierto, hacia la frontera con México, hacia el desierto...
Hacia un control junto a la frontera (la foto está tomada una vez que pasé y de espaldas, de ahí su escasa calidad). Hay que ser honesto: además de hablar todos español, fueron extremadamente amables...
Luego, a lo largo de 150 kilómetros de nada no dejas de cruzarte con vehículos de más patrulleros de frontera. Más o menos, por cada dos vehículos civiles, uno de vigilancia.
Y en éstas que llegamos a Sanderson y al motel homónimo.
Sin duda, la banda sonora de esta tierra (con perdón de los trenes que relinchan cada poco en la vía anexa) de la que huyen hasta las serpientes y los escorpiones, sólo la puede poner Caléxico.
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